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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

Las poseídas de Stepford (10 page)

BOOK: Las poseídas de Stepford
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—Yo deseo que hagas cualquier cosa que tú desees hacer. Nada más. —Se volvió y la miró, apoyado sobre un codo. Sonrió—. Siempre es agradable, de veras. Tal vez he estado un poco cansado últimamente por los viajes diarios. —La besó en la mejilla—. Duerme, ahora.

—Tienes... ¿un asunto con Esther?

—¡Por amor de Dios! Ella anda con un
Black Panther.
No tengo un asunto de esa clase con nadie.

—¿Un Black Panther?

—Eso le contó a Don su secretaria. Ni siquiera conversamos sobre el sexo. Todo lo que yo hago es corregir su pronunciación. Bueno, vamos a dormir.

Le besó la mejilla y se volvió al otro lado.

Ella se tendió boca abajo y cerró los ojos. Se corrió a un lado, al otro; se revolvió, inquieta, buscando una posición cómoda.

Fueron a ver una película en Norwood, con Bobbie y Dave, y pasaron una velada con ellos, delante de la estufa, jugando al
Banquero
en broma.

Un sábado a la noche cayó una espesa nevada, y a la tarde siguiente Walter renunció, un poco a regañadientes, a su fútbol televisado de los domingos, para llevar a Pete y Kim a deslizarse sobre la nieve, por la cuesta de Winter Hill. Joanna, entretanto, fue en el coche a New Sharon, y usó un rollo y medio de película en colores fotografiando un refugio de pájaros.

Pete obtuvo el papel principal de su clase para la función de Navidad. Walter, en el viaje de vuelta, perdió una noche su billetera, si no se la robaron.

Joanna llevó dieciséis fotografías a la agencia. Bob Silberberg, con quien trataba allí, demostró una admiración muy halagadora, pero dijo que por el momento no hacían contratos con nadie. Retuvo las fotos, y prometió hacerle saber, en un par de días, si encontraba algunas vendibles. Ella, decepcionada, almorzó con una vieja amiga, Doris Lombardo, y después se fue a comprar los regalos de Navidad para sus padres y para Walter.

Le devolvieron diez fotografías, entre ellas «Receso nocturno», que instantáneamente resolvió presentar en el próximo concurso de la
Saturday Review.
Una de las seis que la agencia había aceptado y se encargaría de colocar, era «Estudiante», la de Jonny Markowe ante su microscopio. Llamó a Bobbie para contarle la noticia, y dijo:

—Daré a Markowe el diez por ciento de las ganancias.

—¿Significa que podemos dejar de pagarle su cuota semanal?

—Me parece que no. La mejor, me ha producido hasta ahora algo más de mil dólares; pero las otras dos, apenas unos doscientos cada una.

—No está tan mal, después de todo, para una criatura que es el vivo retrato de Peter Lorre —dijo Bobbie—. Me refiero a él, no a ti. Oye, iba a llamarte en este momento. ¿Puedes alojar a Adam por el fin de semana? ¿Lo harías?

—Sin duda. Pete y Kim estarían encantados. ¿Por qué?

—Dave sufre un arrechucho pasional, y vamos a pasar un fin de semana juntos, los dos solitos. Una segunda luna de miel.

La sensación de algo que se repetía, de algo
déjàvu,
rozó a Joanna fugazmente. Se la sacudió y dijo:

—¡Qué maravilla!

—Ya encontramos alojamiento para Jonny y Kenny en la vecindad, pero se me ocurrió que Adam se divertiría más en tu casa.

—Seguro. Y me ayudará a evitar que Pete y Kim se peleen todo el tiempo. Y ustedes qué piensan hacer, ¿van a ir a la ciudad?

—No, nos quedaremos aquí mismo. Aislados por la nieve, si nuestras esperanzas se cumplen. Te lo llevaré mañana, después de la escuela, ¿te viene bien?, y volveré a buscarlo el domingo, a última hora.

—Estupendo. ¿Qué tal anda la caza de casas?

