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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (33 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Me miré en el espejo. Llevaba el pelo rizado. No era el peinado de siempre, cuando la cabellera me caía en cascada por encima de los hombros. Olas suaves que desaparecían si movía la cabeza. Aquello también formaba parte de la metamorfosis. Lo llevaba recogido atrás, como ella en el cuadro. Se escapaban algunos mechones que significaron su revuelta, pero no la mía. Había vivido una situación extraña: me había adentrado en ella sin quererlo, cuando lo que deseaba era complacer a un hombre. Pasé un cepillo que alisaba los rizos y les devolvía un aspecto similar al que tuvieron. A medida que iba cumpliendo los pasos que me alejaban de la imagen de Elisa y me hacían recobrar la mía, respiraba más tranquila. Me sentía como si aprendiese a recuperarme. Volvía a recobrar el aspecto que me permitía reconocerme delante de un espejo, pero yo ya no era la misma. Había vivido un proceso irreversible que me costaba aceptar. Las dudas aún estaban ahí, aunque las prefería a la certeza que había empezado a intuir.

Pasaron tres días con sus noches. Transcurrieron el uno tras el otro, en una carrera silenciosa. Todo se volvía lento. Cada minuto tenía una forma propia. Me encerré en mi habitación. Era la misma que ocupó Sofía, con la cama de dosel y la cómoda antigua. El armario tenía un espejo. La abuela Margarita no entendía nada de lo que me sucedía. Se sentaba en la cama y me preguntaba si estaba enferma, si estaba triste. Yo no sabía qué debía responderle, ya que todo era cierto y todo era mentira. Era incierto el mundo y eran inciertas sus historias. Al fin, me atreví a preguntarle:

—¿Te acuerdas de la muerte de mi madre?

—Claro. Entonces yo sólo era una vecina. Apenas conocía a tu abuelo, pero me enteré de la noticia.

—La gente hablaría de ello.

—Sí. Cuando alguien muere muy joven, la gente habla. No se puede evitar.

—¿Qué decían?

—Déjalo estar, querida; contaban mil historias. Nunca creí ninguna.

—¿Qué historias? ¿Alguien dijo que no fue un accidente?

—Sí. Hubo quien dijo que murió en circunstancias extrañas.

—¿Un asesinato?

—No exactamente. La verdad es que me cuesta recordarlo. No pienses en ello. Han pasado tantos años.

—Los años no deberían borrar la memoria.

—A veces los recuerdos son materia inútil. Sólo sirven para hacer daño. ¿Para qué nos vamos a recrear en ellos?

—¿Los recuerdos, dices? Me gustaría tenerlos. Sólo conozco su rostro en un cuadro. ¿Quién tiene la culpa? ¿Me lo puedes decir?

—No hay culpables. Carlota, descansa. Tienes una vida espléndida por delante. No quieras perder el tiempo en quimeras absurdas.

—Vete, abuela. Tengo sueño.

No era verdad. No dormí en aquellos tres días. Por las noches, miraba a la oscuridad y me quedaba muy quieta. Nada interrumpía el silencio. Ni mi respiración callada, ni las voces de la memoria. Procuraba mantener los ojos bien abiertos, para que los fantasmas no pasaran de largo, si se decidían a visitarme. Estaba dispuesta a hacer muchas preguntas, cuando tuviese la ocasión. Mientras tanto, contaba los segundos y me ponía triste.

