Era una carta muy breve, pero se hacía evidente que el autor era alguien muy instruido; estaba dirigida a Craso.
Soy un patriota que por mala suerte me he visto metido en una insurreción. El hecho de que te envíe estas cartas a ti en lugar de a Marco Cicerón se debe a la importancia que tienes en Roma. Nadie ha creído a Marco Cicerón. Espero que todos te crean a ti. Las cartas son copias; no he conseguido hacerme con los originales. Y tampoco me atrevo a darte ningún nombre. Lo que sí puedo decirte es que el fuego la revolución se acercan a Roma. Sal de Roma, Marco Craso, y llévate contigo a todos aquellos que no quieras que sean asesinados.
Aunque no podía competir con César cuando se trataba de leer rápidamente y en silencio, Cicerón no le andaba muy a la zaga; en un tiempo menor del que había tardado Craso en leer la nota, Cicerón levantó la mirada.
—¡Por Júpiter, Marco Craso! ¿Cómo ha llegado esto a tus manos?
Craso se dejó caer pesadamente en una silla, y Metelo Escipión y Marcelo se sentaron juntos en un canapé. Cuando un sirviente le ofreció vino, Craso lo rechazó con la mano.
—Hemos celebrado una cena tardía en mi casa —comenzó a decir—, y me temo que me he extralimitado. Marco Marcelo y Quinto Escipión tenían en mente un plan para incrementar la fortuna de sus familias, pero no querían quebrantar precedentes senatoriales, así que acudieron a mí para pedirme consejo.
—Cierto —dijo Marcelo con cautela; no se fiaba de que Cicerón no se fuera de la lengua en lo referente a aventuras de negocios poco propias de senadores.
Pero lo último que tenía en la mente Cicerón era la tenue línea que separaba las prácticas senatoriales decentes y las ilegales, así que dijo:
—¡Sí, sí! —Lo dijo con impaciencia, y luego apremió a Craso—: ¡Continúa!
—Alguien aporreó la puerta de mi casa hace aproximadamente una hora, pero cuando el mayordomo salió a abrir no había nadie afuera. Al principio no se fijó en las cartas que habían dejado sobre el umbral. El ruido que produjo el montón al caer al suelo fue lo que le llamó la atención. La que he abierto venía dirigida a mí personalmente, como tú mismo puedes ver, aunque la abrí más por curiosidad que porque tuviera un presentimiento de alarma; ¿quién elegiría una manera tan extraña de entregar el correo y a semejante hora? —Craso adoptó una expresión lúgubre—. Cuando la leí se la enseñé a Marco y a Quinto, aquí presentes, y decidimos que lo mejor que podíamos hacer era traértelo todo a ti inmediatamente. Tú eres quien has estado armando todo el revuelo.
Cicerón cogió los cinco paquetes que aún no estaban abiertos y se sentó con un codo apoyado en la mesa de madera de limonero moteada de azul verdoso por la que había pagado medio millón de sestercios, sin hacer caso de que perdería valor si la rayaba. Una a una levantó las cartas hacia la luz y examinó los cierres de cera barata.
—Un sello de un lobo en lacre rojo corriente —dijo dejando escapar un suspiro—. Puede comprarse en cualquier tienda. Pasó los dedos por debajo del borde del papel de la última del montón, dio un enérgico tirón y rompió el pequeño emblema de cera roja por la mitad, mientras Craso y los otros dos lo observaban con ansiedad—. Lo leeré en voz alta —dijo entonces Cicerón mientras desdoblaba la única hoja de papel—. Esta no está firmada, pero veo que va dirigida a Cayo Manlio.
Se puso a examinar los garabatos.
Empezarás la revolución cinco días antes de las calendas de noviembre poniendo en formación tus tropas e invadiendo Fésulas. La ciudad se te entregará en masa, al menos eso has asegurado. Te creemos. Hagas lo que hagas, dirígete directamente al arsenal. Al amanecer de ese mismo día tus cuatro colegas se pondrán también en movimiento: Publio Furio contra Volaterra, Minucio contra Aretio, Publicio contra Saturnia y Aulo Fulvio contra Clusium. Esperamos que a la puesta del sol todas esas ciudades estén en nuestro poder, y que nuestro ejército sea mucho mayor; Por no decir mucho mejor equipado a costa de los arsenales.