—Regular. Hoy por la mañana vi una divina en Norwood, pero no se desocupa hasta el primero de abril.

—Espera hasta entonces.

—No, gracias. ¿Quieres que nos reunamos un rato?

—No puedo. Tengo imprescindiblemente que limpiar un poco.

—¿Ves cómo estás cambiando? El maleficio de Stepford empieza a obrar.

Una mujer de color, con bufanda anaranjada y abrigo a franjas, de piel sintética, aguardaba de pie ante el escritorio de la biblioteca, posadas las puntas de los dedos sobre una pila de libros. Dirigió una breve mirada a Joanna, y esbozó una inclinación de cabeza y una casi sonrisa. Ella le devolvió el casi saludo, y la mujer negra volvió los ojos a otro lado: a la silla vacía, detrás del escritorio, y a los anaqueles cargados de libros, detrás de la silla. Era alta y de cutis color canela, pelo negro crespísimo, grandes ojos castaños y apariencia exótica y atractiva. Podía tener unos treinta años.

Joanna, acercándose al escritorio, se quitó los guantes y sacó su tarjeta del bolsillo. Miró el cartelito con el nombre de Miss Austrian sobre el escritorio y, un poco más lejos, la pila de libros bajo los largos y finos dedos de la negra.
Una cabeza cortada
de Iris Murdoch;
Yo sé por qué cantan los pájaros en su jaula,
y, por último,
El mago.
Miró la tarjeta que ella misma había llenado: Autor: Skinner; título:
Más allá de la libertad y la dignidad;
fecha de entrega: 12 de diciembre. Hubiera querido decir alguna palabra de amistosa bienvenida a la mujer de color —esposa o hija, seguramente, de la familia que la delegada del Comité de Recepción había mencionado—; pero no quería adoptar la actitud protectora de una liberal blanca. ¿Diría algo si la mujer no fuera negra? Sí, por supuesto, en las mismas circunstancias, ella...

—Podríamos arrear con todo lo que nos diera la gana —dijo la negra.

—Y deberíamos hacerlo —dijo Joanna con una sonrisa—; para que aprenda a permanecer en su puesto. —Y señaló hacia el escritorio con un cabezazo.

La negra sonrió:

—¿Siempre está esto tan desierto?

—Yo nunca lo había visto así —contestó Joanna—. Pero siempre he venido por la tarde y en sábado.

—¿Hace mucho que vive en Stepford?

—Tres meses.

—Yo tres días —dijo la negra.

—Espero que le guste.

—Creo que me va a gustar.

Joanna le tendió la mano y se presentó, sonriendo:

—Soy Joanna Eberhart.

—Ruthanne Hendry —dijo la negra, sonriendo y estrechándole la mano.

Joanna ladeó la cabeza y la miró de soslayo:

—Conozco ese nombre. Lo he leído en alguna parte.

La otra volvió a sonreír:

—¿Tiene hijos chicos?

Joanna asintió, intrigada.

—He escrito un libro para niños:
Penny tiene un plan.
Está aquí. Lo primero que hice fue consultar el catálogo.

—¡Pero, claro! Acabé de leérselo a Kim hace un par de semanas. ¡La deleitó! Y también a mí. ¡Es tan bueno encontrar un libro donde una niña hace positivamente algo, fuera de servir el té a sus muñecas!

—Ingeniosa propaganda —sonrió Ruthanne.

—Y usted dibujó, además, las ilustraciones. ¡Eran estupendas!

—Gracias.

—¿Está escribiendo otro?

Ruthanne Hendry asintió.

—Tengo planteado uno. Empezaré a concretarlo apenas estemos instalados.

—Perdonen ustedes —dijo Miss Austrian, que llegaba cojeando en ese momento, desde el fondo de la sala—. Está todo tan tranquilo aquí por las mañanas, que yo... —Se detuvo, parpadeó y se acercó a ellas cojeando— ...trabajo en la oficina. Hay que poner uno de esos timbres que suenan con unos golpecitos. Hola, Mrs. Eberhart.

