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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (62 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Se produjo un rumor de sonidos confusos en el exterior cuando Catilina se abrió paso airadamente entre los asiduos del Foro. Luego se hizo el silencio.

Ahora los senadores se levantaban para cambiarse de sitio y alejarse de aquellos a quienes Cicerón había nombrado en su discurso, incluso hubo quien se alejó de su propio hermano: Publio Cetego había depidido claramente apa.rtarse de Cayo y mantenerse alejado de la conspiración.

—Espero que estés contento, Marco Tulio —le dijo César.

Fue una victoria, claro que fue una victoria, pero sin embargo pareció evaporarse, incluso después de que Cicerón, al día siguiente, se dirigió a la multitud del Foro desde la tribuna. Al parecer dolido por los comentarios concluyentes de Catilina, Catulo se levantó cuando la Cámara se reunió dos días después y leyó en voz alta una carta de Catilina en la que se declaraba inocente y consignaba a su esposa, Aurelia Orestilla, al cuidado y la custodia del propio Catulo. Empezaron a circular rumores de que Catuina ya se había ido al exilio voluntario, y de que se había dirigido por la vía Aurelia fuera de Roma —la dirección correcta— con sólo tres compañeros que no eran de renombre, incluido su amigo de la infancia Tongilio. Esto hizo que hubiera una reacción; ahora algunos hombres empezaban a cambiar de opinión, y en vez de considerar a Catilina culpable pensaban que era una víctima.

La vida podía habérsele hecho cada vez más insoportable a Cicerón de no haber sido porque unos cuantos días después llegaron noticias de Etruria. Catilina no había continuado hacia el exilio en Masilia; en cambio se había puesto la
toga praetexta
y la insignia de cónsul, había ataviado a doce hombres con túnicas de color escarlata y les había dado las
fasces
junto con las hachas. Se le había visto en Aretio con un simpatizante, Cayo Flaminio, de una familia patricia venida a menos, y ahora ostentaba un águila de plata que él aseguraba que era la auténtica que Cayo Mario le había dado a sus legiones. Puesto que había sido siempre la principal fuente de fuerza de Mario, Etruria se había adherido a aquella águila.

Eso, desde luego, determinó la desaprobación de consulares como Catulo y Mamerco. (Por lo visto Hortensio había decidido que era preferible sufrir de gota en Miseno que de jaqueca en Roma, pero la gota de Antonio Híbrido en Cumae se estaba conviniendo rápidamente en una excusa inverosímil para quedarse fuera de Roma y de sus deberes como cónsul
junior
.)

Sin embargo, algunos de los pececillos senatoriales de menos importancia seguían siendo de la opinióñ de que todos los acontecimientos habían sido causados por Cicerón, que era en realidad la incansable persecución a que Cicerón había sometido a Catilina lo que había acabado por sacar de quicio a éste. Entre éstos se encontraba el hermano menor de Celer, Metelo Nepote, que pronto había de asumir el cargo de tribuno de la plebe. Catón, que también sería tribuno de la plebe, elogió a Cicerón, lo cual tuvo como consecuencia básicamente que Nepote se pusiese a chillar todavía más fuerte, porque odiaba a Catón.

—Oh, ¿desde cuándo una insurrección es un asunto tan conflictivo y tan tenue? —le gritó Cicerón a Terencia—. ¡Por lo menos Lépido se pronunció! ¡Patricios, patricios! ¡Ellos no pueden hacer nada mal! ¡Y aquí estoy yo con un hatajo de criminales en las manos a los que si ni siquiera puedo acusar de que estropean los conductos del agua, no digamos ya de traición!

—Anímate, marido —le dijo Terencia, que aparentemente disfrutaba viendo a Cicerón más malhumorado de lo que ella solía estar—. Ha empezado a suceder, y continuará sucediendo; tú espera y verás. Pronto todos los que tienen dudas, desde Metelo Nepote hasta César, tendrán que admitir que tienes razón.

—César podría haberme ayudado más de lo que lo ha hecho —dijo Cicerón muy disgustado.