El cuarto día, Ramón vino a visitarme. Le vi llegar desde la ventana de mi habitación. Era media mañana y llevaba un rato dedicándome a contemplar el paseo. Tras los cristales cerrados, observaba los árboles. Recibían una luz amarillenta que brillaba en las hojas casi doradas. Me entretenía mirando cómo filtraban la luz. Había ramas muy altas. Algunas llegaban hasta los cristales. Mi imagen debió de recortarse en el marco, porque él alzó la cabeza y se quedó quieto. Desde aquella altura podía distinguir la palidez de sus facciones. Reprimí el gesto que, en un movimiento instintivo, iba a hacer con la mano para saludarle. Preferí esperarle inmóvil, también. Durante unos segundos, me pareció otro hombre. Quizá yo estaba demasiado alterada para captar lo que sucedía, pero tenía una mirada extraña. Era como si no me reconociera. La sensación de incredulidad no le duró demasiado. Movió la cabeza y regresó de algún lugar extraño en el que se había perdido. Mientras me daba cuenta del proceso de transformación que experimentaba su rostro, pensé que realmente le conocía muy poco.

Nos quedamos un rato sin hacer nada, observándonos en la distancia. Yo, en una ventana; él, en el jardín. Por un instante, me pregunté si sería capaz de escalar aquella pared. La fachada estaba construida con piedras que sobresalían y formaban una ruta vertical. Se me escapó una sonrisa. No me lo imaginaba haciendo acrobacias para llegar a mi atalaya. Ramón era un hombre de tierra firme, que se sentía seguro si pisaba fuerte. No hice ningún gesto para abrir los cristales ni él me lo pidió. La ventana cerrada era la garantía del silencio. Me ahorraba tener que conversar con él. De alguna manera, me esforzaba en aplazar el momento de un encuentro real. Cara a cara, los dos, con la sensación de que algo tenía que concluir.

Siempre me resultó difícil tomar decisiones. Me refiero a aquel tipo de determinaciones que tienen un carácter más o menos definitivo. Sin darme cuenta, me invento mil excusas para aplazarlas. Alguien lo llamaría cobardía, indecisión, falta de firmeza. No quiero ser tan dura conmigo misma. Hay quien piensa que la vida describe círculos. Por eso nos resulta complicado renunciar a ciertos aspectos que nos han tocado el alma. Otros piensan que la existencia es una línea que avanza, no se sabe bien hacia dónde. Son los que dejan atrás fragmentos de historia vivida. Yo creo que la vida es una espiral: avanza, pero se va y vuelve.

Me vinieron a buscar. Me avisaron de que Ramón había venido, que quería hablar conmigo. Pedí que me esperase en la sala y bajé sin prisa. Sabía que era el último encuentro. No quería pensar en sus ojos, ni en las palabras que debería escuchar, ni en nuestros cuerpos abrazándose. Me dije que las ideas deberían poderse borrar: que un trapo pasase sobre ellas para que desapareciesen. No debería quedar ni la huella, de los recuerdos que duelen. Antes de cruzar la puerta de la habitación, me miré de reojo en el espejo. Finalmente, yo también había adquirido las formas de un fantasma.

Me esperaba en pie, en la sala. Tenía la mirada fija en los retratos. Como lo imaginaba, no me sorprendió. Había sido yo quien había decidido que mis madres presidiesen el encuentro. Podría haber escogido cualquier otro lugar de la casa para recibirlo, pero allí me sentía acompañada por los cuadros. Compartía de lleno los sentimientos de mi abuelo: también se encerraba con ellas cuando tenía que tomar una decisión. Miré por el resquicio de la puerta, un poco entreabierta. Curiosamente, no parecía cohibido. A pesar de su aire descuidado —la camisa medio colgando fuera de los pantalones, la barba de varios días—, encajaba en aquel lugar. Debo confesar que me sorprendió. Esperaba encontrarlo incómodo, impresionado por un espacio que le resultaba nuevo, sin saber dónde ponerse. En cambio, actuaba con una naturalidad que se me antojaba extraña. Su cuerpo ocupaba un lugar en la habitación. La llenaba. Esta circunstancia, que no ocurre con todas las personas, me dejó sin recursos. Había esperado unos signos de debilidad que no se producían, cuando tenía que esforzarme para no demostrar mi propia vulnerabilidad. Pensé que, a pesar de todo, él era el fuerte y me dio rabia. Tosí ligeramente para anunciar mi presencia, incapaz de decir nada. Se volvió de repente hacia mí e hizo un gesto de aproximarse que quedó interrumpido, cuando advirtió mi nerviosismo. Intenté reponerme y le dije:

—Buenos días, Ramón. ¿Qué haces en esta casa?