Y sonrió a las dos.

—Hola —dijo Joanna—. Le presento a Ruthanne Hendry, autora de uno de los libros que hay aquí:
Penny tiene un plan.

—¡Ooh! —Miss Austrian se dejó caer en su silla pesadamente, y se cruzó de brazos, sujetándolos con sus manos rosadas y regordetas—. Es un libro muy popular —añadió—. Tenemos dos ejemplares en circulación, y los dos son reposiciones.

—Me gusta esta biblioteca. ¿Puedo suscribirme? —preguntó Ruthanne.

—¿Reside usted en Stepford?

—Sí. Acabo de mudarme.

—En tal caso, la recibiremos gustosos. Miss Austrian abrió un cajón, sacó una tarjeta en blanco y la depositó sobre la mesa, junto a los libros.

Ante el mostrador del pequeño bar del centro, sin más parroquianos que dos operarios del servicio telefónico, Ruthanne revolvió su café y, mirando fijamente a Joanna, le preguntó:

—Dígame con franqueza: ¿hubo mucho revuelo cuando se supo que habíamos comprado casa aquí?

—Ni el más mínimo, que yo sepa. En este pueblo no puede haber revuelos... por nada. No hay ningún lugar para que la gente se encuentre con el prójimo, salvo la «Asociación de Hombres».

—Por ese lado, todo anda bien. Royal va a ser recibido como socio mañana por la noche. Pero las mujeres de la vecindad...

—Oh, escuche, eso no tiene nada que ver con el color, créalo. Son así con todo el mundo. Les falta tiempo para tomar una taza de café con usted, ¿verdad? ¿Están siempre atadas a sus tareas domésticas?

Ruthanne movió la cabeza afirmativamente.

—Por mí no me importa —dijo—. Me basto a mí misma, y no necesito a nadie, de lo contrario me habría opuesto a la mudanza, pero yo...

Joanna le habló de las mujeres de Stepford, y también de Bobbie, tan asustada de llegar a ser igual a ellas, que hasta planeaba irse de allí, para evitarlo.

Ruthanne sonrió.

—No hay peligro de que yo me convierta en una fregona. Si ellas son así, estupendo. Me preocupaba que se tratara de un prejuicio de color, únicamente por las chicas.

Tenía dos, de cuatro y seis años, y su marido, Royal, era director del Departamento de Sociología en una Universidad de la ciudad. Joanna le habló de Walter, de Pete y Kim, y de sus actividades fotográficas.

Se dieron sus números de teléfono respectivos.

—Me convertí en una anacoreta cuando trabajaba en Penny —dijo Ruthanne—, pero ya la llamaré, tarde o temprano.

—La llamaré yo —dijo Joanna—. Si está ocupada, no tiene más que decírmelo. Quiero que conozca a Bobbie. Estoy segura de que simpatizarán.

Camino de sus coches, que habían estacionado delante de la biblioteca, Joanna vio a Dale Coba, mirándola desde cierta distancia. Estaba de pie, con un cordero en los brazos, junto a un grupo de hombres que armaban un pesebre cerca del
cottage
de la «Sociedad Histórica». Lo saludó con una inclinación de cabeza y él, apretando el cordero, que parecía vivo, le devolvió el saludo y le sonrió.

Ella le dijo a Ruthanne quién era, y le preguntó si sabía que Ike Mazzard vivía en el pueblo.

—¿Quién?

—Ike Mazzard, el dibujante.

Ruthanne no tenía noticia de su existencia, lo que hizo que Joanna se sintiera muy vieja O demasiado blanca.