El cuarto día antes de las calendas, aquellos de nosotros que nos encontramos en Roma daremos el golpe. No es necesario un ejército. Actuar con sigilo nos dará más resultado. Mataremos a los dos cónsules y a los ocho pretores. Lo que les ocurra a los cónsules y pretores electos para el año próximo depende de su buen sentido, pero ciertos poderes de la esfera de los negocios tendrán que morir: Marco Craso, Servilio Cepión Bruto y Tito Ático. Sus fortunas financiarán nuestra empresa con dinero más que suficiente.
Habríamos preferido aguardar más tiempo, aumentar nuestra fuerza y nuestros ejércitos, pero no podemos permitirnos esperar hasta que Pompeyo Magnus esté lo suficientemente cerca como para actuar contra nosotros antes de que nosotros estemos preparados para hacerle frente. Ya le llegará el turno a él, pero lo primero es lo primero. Que los dioses sean contigo.
Cicerón dejó la carta sobre la mesa y miró a Craso con horror.
—¡Por Júpiter, Marco Craso! —gritó; las manos le temblaban—. ¡Se nos viene encima dentro de nueve días!
Los dos hombres más jóvenes tenían el rostro ceniciento a la parpadeante luz, y paseaban la mirada de Cicerón a Craso y viceversa; sus mentes eran obviamente incapaces de asimilar otra cosa que no fuera la palabra «matar».
—Abre las otras —le indicó Craso.
Pero las otras cartas resultaron ser muy parecidas a la primera; iban dirigidas a cada uno de los otros cuatro hombres mencionados en la de Cayo Manlio.
—Es inteligente —dijo Cicerón moviendo a ambos lados la cabeza—. Nada está expresado en primera persona para que yo no pueda hacer una acusación contra Catilina, y no hay ni una sola palabra sobre quién está implicado dentro de Roma. En realidad, lo único que tengo son los nombres de sus secuaces militares en Etruria, y como ya están comprometidos en la revolución, no tienen mayor importancia. ¡Muy inteligente!
Metelo Escipión se pasó la lengua por los labios y recuperó el habla.
—¿Quién le escribió la carta a Marco Craso, Cicerón? —le preguntó.
—Yo diría que Quinto Curio.
—¿Curio? ¿El mismo Curio que fue expulsado del Senado?
—El mismo.
—Entonces, ¿podemos hacer que preste declaración? —quiso saber Marcelo.
Fue Craso quien dijo que no con la cabeza.
—No, no nos atrevemos. Lo único que tendrían que hacer es matarlo y volveríamos a estar donde nos encontramos ahora, sólo que careceríamos por completo de informador.
—Podríamos ponerle protección incluso antes de que prestase declaración —apuntó Metelo Escipión.
—¿Y cerrarle la boca? —dijo Cicerón—. La custodia y la protección es probable que le hagan guardar silencio. Lo más importante es empujar a Catilina a declarar él mismo.
Ante lo cual Marcelo, frunciendo el entrecejo dijo:
—¿Y si el cabecilla no es Catilina?
—Eso es algo en lo que hay que pensar —opinó Metelo Escipión.
—¿Qué tengo que hacer para meteros en esas duras cabezas que el único hombre que puede ser es Catilina? —gritó Cicerón golpeando con tanta fuerza la preciosa superficie de su mesa que el pedestal de marfil y oro que la sostenía se estremeció—. ¡Es Catilina! ¡Es Catilina!
—Pruebas, Marco —le indicó Craso—. Necesitas pruebas.
—De un modo u otro acabaré por conseguir esas pruebas —dijo Cicerón—. Pero mientras tanto tenemos una revolución en Etruria que hay que sofocar. Convocaré al Senado para una sesión mañana mismo a la cuarta hora.
