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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

Las poseídas de Stepford (9 page)

BOOK: Las poseídas de Stepford
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—¿Tú quieres que nos mudemos?

Ella lo miró con incertidumbre. Los ojos azules de Walter, que aguardaban la respuesta, no daban ningún indicio de sus sentimientos.

—No —dijo al fin Joanna—. No ahora, cuando estamos todos instalados. La casa es buena... Y sí: estoy segura de que sería más feliz en Eastbridge o en Norwood. Desearía que hubiéramos buscado en uno de esos pueblos.

—Vaya una respuesta inequívoca: no y sí —sonrió Walter.

—Pongamos un sesenta contra cuarenta por ciento —dijo Joanna.

Él se apartó de la alacena contra la cual estaba apoyado:

—Bueno, si la proporción llega a ser de cero contra cien, nos mudaremos.

—¿Querrías?

—Seguro. Si te sintieras realmente desdichada. No querría que fuera durante el año escolar...

—No, claro que no.

—Pero podríamos mudarnos en el verano próximo. No creo que perdiéramos nada, salvo el tiempo y los gastos de mudanza y embalaje.

—Es lo que dijo Bobbie.

—De manera que todo es cuestión de que te decidas.

Walter consultó su reloj y salió de la cocina.

—¿Sí?

Ella se adelantó hasta donde podía verlo, y se quedó parada en el pasillo.

—Gracias. Me siento mejor ahora —dijo, sonriendo.

—Eres tú quien tiene que pasar aquí todo el día, no yo —dijo Walter, y entró en el escritorio.

Joanna lo vio irse, volvió a la cocina, y echó un vistazo por la abertura hacia el comedor de diario. Pete y Kim, sentados en el suelo, miraban televisión... ¿El presidente Kennedy y el presidente Johnson juntos? ¡Qué raro! No: simplemente figuras que los representaban.

Miró un momento más, fue al fregadero y raspó los últimos platos.

También Dave estaba dispuesto a mudarse en cuanto acabara el período escolar.

—Accedió tan fácilmente, que le hubiera dado las gracias de rodillas —dijo Bobbie por teléfono a la mañana siguiente—. Lo único que espero es resistir hasta junio.

—Bebe agua mineral, por si acaso —bromeó Joanna.

—¿Crees que no? Acabo de mandar a Dave a comprar unas botellas.

Joanna se echó a reír.

—Ríe todo lo que quieras. Por unos pocos centavos diarios, más vale prevenir que lamentar. Además, he resuelto mandar una carta al Departamento de Salud. Pero, ¿cómo lo hago sin dar la impresión de una señora viejita con los tornillos flojos? Ahí está el problema. ¿Quieres ayudarme a escribir y firmar conmigo?

—Seguro. Ven más tarde. Walter está redactando un contrato de fideicomiso, y a lo mejor nos presta algunos
vistos y considerandos.

Hizo
collages
de hojas otoñales con Pete y Kim. Ayudó a Walter a colocar las contraventanas de tormenta y se reunió con él en la ciudad, para ir a una cena de socios-y-sus-esposas: el plomo habitual de cordialidad falsa y auténtica inspección de trapos. Llegó un cheque de la agencia: doscientos dólares, por cuatro usos de su mejor fotografía.

Se encontró con Marge McCormick en el supermercado —sí, había tenido una indisposición, pero ya estaba bien, gracias—; con Frank Roddenberry en la ferretería: —«Hola, Joanna, ¿cómo le va?»— y con la delegada del Comité de Recepción, a la salida.

—Una familia negra viene a vivir en Gwendolyn Lane. Pero yo pienso que eso es bueno. ¿Usted no?

—Sí, yo pienso lo mismo.

—¿Ya tiene todo preparado para el invierno?

—Ahora sí. —Sonriendo le mostró la bolsa de alimento para pájaros que acababa de comprar.