—Necesitaba verte. Han pasado tres días sin noticias tuyas.

—Tenía que digerir nuestra última conversación. Tengo la sensación de que tú la has olvidado.—Yo no me olvido de nada. Te echo de menos —sonaba sincero, pero hice como si no le hubiese oído.

—¿Habías visto estos cuadros? —señalé con un gesto los retratos.

—No había tenido ocasión, pero las modelos eran mucho mejores.

—¿A qué te refieres?

—A que el pintor no supo captar su belleza.

—¿La de Elisa?

—Ni la de Sofía.

—Claro. También la conociste. ¿Crees que nos parecemos?

—Las tres tenéis un aire. Esto no se puede negar, pero sois bastante diferentes.

—¿Tú crees? Siempre había pensado que éramos casi calcadas —esta última afirmación se me escapó sin quererlo.

—De ninguna manera.

—¿Y con cuál te quedarías, Ramón?

—Contigo, Carlota.

—Mentiroso. Eres un mentiroso —repetí un adjetivo que, con sólo pronunciarlo, me hacía sentir mejor—. No puedo creer nada de lo que me cuentas.

—Nunca te he mentido.

—Claro que sí. Mientes a los demás y te mientes a ti mismo. Vete.

—¿Qué dices? No te entiendo.

—Me entiendes perfectamente. Quiero que abandones este lugar: recoge tus cosas. Ahora mismo. Después, márchate. No quiero verte jamás.

—¿Sabes qué significa lo que me acabas de decir? Yo formo parte de este lugar. He vivido aquí toda mi vida. Ni siquiera sabría adonde ir.

—Otra mentira. Tú no formas parte de ningún lugar.

Mucho menos de la casa que fue de mi abuelo y que ahora es mía. Es mía y no te quiero aquí.

—¿Qué voy a hacer sin la casa? ¿Cómo puedo vivir lejos del jardín y lejos de ti?

—No lo sé ni me interesa. Mañana quiero que ya no estés aquí. Tienes que haberte marchado.

Lo decía y no lo acababa de creer. Era una sensación curiosa. Una parte de mí me preguntaba qué estaba haciendo, me lo reprochaba, me acusaba de tirar la vida por la borda. Otra parte silenciaba a aquélla. Me dedicaba a sacar la rabia. Las palabras me servían para concretarla, la volvían real. Tuvieron la culpa las palabras, que me hacían decir cosas que no sentía cuando las pronunciaba. Expresaban un rencor que no era del todo cierto, o que sólo constituía una cara de la realidad. Las palabras surgen tras un proceso: primero tenemos un sentimiento que se traduce en una idea. Luego la idea se convierte en palabras. A veces, no obstante, podía ocurrir a la inversa. Las sensaciones y las ideas forman una materia confusa, que cuesta diferenciar. Abrimos los labios y salen unas palabras sobre las que no nos habíamos parado a pensar. Las palabras toman el protagonismo. Sirven para aclarar nuestra confusión o para hacerla mayor.

No me tembló la voz, mientras le decía que se fuera. Sin embargo, deseaba que todo aquello no fuese cierto. Me lo imaginaba como el resultado de una pesadilla. Ramón estaba delante de mí. Era yo misma quien derruía su mundo: adiviné en él un leve temblor, casi imperceptible, en las manos. Levantaba su frente y me miraba, pero no había un gesto de súplica en sus ojos. Sólo leía en ellos la incredulidad, la derrota. Tuve que contemplar de nuevo el rostro de mis madres y respirar profundamente. Pensaba que ellas tendrían que haberme ayudado a echarlo. Eran mis cómplices y esperaba de ellas una fuerza que no venía de ninguna parte. Seguían en la pared, inmutables, mientras yo apretaba los puños. Estuve a punto de echarme atrás: habría querido gritar que no era cierto, que no me creyese, que lo quería junto a mí para siempre. La voz se me quebró antes de nacer y callé.