—Fue él quien envió a Quinto Arrio —le recordó Terencia, quien aquella temporada sentía muchas simpatías por César porque su hermanastra, la vestal Fabia, se deshacía en alabanzas hacia el pontífice máximo.

—Pero no me respalda en la Cámara, no hace más que criticarme por el modo como interpreto el senatus consultum ultimum. Me parece que todavía cree que Catilina ha sido perjudicado.

—Catulo también piensa así, aunque César y él no se amen precisamente —dijo Terencia.

Dos días después llegó a Roma la noticia de que Catilina y Manho por fin habían aunado sus fuerzas y tenían dos legiones enteras de soldados con mucha experiencia, además de varios miles más que aún se estaban entrenando. Fésulas no se había desmoronado, lo cual significaba que su arsenal continuaba intacto, y tampoco ninguna de las otras ciudades importantes de Etruria se había mostrado de acuerdo en donar el contenido de sus arsenales a la causa de Catilina. Aquello era indicativo de que una gran parte de Etruria no tenía fe en Catilina.

La Asamblea Popular ratificó el decreto senatorial y declaró a Catilina y a Manlio enemigos públicos; eso significaba que se les despojaba de la ciudadanía y de los derechos que ello entrañaba, y que si se les aprehendía se les sometería a juicio por traición. Como por fin Cayo Antonio Híbrido había regresado a Roma —con gota en el dedo y todo—, Cicerón se aprestó a darle instrucciones para que se pusiera al frente de las tropas reclutadas en Capua y Picenum —formadas todas ellas por veteranos de guerras anteriores— y se dirigiera a las puertas de Fésulas para hacer frente a Catilina y a Manlio. Sólo por si el dedo gotoso seguía siendo un impedimento, el cónsul
senior
tuvo la precaución de proporcionarle a Híbrido un excelente segundo en el mando, el vir militaris Marco Petreyo. El propio Cicerón asumió la responsabilidad de organizar la defensa de la ciudad de Roma, y ahora sí empezó a repartir el armamento: pero no entre personas que él, Ático, Craso o Catulo —que ahora se habían inclinado por completo del lado de Cicerón— considerasen sospechosas. Nadie sabía lo que Catilina podría estar tramando ahora, aunque Manlio le envió una carta al triunfador Rex, que seguía en el campo de batalla en Umbría; fue una sorpresa que Manlio escribiera así, pero aquello no podía cambiar nada.

En tal punto, con Roma dispuesta a repeler un ataque desde el Norte, Pompeyo Rufo en Capua y Metelo Pequeña Cabra en Apulia dispuestos a encargarse de cualquier incidente que pudiera surgir en el Sur, desde una fuerza formada por gladiadores a un levantamiento de esclavos, a Catón se le antojó dar al traste con las estratagemas de Cicerón y poner en peligro la capacidad de la ciudad para afrontar los hechos después del relevo de cónsules que se avecinaba. Noviembre tocaba a su fin cuando Catón se levantó en la Cámara y anunció que iba a empezar un proceso contra Lucio Licinio Muena, el cónsul
junior
electo, por haber obtenido el cargo mediante sobornos. Como tribuno de la plebe electo, vociferó, le parecía que no tenía tiempo que perder dirigiendo él en persona el juicio criminal, así que el derrotado candidato Servio Sulpicio Rufo actuaría como acusador, con su hijo —apenas hombre— como segundo acusador y el patricio Cayo Postumio como tercero. El juicio tendría lugar en el Tribunal de Sobornos, pues los fiscales eran todos patricios y por ello no podían utilizar a Catón ni a la Asamblea Plebeya.

—¡Marco Porcio Catón, no puedes hacer eso! —le gritó Cicerón, horrorizado, mientras se ponía en pie de un salto—. ¡La culpabilidado inocencia de Lucio Murena ahora está fuera de lugar! La rebelión pende sobre nuestras cabezas! ¡Eso significa que no podemos empezar el año nuevo sin uno de los cónsules! Si tenías intención de hacerlo, ¿por qué precisamente ahora? ¿Por qué no lo has hecho eh otro momento del año, con anterioridad?

