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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

Las poseídas de Stepford (3 page)

BOOK: Las poseídas de Stepford
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A las once y cuarto estaba cansada, por lo que volvió a colocar sus cosas en el lado de la mesa que le correspondía, y las de Walter donde las había encontrado; desconectó la radio, llevó su vaso a la cocina y lo enjuagó. Verificó las puertas, apagó las luces —excepto la del
hall
de entrada— y subió la escalera.

El elefante de Kim estaba tirado en el suelo. Se agachó a recogerlo y lo metió en la camita de su hija, al lado de la almohada; estiró la sábana hasta los hombros de Kim y le acarició levemente los rizos.

Pete estaba acostado de espaldas, con la boca abierta, exactamente igual que en su inspección anterior. Esperó hasta ver levantarse su pecho y salió, dejando la puerta entornada. Apagó la luz del
hall
y entró en el cuarto que compartía con Walter.

Se desvistió, se trenzó el pelo, se dio una ducha, se friccionó la cara con crema, se lavó los dientes y se metió en la cama.

Las doce menos veinte. Apagó el velador.

Tendida de espaldas, desplazó la pierna y el brazo derechos lateralmente. Echaba de menos la presencia de Walter a su lado, pero la impresión de amplitud en el contacto de las sábanas lisas y frescas, era agradable. ¿Cuántas veces se había acostado sola, desde que se casaron? No muchas; algunas noches en que él estuvo ausente de la ciudad por asuntos de Marburg-Donlevy; las que ella pasó en el hospital cuando nacieron Pete y Kim; el día que hubo un corte general de luz; la ocasión en que ella viajó a su pueblo, para asistir al funeral del tío Bert. Unas veinte o veinticinco noches, a lo sumo, en algo más de diez años. No era experiencia penosa. ¡Por Dios, si hasta la hacía sentirse de nuevo Joanna Ingalls! ¿Se acuerdan de esa muchacha?

Se preguntó si Walter estaría emborrachándose. Había bebidas alcohólicas en ese camión que conducía Gary Claybrook (¿o las cajas eran demasiado chicas para contenerlas?) Pero Walter había ido en el coche de Vic Stavros, de modo que no había inconveniente para que se emborrachara. No era muy probable en él, sin embargo: casi nunca le había ocurrido. ¿Y si el de la mona era Vic Stavros? ¡Pamplinas! No había motivo para afligirse.

La cama se sacudía. Ella estaba acostada en la oscuridad, y la cama se sacudía. Alcanzó a percibir una oscuridad más densa en el hueco de la puerta que daba al baño, y una débil claridad en los tiradores de la cómoda mientras la cama seguía sacudiéndose y sacudiéndola, con un ritmo lento y regular, marcado por los gemidos intermitentes del elástico que acompañaban cada sacudida. ¡Era Walter el que temblaba! Debía haber atrapado una fiebre infecciosa. ¿O sería un ataque de
delirium tremens?
Giró sobre sí misma y se inclinó hacia él, apoyada en un solo brazo, y buscándole a tientas la frente con el otro, escrutándolo en la oscuridad. Los ojos de Walter (vacíos) la enfocaron y se apartaron instantáneamente; todo en él se apartó de ella, y el pedazo de sábana, que Joanna acababa de advertir a la altura de su ingle, desapareció de pronto, sustituida por la forma de su cadera. La cama dejó de moverse.

¿Habría estado Walter... masturbándose?

No sabía qué pensar.

—Creí que tenías un ataque de
delirium tremens
—dijo—. O alguna fiebre infecciosa.

Walter siguió inmóvil.

—No quise despertarte. Son más de las dos. —dijo al fin.

Ella, sentada en la cama, retuvo el aliento.

Walter siguió dándole la espalda, callado.

Joanna recorrió con los ojos la habitación; reconoció las ventanas y los muebles, borrosos, a la media luz indirecta de la lamparita que quedaba encendida toda la noche en el baño de Pete y Kim. Se sujetó la trenza, tirante; se pasó la mano por el estómago.

—Pudiste despertarme. No me habría importado.

Él no contestó.

—¡Caray! No tienes que hacer
eso...

—Simplemente, no quise despertarte. Estabas profundamente dormida.

—Bueno, la próxima vez despiértame.

Walter se movió y se tendió de espaldas, sin sábana.

—¿Lo conseguiste? —preguntó Joanna.

—No.

—Pues bien —sonrió ella—. Ahora estoy despierta.

Se acostó a su lado y se volvió hacia Walter con un brazo extendido. Él se volvió hacia ella. Se abrazaron y se besaron. Walter olía a whisky.

—Digo yo, la consideración está bien —le cuchicheó Joanna al oído—; ...¡pero qué diablos!

Esa vez resultó una de las mejores, al menos para ella.

—¡Uuuuh! —resopló al volver del cuarto de baño—. Todavía me siento floja.

Walter, que estaba fumando sentado en la cama le sonrió.

Joanna se metió en la cama, se instaló cómodamente bajo el brazo de su marido, le tornó la mano y la atrajo hacia su pecho.

—¿Qué hicieron? —preguntó—. ¿Te estuvieron mostrando películas pornográficas o algo así?

