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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

Las poseídas de Stepford (6 page)

BOOK: Las poseídas de Stepford
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Joanna había pasado ya la mayor parte de lo que no eran realmente trastos a un rincón del fondo del sótano, antes de que el fontanero instalara la pila, y ahora estaba pasando el resto —tarros de pintura y envoltorios de tejas de amianto—, mientras Walter martillaba una alacena de madera contrachapada, y Pete le alcanzaba los clavos. Kim había ido con las chicas de los Van Sant y Carol a la biblioteca.

Joanna desenrolló un envoltorio de papel de diario amarillento, y encontró un pincel de una pulgada, con las cerdas limpias un poco endurecidas, pero todavía flexibles. Empezaba a enrollarlo de nuevo en el diario —media hoja de la
Crónica
— cuando las palabras CLUB DE MUJERES atrajeron su atención. EL CLUB DE MUJERES ESCUCHA A UNA ESCRITORA. Volvió el papel y miró.

—¡Dios santo!

Pete la miró y Walter, sin interrumpir los martillazos, dijo:

—¿Qué ocurre?

Sacó el pincel del diario, lo dejó en el suelo, sostuvo con ambas manos la media hoja desplegada, y empezó a leer.

Walter dejó de martillar, se volvió a mirarla y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Siguió leyendo un momento. Le miró, miró el diario, luego a Walter otra vez. Dijo:

—Había... un club
de mujeres
aquí. Betty Friedan habló para ellas. Y
Kitt Sundersen
era la presidenta. La mujer de Dale Coba y la de Frank Roddenberry pertenecían a la comisión directiva.

—¿Estás bromeando?

Joanna bajó los ojos al diario y leyó: «Betty Friedan, autora de
La mística femenina,
dirigió la palabra a las socias del «Club de Mujeres» de Stepford, el jueves por la noche, en casa de Mrs. Herbert Sundersen, presidenta de la institución. Más de cincuenta mujeres aplaudieron a Mrs. Friedan cuando se refirió a las injusticias y frustraciones a que está sometida la mujer casada en nuestros tiempos...» Alzó los ojos.

—¿Puedo seguir un rato yo? —pidió Pete.

Walter le tendió el martillo y preguntó a Joanna:

—¿Cuándo fue eso?

Ella miró el diario:

—No lo dice. Es la mitad inferior. Hay una foto de la comisión directiva: «Mrs. Steven Margolies, Mrs. Dale Coba, la escritora Betty Friedan, Mrs. Herbert Sundersen, Mrs. Frank Roddenberry y Mrs. Duane T. Anderson.»

Le tendió la media hoja abierta, y él se acercó y tomó un lado.

—Si esto no es el colmo de lo absurdo... —comentó, observando la fotografía y el artículo.

—Yo hablé con Kit Sundersen, y no me dijo una palabra al respecto. Solamente que no tenía tiempo para una reunión. Como todas las demás.

—Debió ser hace seis o siete años —aventuró Walter, palpando los bordes del papel amarillento.

—O más. La mística apareció cuando yo trabajaba todavía. Andreas me dio el ejemplar que había usado para la reseña. ¿Te acuerdas?

Él asintió y se volvió hacia Pete, que estaba martillando la alacena vigorosamente.

—¡Eh, cuidado! Vas a dejar marcas. —Se volvió de nuevo al diario—. Bueno, es bastante tiempo, ¿no? Debe haber fracasado, simplemente.

—¿Con cincuenta socias? ¿Más de cincuenta... que aplaudían a la Friedan, no la silbaban?

—Bueno, ya no existe, ¿verdad? —dijo Walter, soltando el papel—. Salvo que hayan tenido la peor encargada de relaciones públicas del mundo. Le preguntaré a Herb lo que pasó la próxima vez que lo vea.

Se acercó nuevamente a Pete:

—Vaya, has hecho un buen trabajo.

Joanna miró el diario y meneó la cabeza:

—¡No lo puedo creer! ¿Quiénes eran esas cincuenta mujeres? No es posible que todas se hayan mudado a otra parte...

