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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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En clave de humor, con total desenfado y una precisa visión de las pequeñas miserias cotidianas que asolan a las familias desavenidas, Hernán Casciari nos presenta a Lola, un ama de casa agobiada por todos los problemas de su pequeño mundo: un marido en paro, dos hijos adolescentes e insoportables, un matrimonio sin pasión, y hasta un suegro drogadicto que se pasa las tardes tocando la batería. Lola escribe un diario tan íntimo como desopilante en el que trata de dar salida a sus angustias a base de ternura…, y de un amante uruguayo.

¿Sabías que el libro
Más respeto, que soy tu madre
está basado en el mejor weblog del mundo? Lo ha dicho la Deutsche Welle International. ¡No te quedes sin conocer a la familia de una mujer que podría ser tu madre!

Hernán Casciari

Más respeto, que soy tu madre

ePUB v1.0

Polifemo7
16.02.12

Edición en formato digital: marzo de 2011

© 2005, Hernán Casciari

© 2005, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2005, Bernardo Erlich, de las ilustraciones

ISBN: 978-84-01-33770-3

Conversión a formato digital: KiwiTech

Random House Mondadori, S.A., uno de los principales líderes en edición y distribución en lengua española, es resultado de una
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.

Para Cristina Badia Tost,

que leía cada capítulo por la mañana,

con la panza llena de Nina

Nací el 19 de diciembre de 1951 aquí, en este mismo barrio. Una semana antes de cumplir los catorce, en medio de la clase de caligrafía que daba una monja insensible que se llamaba hermana Caridad, noté algo raro que me bajaba desde el estómago a la entrepierna. Me sentí tonta. No tenía la menor idea de lo que era la regla. Después el innombrable inauguró cien pantanos y otros cien, y siguió pasando el tiempo. Me acosté por primera vez con un señor el 1 de mayo de 1971. Yo tenía casi veinte años y estaba muerta de miedo. «No vamos a hacer el amor —me dijo—, vamos a juntar los pelos», y yo le creí por primera vez. Desde entonces le he creído siempre a ese señor, que ahora ronca en la otra habitación mientras escribo. Se llama Zacarías y ya no se acuerda ni de la fecha, ni de mis temblores, ni mayormente de nada que tenga que ver conmigo.

Desde la tarde en que junté los pelos con él por primera vez (era el día del Trabajo, hacía frío y habíamos tomado chocolate con churros y habíamos ido al cine porque echaban una de Ozores), la regla me falló solamente tres veces; la primera hace casi treinta años, cuando quedé del Nacho, mi hijo mayor. Fui madre por primera vez a los veintitrés años, y rompí aguas por última vez cuando nació la Sofi, a mis treinta y ocho. Todavía me sentía joven. Miro fotos de aquella época y tengo el peinado rarísimo; todas íbamos con la permanente y con hombreras, no sé por qué. Yo estaba más delgada; parecía un junco. Después vinieron las varices, las estrías, el Toño que nació cabezón y casi me desgarra (Antonio es mi hijo del medio), más tarde llegó el socialismo con la ilusión del cambio, y el principito llevando la bandera en Barcelona… Pero la regla estaba, todos los meses. A veces las pelas no, a veces los revolcones con el Zacarías no, pero la regla estaba. Puntual. Era la única cosa que no me había traicionado nunca. Por eso ahora me siento en Babia, como si me faltara el sonido del despertador por la mañana.

A la Sofi, que es mi hija pequeña y la única mujer de esta casa, se lo he intentado explicar esta tarde, pero tampoco me entiende. Ella es joven (le ha venido por primera vez hace poco) y no se puede esperar que entienda lo que me pasa. Me ha dicho que consulte por Internet, que allí hay médicos virtuales que no te cobran un duro. ¡Hala!

Yo siempre había sido como un reloj, todos los meses de mi vida, y ahora ando un poco cabizbaja. La espero desde el miércoles y nada. Nada de nada. La que llegó un día en medio de una clase en el Colegio de la Misericordia y me dio vergüenza que llegase, ésa, ya no viene más. Ya no me da la lata. El mes pasado fue la última vez de muchas cosas y yo sin darme cuenta.

Mientras escribo navego en una página médica, pero todo lo que dice allí no es ninguna novedad. ¿Tiene usted dolores óseos? Sí. ¿Tiene depresión, irritabilidad, angustia, insomnio? Sí. ¿Tiene molestias en las relaciones sexuales? Ni la más remota idea, señor médico virtual, porque el Zacarías no se toma la molestia de descubrirlo desde hace siglos, que se dice pronto. ¿Tiene mayor flacidez en las mamas? Sí, parecen dos quesos de Burgos. ¿Tiene sequedad vaginal? Tengo para mí y para regalar. ¿Qué más tiene, señora? ¿Qué más tengo? Tengo cincuenta y un años, ocho meses y trece días. Tengo ganas de llorar y de que alguien me abrace. Pero son las cinco de la mañana y toda la familia duerme como si en esta casa no pasara nada.

Los pobres también veraneamos

Desde que al Zacarías lo echaron de Astilleros y nos quedamos sin un duro, la familia entera se ha puesto de acuerdo sobre dos particulares: primero, decidimos ser pobres; y segundo, nos aseguramos de que nadie en el barrio se diera cuenta. Lo uno por necesidad, lo otro por buen gusto.