—¡Aquí es divino! —dijo la delegada del Comité de Recepción—. Usted es la fotógrafa, ¿verdad? ¡Debería tomarse un día de campo!

Llamó a Charmaine y la invitó a almorzar.

—No puedo, Joanna, lo siento mucho. ¡Tengo tanto que hacer en la casa! Tú sabes lo que es eso.

Claude Axhelm llegó un sábado a la tarde, para verla a ella, no a Walter. Llevaba consigo un estuche.

—Tengo un proyecto, en el que trabajo desde hace tiempo en mis horas libres —dijo, dando vueltas por la cocina, mientras Joanna le preparaba una taza de té—. Quizás haya oído hablar de él. He andado buscando cierto número de personas, para que me graben cintas con varias listas de palabras y sílabas. Los hombres lo hacen en la «Asociación», las mujeres en su casa.

—Sí, ya me he enterado.

—Cada persona me dice dónde nació, todos los lugares donde ha vivido, y por cuánto tiempo. —Siguió dando vueltas por la cocina, y tocando al pasar las manijas de los gabinetes—. Más adelante, voy a alimentar con todo eso una computadora, acompañando cada cinta con los correspondientes datos geográficos. Obtenidas las muestras suficientes, estaré en condiciones de alimentar la computadora con una cinta sin datos —deslizó un dedo a lo largo de la arista de una alacena, y miró a Joanna con sus ojos brillantes—: Y aunque sea una cinta muy breve, de unas pocas palabras o una oración, la computadora estará en condiciones de proporcionar una filiación geográfica de la persona: su lugar de origen y los lugares donde ha residido. Una especie de Henry Higgins electrónico. Pero no me interesa solamente como un alarde técnico: lo veo como un instrumento útil en la actividad policial.

—Mi amiga Bobbie Markowe... —empezó Joanna.

—La esposa de Dave, por supuesto.

—...se quedó afónica después de grabar para usted.

—Porque se apresuró demasiado —dijo Claude—. Lo despachó todo en un par de noches. Usted no necesita hacerlo tan rápidamente. Le dejo el grabador. Puede tomarse el tiempo que quiera. ¿Acepta? Sería una gran ayuda para mí.

Llegó Walter del jardín: había estado quemando hojas secas en el fondo, con Pete y Kim. Los dos hombres se saludaron y se estrecharon la mano.

—Perdona —dijo Walter a Joanna—. Debí avisarte que Claude iba a venir a hablar contigo. ¿Crees que podrás ayudarlo?

—Tengo tan poco tiempo disponible...

—Hágalo en los minutos libres. No importa que tarde unas semanas.

—Bueno, si usted no tiene inconveniente en dejar tantos días el grabador...

—Y recibirá un obsequio en retribución —dijo Claude, abriendo el estuche sobre la mesa—. Mire: le dejo una banda extra; usted graba algunas canciones de cuna, o cualquier cosita que acostumbre cantarles a sus pequeños, y yo traslado la grabación a un disco. Si sale alguna noche, la
baby sitter
podrá hacérselo escuchar.

—¡Oh, qué buena idea! —dijo Joanna.

—Podrías cantar
The Goodnight Song
y
Good Morning Starshine
—sugirió Walter.

—Todas las que quiera. Cuantas más, mejor —dijo Claude.

—Será conveniente que vuelva al jardín —dijo Walter—. La fogata sigue encendida. Te veré luego, Claude.

—De acuerdo.

Joanna le dio a Claude su té, y él le enseñó cómo se cargaba y manejaba el elegante grabador de estuche negro. Le entregó ocho carretes de repuesto en sus cajitas amarillas, y una carpeta negra, de hojas crespas y remendadas.

—¡Dios mío! ¡Qué trabajito me espera! —exclamó Joanna, pasando las páginas, mecanografiadas a tres columnas.