—Vamos, vamos. Tú no has hablado con todas las mujeres del pueblo.

—Pero Bobbie sí, o le faltó muy poco.

Dobló el papel, lo volvió a doblar y lo colocó sobre la caja de su equipo. El pincel estaba en el suelo. Lo recogió.

—¿Necesitas un pincel?

Walter volvió la cabeza:

—No pretenderás que pinte estas cosas.

—No, no. Estaba envuelto en el diario.

—Ah —dijo él, y volvió a la alacena.

Joanna dejó el pincel, se agachó y juntó unas tejas sueltas.

—¿Cómo es posible que no lo mencionara? Era la presidenta...

Apenas Bobbie y Dave entraron en el coche, se lo contó.

—¿Estás segura de que no es uno de esos periódicos que se imprimen en las galerías de tres al cuarto? —dijo Bobbie—. «Fred Smith se acuesta con Elizabeth Taylor», y cosas por el estilo.

—Es la enferma
Crónica
—afirmó Joanna—. La mitad inferior de la primera hoja. Aquí la tienes, si quieres ver.

La tendió al asiento de atrás, y ellas la desplegaron en medio de las dos. Walter encendió la luz de arriba.

—Podrías haber ganado una hermosa suma, si me hubieras hecho una apuesta y después me la hubieras mostrado —dijo Dave.

—No se me ocurrió.

—¡Más de cincuenta mujeres! —exclamó Bobbie—. ¿Quiénes diablos eran? ¿Qué pasó con el club?

—Eso es lo que yo quiero saber —dijo Joanna—. Y por qué no me lo mencionó Kit Sundersen. Mañana mismo voy a hablar con ella.

Viajaron hasta Eastbridge y se pusieron en la cola para la función de las nueve: una película inglesa de categoría R. Las parejas de la cola eran bulliciosas y charlatanas: arracimadas en grupitos de cuatro y de seis, reían, miraban hacia el final de la cola, y saludaban con la mano a otras. No parecía haber nadie conocido, excepto un matrimonio de cierta edad, que Bobbie reconoció de la «Sociedad Histórica», y el muchacho de los McCormick con su pareja —dos chicos de diecisiete, solemnemente tomados de la mano para aparentar dieciocho.

La película era «brutalmente buena», convinieron los cuatro, y después que terminó volvieron en automóvil a casa de Bobbie y Dave, que estaba caótica: los chicos no se habían acostado y el perro ovejero brincaba alegremente por todas partes. Cuando Bobbie y Dave consiguieron librarse de la
baby sitter,
de los chicos y del perro ovejero, se sentaron a tomar café y torta de nata en el
living,
arrasado por el torbellino.

—Ya sabía yo que no era la única irresistible —dijo Joanna al ver un croquis de Bobbie dibujado por Ike Mazzard, metido en el marco del cuadro que colgaba sobre la estufa.

—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard, ¿acaso no lo sabías? —dijo Bobbie, hundiendo el croquis en la esquina interior del marco para que estuviera más seguro, y dejando el cuadro más torcido de lo que ya estaba.

—¡Corcho! Me gustaría parecer la mitad de hermosa.

—Eres hermosa tal como eres —dijo Dave a su espalda.

—¿No es un amor de muchacho? —le dijo Bobbie a Joanna. Se volvió hacia Dave y le besó en la mejilla—. Todavía es domingo para que te levantes tan temprano.

—Joanna Eberhart —dijo Kit Sundersen, y sonrió—. ¿Cómo le va? ¿Quiere pasar?

—Sí, querida —dijo Joanna—. Siempre que usted disponga de unos minutos.

—Claro que sí. Entre.

Kit, una bonita mujer de pelo negro y hoyuelos en las mejillas, parecía apenas mayor que en la foto poco favorecedora de la
Crónica.

Alrededor de los treinta y tres, calculó Joanna, al entrar en el
hall.
El piso vinílico de color marfil relucía, como si acabara de posarse sobre él uno de esos revestimientos plásticos que se anuncian por TV. Del
living
llegaban sonidos de un partido de béisbol.