Vi cómo salía de la casa. No se volvió para mirarme, aunque yo no me moví del mismo sitio durante un largo rato. Esperaba un signo, cualquier indicio que me permitiera creer que vivía una ficción. Me costaba tener que reconocerme en aquel papel. El jardín estaba espléndido. Todos los rosales floridos. Los de flor blanca que se deshoja con el viento, los que son rojos como la sangre, los que parecen coral marino. Muchos senderos dibujaban un trazado casi geométrico, que rodeaba la fuente. Comprendí que era su espacio, que él era el artífice, que yo lo expulsaba de un universo pequeño que aprendió a crear durante toda la vida. La sensación de dolor era casi física. Se me superponían los pensamientos, porque de repente veía el rostro de Elisa. La imaginaba indefensa, junto a un faro. En pie, el cuerpo de Elisa al viento. Veía una mano que se alargaba y no sabía si era para salvarla o para destruirla. Las imágenes se mezclaban con una cierta confusión. Yo tenía miedo de vivir, si la vida iba a ser tan complicada. ¿Por qué no me habían avisado? ¿Por qué nadie me dijo que las dudas son como gigantes?

Me senté en una mecedora y esperé. No sucedió nada durante mucho tiempo. Los cuadros y yo, en la penumbra de la sala. De repente, pensé que tendría que haber sabido enterrar las viejas historias. El abuelo tenía la culpa de aquella fascinación mía por dos mujeres que ni siquiera conocí. Mientras tanto, permitía que él se fuese. Pero Ramón era la materialización del pasado —me dije—, cuando él estuviese muy lejos, yo sería capaz de vivir el presente. No sabía si era verdad o si era mentira. Iba repitiéndome frases inconexas que nunca significaban lo mismo. Pensé en la bandeja de manzanas en la cocina de la casa de piedra. Yo estaba allí, arropada con una manta. Me comí una de piel muy roja. Cogí el cuchillo con cuidado para no herirme, porque estaba muy afilado. Metí la hoja cuidadosamente hasta el corazón de la fruta, adentro. De pronto, noté una punzada en mi propio corazón, como si se rompiera. Eché de menos a Ramón. Le añoraba y aún no se había ido. ¿Cómo era posible vivir sentimientos anticipados? Me sentía como si estuviese en el cine, la sala oscura, con la pantalla que me ofrecía momentos de las películas que quizá iría a ver al día siguiente, o al otro. Aquellos fragmentos de historias en imágenes me avanzaban las emociones que aún tenían que venir. Ahora me encontraba en una situación idéntica, pero no se trataba de una ficción.

Oscurecía, cuando me decidí a ir. El jardín olía a aromas que se mezclan. Nunca me había dado cuenta de aquella intensidad. Me dolía la cabeza y pensé que era a causa de la suma de perfumes. Volví a recorrer el camino que me llevaba a la casa de Ramón. Desde lo lejos, se adivinaba el trajín. Fuera, temblaba la luz del farol. También se veían los faros de una furgoneta, aparcada en la puerta. Dos hombres la llenaban de libros. Hacían viajes silenciosos desde el interior de la vivienda. En la entrada, en el suelo, había dos maletas de cuero. Se apelotonaba la ropa, camisas, jerséis, pantalones. Le vi de espaldas, sentado en una butaca. Tenía una carpeta en las manos y ordenaba papeles, fotografías. Pensé que tenía que decirle que me abrazase. Si me abrazaba, todo volvería a ser como antes. No me asaltaría el miedo. Se levantó de la butaca y me miró. Entonces, las palabras me volvieron a traicionar:

—¿Ya te vas? —le pregunté—. No era necesaria tanta prisa.

—Me has dado un plazo. No esperaré a que se termine para marcharme.

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