Lo que hicimos entonces fue poner en venta la casa y dejar de pagar la hipoteca. Nos vinimos a vivir aquí a la esquina, que es la casa de mi suegro. Primero hubo que avisarle, porque él vive también aquí. Ahora estamos a la espera de que se venda la casa vieja y cobrar un dinero para montar una pizzería aquí mismo, en el garaje. Al principio don Américo, que es mi suegro, puso algunas pegas, pero le dijimos que él se encargaría de dirigir el negocio y entonces dio el brazo a torcer.

—Será una empresa familiar en la que trabajaremos todos, Nonno —le dijimos.

Pero mientras se vende la casa vieja (los trámites nos están matando), se nos ha echado el verano encima y somos más pobres que cuando no teníamos nada.

Lo mismo que el año pasado, en esta época de agosto empezamos a decidir adónde vamos a decir a los vecinos que nos vamos de vacaciones. Lo que hacemos en realidad es encerrarnos quince días sin asomar la nariz por la puerta, pero de todos modos hay que escoger un sitio.

El año anterior dijimos que nos íbamos a Francia, y cuando pasaron los quince días salimos de nuevo a la calle con camisetas de la torre Eiffel y con unas cajas de champán barato que encontramos de oferta en el súper. Le regalamos champán a todo el barrio. Este año el Zacarías dice que podríamos decir que nos vamos a Benidorm, porque Francia no está tan barato como el año pasado.

—¿Y qué coño te importan los precios de Francia, si en realidad nos vamos a encerrar aquí dentro? —dice el Toño, que siempre se queja porque no le gusta encerrarse con nosotros.

Los críos adolescentes son muy poco dados a la imaginación.

—Porque hay que ser coherentes, Antonio —instruye el Zacarías—; además, queda feo aparentar dos años lo mismo.

—Eso es verdad —digo yo—, una cosa es ser miserables y otra cosa es no tener creatividad.

—Más feo es mentir —aporta el Nacho.

—Más feo es que no se te conozca novia —retruca el Zacarías, y así empiezan siempre las discusiones.

El tema de fingir antes era otra cosa, pero con la miseria generalizada se ha convertido en un hazmerreír. El año pasado nos despedimos de todo el mundo el 2 de agosto y nos fuimos a la terminal de autobuses. Regresamos bien de noche, escondidos en las sombras, y nos metimos en la casa sin que nadie nos viera. A los tres días de estar encerrados, yo estaba en el patio regando las plantas y aparece la cabeza de la vecina por encima de la medianera.

—¡Lola! —me dice—. ¿No estabais en Francia?

—¿Y tú? ¿No te habías ido anteayer a Cancún?

—Sí —me dice la vecina—, lo estamos pasando muy bien, volvemos a fin de mes. ¡Qué calor que hace aquí, en Cancún!

—Aquí en París nos ha llovido dos días seguidos, pero ahora se ha puesto mejor —le digo yo—; lo que pasa es que en Francia, aunque llueva, tienes tantas cosas para hacer…

—Venga, te dejo —me dice ella, bajándose de la medianera—, que me voy a una excursión a las ruinas mayas. Nos vemos a la vuelta, en el barrio.

—Sí, nos vemos allí —le digo—, gracias por llamar.

Y las dos nos encerramos otra vez, cada cual en su casa, a esperar que termine el verano.

Yo digo que para aparentar como Dios manda tiene que haber gente que se vaya de verdad a alguna parte. De lo contrario, ¿qué gracia tiene hacer todo el esfuerzo de encerrarse? A mí fingir no me seduce, pero lo que me pone los pelos de punta es cuando el barrio finge que no se da cuenta de que estamos fingiendo.

Susurros en el patio

Lo que más nos costó de venirnos a vivir a casa de mi suegro es que el Nonno y mi marido nunca se han llevado bien. En realidad, no se hablan. El Zacarías dice que su padre lo abandonó de pequeño para irse a vivir a Italia. Don Américo, en cambio, asegura que él a Italia iba a trabajar, porque era camionero, y que gracias a eso mi marido pudo comer caliente. El asunto es que al Zacarías le toca las narices estar bajo el mismo techo que su padre. Los críos, en cambio, parecen encantados de vivir con el abuelo porque su casa es más grande y ni siquiera se sienten lejos del barrio: están a cincuenta metros de donde han nacido.

A mí tampoco me desagrada esta casa, aunque no sea la mía, porque la habitación de matrimonio tiene una ventana que da al patio. Hoy el Zacarías y yo decidimos irnos a dormir temprano, y cuando entramos en la habitación oímos el viento silbando a través de los árboles, y eso no se paga con nada. También, de repente, escuchamos susurros en la ventana. Dos voces hablando por lo bajini. Nos quedamos quietos, oyendo.

Por la mirilla de la persiana vimos que eran el Toño y la Sofi, y sentimos el olorcito dulzón de la marihuana que nos llegaba desde fuera. Antes me habría levantado con la zapatilla en la mano para que dejaran de fumar esa porquería, pero ya tengo experiencia. Si a los hijos les das dos sopapos se te van a fumar a la calle, que es peor. Así que de un tiempo a esta parte prefiero hacerme la sueca. Es lo bueno de vivir en una casa con patio. La conversación de los críos venía de antes.

—Entonces, ¿tú piensas que hay algo más allá? —decía la Sofi.

—Claro, chica —decía él—, está la casa de doña Paquita, y después están las vías. Y después el barrio del Castrillón, que es una mierda.

—No, idiota, «más allá» es después de la muerte —dice la Sofi—. ¿Tú piensas que hay un dios y todo eso?

—No… —susurra el Toño, rotundo—. Y aunque lo haya, ¿tú has visto cómo cierran los cajones de los muertos?

—¿Cómo los cierran?

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