—Herb está dentro, con Gary Claybrook —le informó Kit—. ¿Quiere saludarlos?

Joanna se aproximó al arco del
living
y asomó la cabeza: Herb y Gary, sentados en un sofá, miraban atentamente un gran televisor en colores, a través de la habitación. Gary tenía medio emparedado en la mano y masticaba. Delante de ellos, sobre una mesita baja, había un plato de sandwiches y dos latas de cerveza. La habitación era beige, marrón y verde; colonial e inmaculada. Joanna aguardó a que un jugador que había salido corriendo atrapara la pelota, y dijo:

—¡Hola!

Herb y Gary se volvieron y le sonrieron.

—Hola, Joanna —contestaron los dos; a lo que Gary añadió—: ¿Qué tal? —y Herb—: ¿También está Walter aquí?

—Muy bien, gracias. No, Walter no está —dijo ella—. Yo vine a conversar un momento con Kit. ¿Bueno el partido?

Herb desvió los ojos y Gary contestó:

—Muy bueno.

Kit, que estaba detrás de Joanna y olía al perfume de la madre de Walter, cualquiera que fuese, le dijo:

—Venga, vamos a la cocina.

—Que se diviertan —dijo Joanna a los dos hombres.

Gary, que había clavado los dientes en un sandwich, le sonrió con los ojos, a través de los cristales. Herb la miró y contestó:

—Gracias. Eso deseamos.

Joanna siguió los pasos de Kit sobre el vinílico de pseudorrevestimiento plástico.

—¿Le gustaría tomar una taza de café?

—Gracias, no se moleste.

La siguió hasta la cocina, que olía a café. Estaba impecable, naturalmente, o lo habría estado, de no ser por la secadora abierta, y por la pila de ropa limpia y la canasta para ropa que había sobre una mesa, encima de la secadora. El ojo redondo de la lavadora se revolvía, borrascoso. El piso era un nuevo despliegue de plástico.

—Está todavía sobre la cocina —dijo Kit—, de modo que no sería ninguna molestia.

—Bueno, siendo así...

Se sentó a una mesa redonda verde, mientras Kit sacaba una taza y un plato, de una alacena cuidadosamente arreglada: todas las tazas colgadas de sus ganchos, todos los platos alineados en sus soportes.

—Ahora todo es paz y silencio —dijo Kit, cerrando la alacena y yendo hacia la cocina. Su figura, en el vestido celeste corto, era casi tan despampanante como la de Charmaine—. Los chicos fueron a casa de Gary y Donna. Yo estoy haciendo el lavado de Marge McCormick. No sé qué compostura tiene hoy que no se puede mover.

—¡Oh, pobre!

Kit sujetó con las puntas de los dedos la tapa de una cafetera, y sirvió el café.

—No dudo de que estará como nueva en un par de días. ¿Cómo lo toma, Joanna?

—Con leche y sin azúcar, por favor.

Kit se dirigió al refrigerador con la taza y el plato.

—Si viene a hablarme otra vez de esa reunión, lamento decirle que sigo estando terriblemente ocupada.

—No se trata de eso —dijo Joanna. Observó atentamente a Kit, que en ese momento abría el refrigerador, y prosiguió—: Quería averiguar lo que ocurrió en el «Club de Mujeres».

—¿El «Club de Mujeres»? —Estaba de pie ante el refrigerador iluminado, de espaldas a Joanna—. ¡Oh, hace tantos años de eso! Se deshizo.

—¿Por qué?

Kit cerró el refrigerador y abrió un cajón adyacente.

—Varias socias se fueron a vivir a otro lado. —Cerró el cajón y se volvió, colocando una cucharilla sobre el plato—. Y el resto, simplemente perdió interés. Yo, por lo menos, lo perdí.—Se dirigió a la mesa, vigilando la taza—. No cumplía ninguna finalidad útil. Las reuniones resultaron abrumadoramente aburridas al cabo de un tiempo... —Dejó el plato y la taza sobre la mesa, y los empujó más cerca de Joanna—. ¿Tiene suficiente leche?