—Bien —dijo Craso al tiempo que se ponía en pie con dificultad—. Entonces me voy a casa a dormir.
—¿Y tú? —le preguntó Cicerón cuando ya se dirigían a la puerta—. ¿Tú crees que Catilina es responsable, Marco Craso?
—Es muy probable, pero no estoy seguro —fue la respuesta.
—¿Y no es eso típico? —preguntó Terencia unos momentos después, sentándose muy erguida—. ¡Ése no se comprometería aliándose ni con el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo!
—Ni tampoco muchos otros miembros del Senado, eso te lo puedo asegurar —dijo Cicerón suspirando—. Sin embargo, querida mía, creo que es hora de que vayas a buscar a Fulvia. Hace muchos días que no sabemos nada de ella. —Se acostó—. Apaga la lámpara, voy a intentar dormir un poco.
Con lo que Cicerón no había contado era con que el grado de duda que flotaba en el Senado respecto a que Catilina fuera el cerebro que había tramado lo que ciertamente parecía ser una insurrección en ciernes era absoluto. Cicerón se esperaba escepticismo, pero no una oposición total, y sin embargo precisamente esto fue lo que encontró cuando leyó en voz alta las cartas. Había creído que si involucraba a Craso en la historia conseguiría un
senatus consultum de republica defendenda
—el decreto que proclamaba la ley marcial—, pero la Cámara se lo denegó.
—Deberías haber guardado las cartas sin abrir hasta que este cuerpo se reuniera en asamblea —le dijo Catón con dureza. Ahora era tribuno de la plebe electo y tenía derecho a hablar.
—¡Pero las abrí delante de varios testigos irreprochables!
—No importa —dijo Catulo—. Has usurpado la prerrogativa del Senado.
Mientras todo esto tenía lugar, Catilina había permanecido sentado con una serie de emociones reflejadas en el rostro y en la mirada: indignación, calma, inocencia, suave exasperación, incredulidad.
Puesto a prueba más allá de lo que era capaz de soportar, Cicerón se volvió hacia él.
—Lucio Sergio Catilina, ¿admites que eres tú el principal promotor de estos acontecimientos? —le preguntó con una voz que resonó en el techo.
—No, Marco Tulio Cicerón, no lo admito.
—¿No hay ningún hombre aquí presente que me apoye? —exigió el cónsul
senior
mientras la mirada le iba de Craso a César, de Catulo a Catón. —Sugiero que esta Cámara solicite al cónsul
senior
que investigue mejor todos los aspectos de este asunto —dijo Craso después de un considerable silencio—. No sería nada sorprendente que Etruria se rebelara, eso te lo concedo, Marco Tulio. Pero cuando incluso tu colega en el consulado dice que todo el asunto es prácticamente una broma y anuncia que él se vuelve a Cumae mañana, ¿cómo quieres que el resto de nosotros nos dejemos dominar por el pánico?
Y así quedó la cosa. Cicerón tenía que encontrar más pruebas.
—Fue Quinto Curio quien le llevó las cartas a Marco Craso —le dijo Fulvia Nobilioris al día siguiente por la mañana temprano—, pero no está dispuesto a declarar ante ti. Tiene demasiado miedo.
—¿Habéis hablado él y tú?
—Sí.
—Entonces, ¿puedes darme algunos nombres, Fulvia?
—Sólo puedo darte los nombres de los amigos de Quinto Curio.
—¿Quiénes son?
—Lucio Casio, como ya sabes, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo, que fueron expulsados del Senado junto con mi Curio.
Las palabras de Fulvia de pronto encajaron con un hecho que estaba enterrado en el fondo de la mente de Cicerón.
—¿Es amigo suyo el pretor Léntulo Sura? —le preguntó al recordar la manera en que aquel hombre le había insultado el día de las elecciones. ¡Sí, Léntulo Sura había sido uno de los setenta y tantos hombres expulsados por los censores Publícola y Clodiano! A pesar de que él mismo había sido cónsul.