—No tuve tanta suerte —sonrió Walter. Le puso su cigarrillo entre los labios, y ella aspiró una bocanada.

—Me sacaron ocho dólares con cincuenta en el póquer, y me dieron una lata sobre las pérfidas intenciones del Departamento Zonal respecto a la carretera de Eastbridge.

—Temí que pescaras una curda.

—¿Yo? Un par de copas, y pare de contar. No son grandes bebedores. ¿Y

qué hiciste?

Se lo contó y también las esperanzas que tenía en la foto del negro. Walter le habló de algunos hombres que había conocido esa noche: el pediatra recomendado por los Van Sant y los Claybrook; el ilustrador de revistas, que era la celebridad número uno de Stepford; otros dos abogados, un psiquiatra, el jefe de Policía, el gerente del Supermercado del Centro.

—El psiquiatra tendría que estar a favor de la admisión de las mujeres —observó Joanna.

—Y lo está. Así como el doctor Verry. No sondeé a nadie más. No quise presentarme como un activista furioso desde mi primera visita.

—¿Cuándo irás de nuevo? —preguntó Joanna y, de pronto (quién sabe por qué) tuvo miedo de que le contestara:
mañana.

—No lo sé —dijo Walter—. Escucha, no pienso hacer de esto una forma de vida, como lo han hecho Ted y Vic. Presumo que iré aproximadamente dentro de una semana, pero no estoy seguro. En realidad, es un poco lugareño.

Joanna sonrió, y se apretó más contra él.

Había bajado aproximadamente un tercio de la escalera, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y sosteniendo la maldita canasta de la ropa a la altura de la cara, por culpa del maldito pasamanos, cuando, ¡qué casualidad! , empezó a sonar el dos veces maldito teléfono.

No podía dejar allí la canasta, porque se caería; y tampoco podía llevarla de nuevo, porque no había espacio para volverse, con ella a cuestas. Siguió, pues, bajando despacito, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y contestando mentalmente: «¡ya va, ya va!» al timbre mandón y perentorio.

Perseveró hasta el fin y, cuando llegó a la meta, dejó la canasta en el suelo, y se encaminó al escritorio con paso airado.

—¡Hola! —dijo, tal como lo sentía, sin el menor barniz de amabilidad.

—Hola, ¿es usted Joanna Eberhart? —la voz era fuerte, alegre, un poco áspera: parecida a la de Peggy Clavenger. Pero Peggy Clavenger estaba trabajando en
Paris-Match
según las últimas noticias que tuvo de ella, y ni siquiera debía saber que se había casado, cuánto menos conocer su nueva dirección.

—Sí. ¿Quién habla? —dijo.

—No hemos sido presentadas formalmente —prosiguió la voz que no podía pertenecer a Peggy Clavenger—, pero voy a remediarlo en seguida. Bobbie, tengo el gusto de presentarte a Joanna Eberhart. Joanna, tengo el gusto de presentarte a Bobbie Markowe, con K O W E finales. Bobbie reside en Ajax Country desde hace cinco semanas, y le encantaría entablar relación con una entusiasta aficionada a la fotografía, que tiene un vivo interés por la política y por el feminismo. Ésa eres tú, a juzgar por lo que dice la
Crónica de Stepford
(puedes tomar la palabra «crónica» en el buen sentido o en el malo, según tu criterio del periodismo). ¿Han dado una impresión exacta de tu persona? ¿Verdaderamente no te quita el sueño averiguar si las escamas de jabón celestes son mejores que las de las rosadas, o viceversa? Si tuvieras completa libertad de elección, ¿optarías instantáneamente por no andar con el estropajo en la mano? ¿Hola? ¿Todavía estás ahí, Joanna? ¿Hola?

—¡Hola! Sí, aquí estoy. ¡Y cómo! ¡Vaya si estoy aquí! ¡La gran siete, vale la pena poner un aviso en los periódicos!

—¡Qué gusto da ver una cocina tan revuelta! —dijo Bobbie—. No llega precisamente a la altura de la mía (te faltan las marquitas de manos grasientas en la superficie de los gabinetes) pero está bien, muy bien. Felicitaciones.

—Si quieres puedo mostrarte unos cuartos de baño desaseados y deprimentes —propuso Joanna.

—No, gracias, prefiero tomar café.

—¿No te importa que sea del instantáneo?

—¿Quieres decir que hay otro?

Bobbie, una mujer bajita y trastona, llevaba una camiseta celeste con la figura de
Snoopy,
vaqueros y sandalias. Tenía boca grande y dientes insólitamente blancos; ojos azules que no perdían detalle; melena corta, oscura y alborotada; manos pequeñas y uñas sucias. También tenía un marido llamado Dave, que era analista de
stocks,
y tres hijos, de diez, ocho y seis años, respectivamente. Y, además, un viejo perro ovejero y otro de tipo inglés. Representaba menos edad que Joanna, treinta y dos o treinta y tres como mucho. Bebió dos tazas de café, engulló una rosquilla bañada en chocolate, y habló largo y tendido sobre las mujeres de Fox Hollow Lane.