—Sí, está muy bien. Gracias. ¿Cómo es posible que no me hablara de eso cuando vine la vez pasada?

Kit sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.

—Usted no me preguntó nada. De lo contrario, le habría dicho cualquier cosa que deseara saber. No es ningún secreto. ¿Querría un trozo de torta o unas galletitas?

—No, gracias.

—Voy a doblar estas cosas.

Kit se apartó de la mesa. Joanna la observó mientras cerraba la secadora, tomaba una pieza de ropa de la pila, y la sacudía: era una camiseta.

—¿Qué pasa con Bill McCormick? ¿No sabe manejar una lavadora? Yo creía que era una de nuestros cerebros aeroespaciales.

—Tiene que atender a Marge —contestó Kit, doblando la camiseta—. ¡Qué suaves y blancas salen estas cosas! ¿No?

Puso la camiseta doblada en la canasta de la ropa, sonriendo.

Parecía la actriz de un comercial.

Y eso era, pensó Joanna de pronto. Ella y las demás, todas las casadas de Stepford, eran eso: actrices de comerciales, complacidas con detergentes y ceras para el piso, con productos de limpieza, champúes y desodorantes. Hermosas actrices, abundantes de busto pero escasas de talento, tan exageradas en su papel de amas de casa de un pueblo suburbano, que le quitaban toda realidad y no convencían a nadie.

—Kit... —empezó a decir.

Kit la miró.

—Usted debía ser muy joven cuando fue presidenta del club. Significa que es una persona inteligente y, de cierto empuje. ¿Es feliz ahora? Dígame la verdad. ¿Siente que está viviendo una vida plena?

Kit la miró y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí —dijo—, soy feliz. Siento que estoy viviendo una vida perfectamente plena. Herb tiene un trabajo importante, que no podría desempeñar tan bien, ni muchos menos, si no fuera por mí. Los dos constituimos una unidad: entre los dos estamos criando una familia, haciendo investigaciones de óptica, gobernando un hogar limpio y confortable, y trabajando en una obra de bien social.

—¿A través de la «Asociación de Hombres»? —Sí.

—¿Las reuniones del «Club de Mujeres» eran más aburridas que los quehaceres domésticos? Kit frunció el ceño.

—No, pero sí menos útiles. ¿Por qué no toma su café? ¿Está mal?

—No —dijo Joanna—. Estaba esperando a que se enfriara un poco. —Y levantó la taza.

—Ah. —Kit sonrió, volvió a la pila de ropa y dobló algo.

Joanna la observó. ¿Le preguntaría quiénes habían sido las otras socias? No, ¿para qué? Todas debían ser iguales a ella... Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo: el café era fuerte y aromático, el mejor que había paladeado en mucho tiempo.

—¿Cómo están sus chicos? —preguntó Kit.

—Muy bien.

Ya iba a preguntarle la marca del café, pero se contuvo y siguió bebiendo.

Quizá los paneles irregulares de la ferretería balancearan el reflejo de la luna con un efecto interesante, pero no había medio de comprobarlo; no mientras los paneles siguieran ahí, y la luna siguiera allá.
C'est la vie.
Vagabundeó un rato por el Centro, impregnándose en la sensación de vacío nocturno a través de todo el arco de la calle: a un lado, la blanca hilera de tiendas de frente colonial; al otro, la falda de la colina, la biblioteca, el
cottage
de la «Sociedad Histórica». Desperdició cierta cantidad de película en faroles y cestos de papeles —con tiempo de cliché—, pero era sólo película común, de modo que no importaba un cuerno. Un gato bajó al trote el senderito de la biblioteca —un gato gris plateado, con una negra sombra de luna adherida a las zarpas— y cruzó la calle hacia la plaza de estacionamiento del supermercado. No, gracias, las fotografías de gatos no nos entusiasman.

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