Pero Fulvia no sabía nada acerca de Léntulo Sura.
—Aunque he visto al más joven de los Cetegos, ¿Cayo Cetego?, con Lucio Casio de vez en cuando —dijo ella—. Y también a Lucio Statilio y al Gabinio al que apodan Capitón. Ellos no son amigos íntimos, ojo, así que es difícil decir si están implicados en el complot.
—Y qué sabes del levantamiento en Etruria?
—Sólo sé que Quinto Curio dice que tendrá lugar.
—Quinto Curio dice que tendrá lugar —le repitió Cicerón a Terencia cuando ella regresó de acompañar a Fulvia Nobilioris hasta la salida—. Catilina es demasiado inteligente para Roma, querida mía. ¿Has conocido alguna vez en tu vida a un romano que sea capaz de guardar un secreto? Sin embargo, dondequiera que acudo me obstaculizan el camino. ¡Ojalá viniera yo de una estirpe noble! Si me llamara Licinio, Fabio o Cecilio, Roma estaría ya bajo la ley marcial, y Catilina sería un enemigo público. Pero como me llamo Tulio y procedo de Arpinum, ¡la tierra de Mario, por cierto!, nada de lo que yo diga tiene peso alguno.
—Tienes razón —dijo Terencia.
Lo cual provocó una mirada de tristeza en Cicerón, pero no hizo ningún comentario. Un momento después se dio sendas palmadas en los muslos con las manos y dijo:
—¡Bueno, pues entonces tendré que seguir intentándolo!
—Has enviado a suficientes hombres a Etruria como para que se dieran cuenta si algo sucediese.
—Eso diría cualquiera. Pero las cartas indican que la rebelión no está concentrada en las ciudades, sino que las ciudades se han de tomar desde bases situadas fuera, en el campo.
—Las cartas también indican que tienen escasez de armamento.
—Cierto. Cuando Pompeyo Magnus fue cónsul e insistió en que debía haber depósitos de armamentos al norte de Roma, a muchos de nosotros no nos gustó en absoluto la idea. Admito que sus arsenales son tan inexpugnables como Nola, pero si las ciudades se rebelan… bueno… pues…
—Las ciudades no se han rebelado hasta ahora. Tienen demasiado miedo.
—Están llenas de etruscos, y los etruscos odian a Roma.
—Esta revuelta es obra de los veteranos de Sila.
—Que no viven en las ciudades.
—Precisamente.
—Entonces, ¿crees que debo intentarlo de nuevo en el Senado?
—Sf, marido. No tienes nada que perder, así que vuelve a intentarlo.
Y Cicerón lo hizo un día después, el vigesimoprimer dfa de octubre. En la reunión hubo escasa asistencia, lo que era una indicación más de lo que los senadores de Roma pensaban del cónsul
senior
: que era un Hombre Nuevo, ambicioso, empeñado en hacer una montaña de una pequeñez y buscarse un motivo lo bastante serio como para pronunciar varios discursos que le valieran notoriedad para la posteridad. Catón, Craso, Catulo, César y Lúculo estaban presentes, pero gran parte del espacio de las tres gradas situadas a ambos lados se hallaba vacío. Sin embargo, Catilina andaba pavoneándose por allí, sólidamente rodeado de hombres que lo tenían en gran estima y que consideraban que se le estaba persiguiendo. Lucio Casio, Publio Sila, el sobrino del dictador, su amiguete Autronio, Quinto Annio Quilón, ambos hijos del muerto Cetego, los dos hermanos Sila que no pertenecían al clan del dictador, pero que a pesar de todo estaban bien relacionados, el ingenioso tribuno de la plebe electo Lucio Calpurnio Bestia, y Marco Porcio Leca. «Están todos metidos en ello? —se preguntaba Cicerón a sí mismo—. ¿Estoy contemplando el nuevo orden de Roma? Si es así, no me merece una gran opinión. Todos estos hombres no son más que unos sinvergüenzas.»