—El deber es el deber —dijo Catón sin inmutarse—. Las pruebas acaban de salir a la luz, y yo hice la promesa hace meses en esta Cámara de que si llegaba a mi conocimiento que un candidato consular había recurrido al soborno, me encargaría personalmente de que se le acusase y se le procesase. ¡A mí me da lo mismo en qué situación quede Roma para el año nuevo! El soborno es el soborno. Hay que erradicarlo a toda costa.

—¡Pues el precio será probablemente la caída de Roma! ¡Retrasa el proceso!

—¡Nunca! —gritó Catón—. ¡Yo no soy marioneta tuya ni la de ningún otro! ¡Yo veo cuál es mi deber y lo cumplo!

—¡Sin duda estarás cumpliendo con tu deber de juzgar a algún pobre desgraciado mientras Roma se hunda bajo el mar Toscano!

—iDe momento el mar Toscano me ahoga a mí!

—¡Que los dioses nos libren de más gente como tú, Catón!

—¡Roma sería un lugar mejor si hubiera más como yo!

—¡Si hubiera más como tú, Roma no funcionaría! —voceó Cicerón levantando los brazos y abarcando el aire con las manos—. Cuando las ruedas están tan limpias que chirrían, Marco Porcio Catón, también suelen engancharse! ¡Las cosas ruedan mucho mejor con un poco de grasa sucia!

—Vaya si es verdad eso —dijo César sonriendo.

—Retrásalo, Catón —le pidió Craso con cansancio.

—El asunto ahora está ya enteramente fuera de mis manos —dijo Catón con aire engreído—. Servio Sulpicio está determinado a hacerlo.

—Y pensar que en otro tiempo yo tenía buen concepto de Servio Sulpicio! —le dijo Cicerón a Terencia aquella noche.

—Oh, Catón se lo ha metido en la cabeza, marido, de eso puedes estar seguro.

—¿Qué es lo que quiere Catón? ¿Ver caer a Roma sólo porque cree que debe hacerse justicia sin dilación? ¿Es que no es capaz de darse cuenta del peligro que supone que sólo un cónsul asuma el cargo el día de año nuevo? ¿Y para colmo, un cónsul solo y tan enfermo como Silano? —Cicerón golpeó una mano contra la otra lleno de angustia—. ¡Estoy empezando a pensar que cien Catilinas no representan tanta amenaza para Roma como un solo Catón! —Bueno, entonces tendrás que encargarte de que ese Sulpicio no consiga que declaren culpable a Murena —le dijo Terencia, siempre práctica—. Defiende a Murena tú mismo, Cicerón, y consigue que Hortensio y Craso te respalden.

—Los cónsules en el cargo normalmente no defienden a los cónsules electos.

—Entonces sienta un precedente. A ti se te da muy bien eso. Y también te trae suerte, ya lo he observado en otras ocasiones con anterioridad.

—Hortensio sigue en Miseno con el dedo gordo del pie vendado.

—Pues haz que vuelva, aunque tengas que secuestrarlo.

—Acabemos de una vez para siempre con ese caso. Tienes toda la razón, Terencia. Valerio Flaco es
iudex
en el Tribunal de Sobornos… un patricio, así que sólo cabe esperar que tenga el sentido común de comprender mi interés y no el de Servio Sulpicio. —Un esperanzado pero astuto brillo apareció en la mirada de Cicerón—. Me pregunto si Murena me estaría tan agradecido cuando consiga que lo declaren inocente como para regalarme una espléndida casa nueva, ¿eh?

—iNi siquiera se te ocurra pensar en eso, Cicerón! Eres tú quien necesita a Murena, no al revés. Espera a toparte con alguien considerablemente más desesperado antes de exigir unos honorarios de esa importancia.