—Anda rápido —le aseguró Claude—. No tiene más que articular claramente cada palabra, en su voz normal, y hacer una pequeña pausa antes de la siguiente. Y fíjese que la aguja permanezca en rojo. ¿Quiere practicar?

Compartieron la Cena de Acción de Gracias con Dan, el hermano de Walter, y su familia. La reunión había sido arreglada por la madre de ambos y, de acuerdo con sus intenciones, debía ser una reconciliación entre los dos hermanos, distanciados durante un año, a raíz de una disputa referente a la propiedad paterna. Pero ocurrió que la disputa volvió a estallar con más acritud, porque en el ínterin la propiedad disputada había adquirido más valor. Walter gritó, Dan gritó, la madre de ambos gritó más fuerte, y Joanna tuvo que dar difíciles explicaciones a Pete y a Kim, en el automóvil que los llevaba de vuelta a su casa.

Tomó fotos de Jonathan, el primogénito de Bobbie, aplicado a su microscopio, y de unos peones podando árboles en la carretera de Norwood. Estaba tratando de obtener, como mínimo, doce fotografías de primer orden, para llenar un álbum que deslumbrara a la agencia y la persuadiera de ofrecerle un contrato. La primera nevada cayó una noche cuando Walter estaba en la «Asociación». Joanna la contempló desde la ventana del escritorio: era un polvillo de nieve chispeante, que se arremolinaba en el aire, a la luz de la lámpara eléctrica del poste. Nada del otro mundo. Pero ya vendría más, y con ella juegos, buenas fotografías y el fastidio de las botas y las ropas para nieve.

Del otro lado de la calle, junto a la ventana del
living
de su casa, estaba sentada Donna Claybrook, lustrando algo que parecía un trofeo deportivo, pule que te pule, con movimientos automáticamente regulados. Joanna la observó y meneó la cabeza. «Las casadas de Stepford no paran un momento», se dijo.

Sonaba como el primer verso de un poema.

Las casadas de Stepford no paran un momento.
Tata ta tatata
hasta el último aliento.
¿Como robots trabajan? Sí, quedaba bien.
Como robots trabajan hasta el último aliento.

Sonrió. ¡Tendría gracia mandar
eso
a la C
rónica!

Fue al escritorio, se sentó y apartó el lápiz que había dejado de señal sobre la página mecanografiada. Escuchó unos segundos (atenta al silencio del piso alto) y puso en marcha el grabador. Con un dedo sobre la página, se inclinó hacia el micrófono, sostenido por el dibujo enmarcado de Ike Mazzard, y articuló cuidadosamente:

—Traba. Trabajo. Trabar. Trabe. Trabilla. Trabo. Trabuco. Tracción. Tractor. Traje. Trajín. Trajo.

CAPÍTULO SEGUNDO

Sólo querría mudarse, decidió, si encontraba una casa absolutamente perfecta que, además de tener el número adecuado de habitaciones del tamaño adecuado, no requiriera prácticamente pintura ni reformas, y contara con un cuarto oscuro hecho y derecho, o algo que lo remplazara satisfactoriamente. Y no debía costar más de los cincuenta mil y pico que habían pagado (y todavía podían obtener, según la firme convicción de Walter) por la casa de Stepford.

Una elevada exigencia, sin duda, y Joanna no iba a perder mucho tiempo tratando de llenarla. Sin embargo, salió a ver casas con Bobbie una fría y luminosa mañana de principios de diciembre.

Bobbie, por su parte, salía con ese fin
todas
las mañanas. Apenas encontrara algo conveniente (y sus pretensiones eran mucho más flexibles que las de su amiga) había resuelto presionar a Dave para que se mudaran de inmediato, aunque los chicos tuvieran que cambiar de escuela en mitad del año escolar.

—Es mejor una pequeña alteración en sus vidas que una madre
zombizada
—alegaba.

Bebía realmente agua mineral, y se negaba a comer el más insignificante producto cultivado en la región.