Tener a Adam con ellos durante el fin de semana no fue una bendición. El sábado, los tres chicos jugaron divinamente, dentro y fuera de la casa. En cambio, el domingo, un día de perros, nublado y frío, cuando Walter reivindicó sus derechos al comedor de diario para ver fútbol (cosa bastante justa después del paseo del domingo anterior), Adam y Pete atravesaron una serie de transformaciones, y fueron sucesivamente: soldados del
Fuerte Sábana,
que improvisaron con una, y la mesa, en el comedor; exploradores en el sótano. (¡Cuidadito con entrar en ese cuarto oscuro!); conductores del Star Treck, en el cuarto de Pete. Y lo curioso era que todos esos personajes tenían un solo enemigo común, llamado Kim-Adoquín, a quien alejaban con gritos y con burlas, vigilando que no estorbara sus aprestos de defensa. Y la pobre Kim, empeñada en jugar con ellos, se resistía como un verdadero adoquín a cualquier otra cosa: no quería dibujar, ni ayudar a poner en orden los negativos, ni siquiera (Joanna desesperada ya no sabía qué proponerle) a hacer galletitas. Adam y Pete ignoraron las amenazas; Kim ignoró las zalamerías: Walter lo ignoró todo.

Joanna se alegró cuando llegaron Bobbie y Dave para llevarse a Adam.

Pero también se alegró de haberlo tenido allí, cuando vio el aspecto radiante del papá y la mamá. Bobbie, peinada de peluquería, estaba absolutamente preciosa, fuese por el maquillaje o por haber hecho el amor; por las dos cosas probablemente.

Dave parecía ufano, reanimado y feliz. Un frío tonificante entró con ellos en el
hall.

—¿Qué tal, Joanna, cómo han andado las cosas? —preguntó Dave, frotándose las manos enguantadas de cuero.

Y Bobbie, arrebujada en su abrigo de zorrino, dijo a su vez:

—Espero que Adam no haya sido una molestia.

—No, ni pizca —contestó Joanna—. Ustedes dos parecen la flor de la maravilla.

—Y así nos sentimos —afirmó Dave.

A lo que Bobbie añadió, sonriendo:

—Ha sido un fin de semana delicioso. Gracias por ayudarnos a conseguirlo.

—De nada. Yo también les voy a encajar a Pete por un fin de semana, uno de estos días.

—Estaremos encantados de recibirlo —dijo Bobbie.

—Cuando se te ocurra, no tienes más que decir una palabra —añadió Dave, y llamó—:
¿Adam? ¡Ya es hora de irse!

—Está arriba, en el cuarto de Pete.

Dave hizo bocina con sus manos enguantadas, y gritó:


¡Adam! ¡Estamos aquí! ¡Busca tus cosas!

—Quítense los abrigos —propuso Joanna.

—Tenemos que buscar a Jonny y a Kenny —dijo Dave.

—Seguramente te vendrá bien un poco de paz y de silencio —dijo Bobbie—. Debió ser agotador.

—Reconozco que no ha sido precisamente el domingo más apacible de mi vida. Sin embargo, la jornada de ayer fue estupenda.

—¡Salud, amigos! —dijo Walter que llegaba de la cocina con un vaso en la mano.

—Hola, Walter —dijo Bobbie.

—¡Salud, hermano! —dijo Dave.

—¿Qué tal la segunda luna de miel? —preguntó Walter.

—Mejor que la primera; sólo que más corta —le contestó Dave con un guiño sonriente.

Joanna miró a Bobbie, esperando que saliera con una broma de las suyas, pero ella se limitó a sonreírle, y volvió los ojos a la escalera.

Adam estaba allí, ladeado, para no bloquearla con su bolsa de mercado.

—Hola, pastillita de goma —dijo Bobbie—.. ¿Has pasado un buen fin de semana?

—No quiero irme —declaró Adam.

Y Kim, que estaba detrás de él, con Pete, preguntó:

—¿No puede quedarse otra noche?

—No, querida, mañana hay clase —dijo Bobbie.

—Vamos, compañero, tenemos que ir a buscar al resto de la mafia —dijo Dave.

Adam siguió bajando, enfurruñado, y Joanna fue a buscar su capote y sus botas al armario.

—Oye, Walter, tengo información sobre esas acciones que te interesaban —dijo Dave.

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