Así que Cicerón se contuvo y no le insinuó a Murena que necesitaba una casa nueva, y defendió al cónsul electo sin mayor recompensa que una bonita pintura realizada por un pintor menor griego de hacía doscientos años. A Hortensio, que no dejó de gruñir y de quejarse, le hicieron regresar a la fuerza de Miseno, y Craso tomó parte en la refriega con toda su meticulosidad y paciencia. Era un triunvirato de abogados defensores demasiado formidable para el apesadumbrado Servio Sulpicio Rufo, y lograron el perdón para Murena sin necesidad de sobornar al jurado, cosa que nunca se les había pasado por la cabeza teniendo en cuenta que allí estaba Catón vigilando hasta el menor movimiento.

¿Qué más podía ocurrir después de aquello?, se preguntaba Cicerón mientras trotaba hacia su casa desde el Foro para ver si Murena le había enviado ya el cuadro. ¡Qué buen discurso había pronunciado! El último discurso, desde luego, antes de que el jurado emitiera el veredicto. Uno de los mayores valores de Cicerón era su habilidad para cambiar el curso de sus argumentos después de haber calibrado la disposición del jurado, hombres que él en su mayoría conocía bien, naturalmente. Por fortuna, el jurado de Murena estaba formado por individuos a quienes les encantaba el ingenio y les gustaba reírse. Por ello había basado su discurso en el tono humorístico, y había causado gran diversión mofándose de la adhesión de Catón a la-generalmente impopular— filosofía estoica fundada por Zenón, aquel horrible y aburrido griego antiguo. El jurado lo escuchó absolutamente lleno de interés, adoró cada una de las palabras que Cicerón pronunció, cada uno de los matices… y especialmente su brillante imitación de Catón, desde la postura hasta la voz, pasando por remedar con un gesto de la mano la gigantesca nariz de Catón. Y cuando se removió para desembarazarse de la túnica, todo el jurado se revolcó por el suelo de la risa.

—¡Vaya cómico que tenemos como cónsul
senior
! —dijo a voces Catón después de que el veredicto resultó ser ABSOLVO. Lo cual sólo sirvió para que el jurado se riera aún más, y considerase a Catón un mal perdedor.

—Me recuerda lo que oí acerca de Catón cuando estaba en Siria después de morir su hermano Cepión —dijo Ático durante la cena aquella noche.

—¿Qué se contaba? —le preguntó Cicerón por compromiso; en realidad no le interesaba lo más mínimo oír nada sobre Catón, pero tenf a motivos suficientes para estarle agradecido a Ático, presidente del jurado.

—Pues por lo visto iba andando por la carretera como un mendigo, con tres esclavos y en compañía de Munacio Rufo y Atenodoro Cordilión, cuando las puertas de Antioquía aparecieron, imponentemente altas, a lo lejos, y fuera de la ciudad vio una enorme multitud que se acercaba lanzando vítores. «¿Veis cómo mi fama me precede? —les preguntó Catón a Munacio Rufo y a Atenodoro Cordilión—. Toda Antioquía ha salido a rendirme homenaje porque soy un ejemplo perfecto de lo que debería ser todo romano: humilde, frugal… ¡un ejemplo de mos maiorum !» Munacio Rufo, que fue quien me lo contó cuando nos tropezamos en Atenas, me dijo que él dudaba que aquello fuera así, pero el viejo Atenodoro Cordilión se creyó hasta la última palabra, de manera que empezó a hacerle reverencias y a cepillar a Catón. Luego llegó la multitud con guirnaldas en las manos, y las doncellas arrojaban pétalos de rosa. El ethnarc habló: «Cuál de vosotros es el gran Demetrio, el esclavo manumitido del glorioso Cneo Pompeyo Magnus?», preguntó. Al oír lo cual Munacio Rufo y los tres esclavos cayeron al suelo de la risa, e incluso Atenodoro Cordilión encontró tan graciosa la cara que puso Catón que se unió a ellos en la risa. ¡Pero Catón estaba lívido! No le veía el lado gracioso al asunto. ¡Sobre todo porque el manumitido de Magnus, Demetrio, era un chulo perfumado!

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