—Empiezo a pensar que hay un concurso nacional del que no me había enterado —dijo, lamiéndose las puntas de los dedos, embadurnadas de chocolate— con un premio de un millón de dólares y... Paul Newman, para la que tenga la casa más limpia en la próxima Navidad. Se pasan la vida friega que te friega, lustra que te lustra...

—Por acá ocurre lo mismo. Hasta de noche. Mientras los maridos...

—Ya sé: en la «Asociación de Hombres» —completó Bobbie.

Comentaron el anticuado juego sucio sexista de la asociación, su injusticia flagrante en un pueblo donde las mujeres no contaban con una sola organización propia, ni siquiera una «Liga de Mujeres Sufragistas».

—Créeme —dijo Bobbie—, he registrado el lugar de punta a punta: hay un club de Jardinería y una que otra pequeña congregación religiosa de viejas irlandesas que, por lo demás, no me admitirían: Markowe es una versión promocional de Markowitz... Está la «Sociedad Histórica», nada sexista, naturalmente. Me asomé y les dije: «Hola.» Cadáveres en posturas de seres vivos.

Dave había entrado en la «Asociación de Hombres» y pensaba, como Walter, que era factible cambiarla desde dentro. Pero Bobbie sabía los puntos que calzaban.

—Vas a ver; tendremos que encadenarnos a esa reja, antes de que hagan algo. Y, a propósito, ¿qué me dices de la reja? ¡Cualquiera pensaría que están refinando opio!

Conversaron sobre la posibilidad de reunirse con algunas de sus vecinas, aunque sólo fuera para espabilarlas un poco y estimularlas a desempeñar un papel más activo en la vida de la comunidad. Pero las mujeres que habían conocido —convinieron— no parecían predispuestas a aceptar siquiera un paso tan pequeño hacia la liberación.

Conversaron sobre la «Organización Nacional para las Mujeres», la «NOW»
[2]
, a la que ambas pertenecían, y sobre las actividades de Joanna como fotógrafa.

—¡Válgame Dios, éstas son
formidables!
—exclamó Bobbie, mirando las cuatro ampliaciones enmarcadas que había colgado en el escritorio—. ¡Son
bárbaras!

Joanna le agradeció.

—Conque una aficionada entusiasta, ¿eh? Pensé que eso quería decir «Polaroids» de los chicos. ¡Pero estas fotos son
fantásticas!

—Ahora que Kim está en el Jardín de Infancia, voy a ponerme a trabajar en serio —dijo Joanna.

Acompañó a Bobbie hasta su coche.

—¡
No,
maldita sea! —estalló Bobbie de pronto—. Por lo menos tendríamos que
intentarlo.
Hablemos con esas mujeres de su casa. Debe haber algunas un poco mortificadas con la situación. ¿Y? ¿Qué te parece? ¿No sería grande que pudiéramos constituir un grupo acaso hasta una pequeña rama de la «NOW», y darle a esa «Asociación de Hombres» un buen vapuleo? Dave y Walter se engañan a sí mismos; la «Asociación» no va a cambiar, a menos que la
obliguen.
Las organizaciones de peces gordos no lo hacen jamás. ¿Qué me dices, Joanna? ¿Salimos por ahí a buscar adhesiones?

Joanna asintió con la cabeza.

—Podríamos. No es posible que todas estén tan conformes como aparentan.

Habló con Carol van Sant.

—Caramba, no, Joanna —dijo Carol—. No creo que esa clase de cosas pueda interesarme. Pero gracias por la invitación, de todos modos.

Estaba limpiando el tabique plástico en la habitación de Stacy y Allison, pasando una enorme esponja amarilla por una franja de pliegues de acordeón, con firmes movimientos descendentes.

—Sería sólo por un par de horas —dijo Joanna—. De noche o, si resultara más conveniente para todas, de día, dentro del horario escolar.

Carol, en cuclillas para lavar la parte inferior de la franja, contestó:

—Lo siento, pero en realidad no dispongo de tiempo para esas cosas.

Joanna la observó un momento.

—¿No le molesta que la organización central de Stepford, la
única
que hace algo efectivo en lo referente a proyectos de bien común, sea terreno vedado para las mujeres? ¿No cree usted que tal exclusión resulta un poco arcaica?

—¿Ar-cai-ca? —repitió Carol, escurriendo la esponja dentro de un balde con agua jabonosa.

Joanna la miró.

—Anacrónica, anticuada, como prefiera.

Carol exprimió la esponja, fuera y por encima del balde.

—No, a mí no me parece arcaica.

Se levantó, se empinó y alcanzó con la esponja el borde superior de la franja inmediata.

—Ted está más capacitado que yo para esa clase de cosas —dijo, y empezó a pasar la esponja por los pliegues, con firmes movimientos descendentes, cuidando que cada golpe empezara exactamente donde había terminado el anterior.

—Además, los hombres necesitan un lugar donde poder distraerse y beber uno o dos tragos.

—¿Y las mujeres no?

—No, no tanto.

Carol meneó su cabeza pelirroja y prolija, de propaganda de champú, sin desviarla de su operación de limpieza.

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