—También se puede comprar oxígeno envasado, como sabes... —le decía Joanna.

—Tómalo a pitorreo. Ya te veo comparando el polvo de lavar «Ayax» con el de la marca que usas actualmente.

La búsqueda inclinó a Joanna a seguir buscando. Las mujeres que conocieron en Eastbridge —las propietarias de inmuebles y una agente de propiedades llamada Miss Kirgassa— eran despiertas, animadas y originales. El contraste acentuaba la uniforme placidez de las mujeres de Stepford. Eastbridge ofrecía, por añadidura, una amplia gama de actividades colectivas, tanto para mujeres, como para hombres y mujeres. Hasta se estaba constituyendo una rama de la NOW.

—¿Por qué no buscaron aquí primero? —preguntó Miss Kirgassa, zangoloteando su coche a una velocidad estremecedora por un camino en zigzag.

—Mi marido había oído hablar de Stepford —contestó Joanna, aferrándose al apoyabrazos, vigilando el camino, saltando sobre los suspirados frenos.

—Es un pueblo
muerto.
Nosotros estamos mucho más al día.

—Sin embargo, nos gustaría volver una vez más para empaquetar —dijo Bobbie desde el asiento trasero.

Miss Kirgassa lanzó una carcajada.

—Puedo conducir por estos caminos con los ojos vendados —aseguró—. Y deseo mostrarles dos casas más, después de ésta.

Camino de Stepford, Bobbie declaró:

—Ese trabajo me viene como anillo al dedo. Voy a ser agente de propiedades, acabo de resolverlo. Uno sale, conoce gente, y puede meter la nariz en los armarios del prójimo. Además, se fija el horario que le conviene. Lo digo en serio. Voy a ver cuáles son los requisitos.

Recibieron una larga carta (dos carillas) del Departamento de Salud. Se les aseguraba que su interés en la protección ambiental era compartido solidariamente por el Gobierno de su Estado y por el gobierno de su jurisdicción. Los establecimientos industriales en toda la extensión del territorio, estaban sometidos a rigurosas reglamentaciones tendentes a impedir la contaminación ambiental, entre ellas, las que se enumeraban seguidamente. Para mantenerlas en vigor, se procedía a efectuar, aparte y en apoyo de las inspecciones frecuentes, un examen periódico de muestras del suelo, el agua y el aire. No había indicio alguno de contaminación nociva en la zona de Stepford, ni de agente químico alguno que, surgido espontáneamente, pudiera producir un efecto tranquilizante o depresivo. Podrían estar seguras de que su preocupación carecía de fundamento, a pesar de lo cual se apreciaba debidamente su carta.

—Mucho olor y poco estiércol —comentó Bobbie, y se atuvo al agua mineral.

Cada vez que iba a casa de Joanna, llevaba consigo un termo de café.

Walter estaba tendido de costado. Y le daba la espalda, cuando ella salió del cuarto de baño. Joanna se sentó en la cama, apagó el velador y se metió bajo la sábana. Se acostó, y se quedó mirando el cielo raso, que generalmente iba cobrando forma allá arriba.

—¿Walter? —murmuró.

—¿Humm?

—¿Te resultó... bien?

—Claro. ¿A ti no?

—Sí.

Él no dijo nada.

—Tuve la impresión de que no te había resultado... Las últimas veces...

—No, ¿por qué? Fue tan agradable como siempre.

Joanna estaba tendida de espaldas. Veía el cielo raso. Pensó en Charmaine, que no quería dejarse alcanzar por Ed. (¿O había cambiado también en eso?) Recordó la alusión de Bobbie a las ideas raras de Dave.

—Buenas noches —dijo Walter.

—¿Hay alguna cosa que yo no hago, y tú desearías que hiciera? ¿O que yo hago, y tú desearías que no hiciera? —preguntó Joanna.

Hubo un silencio, y después Walter dijo:

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