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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (4 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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Para el Zacarías y para mí comprar esa casa fue lo único que nos salió bien en la vida. Peseta a peseta, dolores de espalda y de cabeza, horas extras en Astilleros y venta persistente de mis pasteles por el barrio. Con el Nacho pequeño, descuidado por nosotros y medio criado por los abuelos, a veces nos mirábamos y nos dábamos cuenta de que no podíamos más, que ya no teníamos de dónde sacar fuerzas; nos humillaba vivir en casa de mis padres, pero salimos adelante.

Era la obsesión de tener algo nuestro, era como la pelea de dos cabezotas… Queríamos una familia y un techo. No queríamos nada más en la vida.

Y un día llegó. Y nos pasamos quince años debajo de ese cielo de nuestra propiedad. Allí nacieron los críos, y llegaron las paredes con gotelé; y más adelante aparecieron los adornos del todo a cien; y después un siglo nuevo, con la paradoja de tener módem y no tener trabajo: las dos cosas por primera vez. Y nosotros allí, aguantando la tormenta, como si la casa vieja fuera el paraguas de todos los males de este mundo. Como si la casa nos abrazara.

Y ahora vienen y nos dicen que van a poner un Blockbuster. Que la tiran abajo. Mira tú… Dentro de seis meses este barrio tendrá películas de Stallone donde estaba mi cajón de las bragas. Las de Meg Ryan en la parte donde el Toño tartamudeó «papá» por primera vez. La sección Cine Clásico donde el Nacho guardaba el escalextric. Y los DVD donde mi madre, antes de morir, me dijo por última vez que me quería.

La casa vieja nació para nosotros el 12 de marzo del 88. Me acuerdo muy bien de ese día, de la tardecita en que nos dieron la llave que ahora ya no abre ninguna puerta. Entramos los dos y vimos la casa sin muebles, quieta como un río en verano, esperando llenarse de todos nosotros. El sol entraba por la ventana de la cocina, y un rayo de luz pegaba en el mármol de la encimera y hacía parpadear el picaporte de la puerta. Esa imagen la tengo grabada.

Y yo, que había aguantado cuatro años de trabajo inhumano sin quejarme, que había llorado sin ruido para que mis padres no sufrieran, al ver tanta maravilla me desmoroné y me puse a llorar de felicidad apretando la llave flamante sobre el hombro del Zacarías. Y él, pobre santo trabajador, héroe mío, me decía:

—¿Has visto, mujer? Lo hemos logrado.

Él tenía pelo. Yo era tan bonita… Ninguno de los dos sabíamos que el Toño ya me estaba haciendo cosquillas en la barriga y que por fin íbamos a empezar a tener un hogar.

Tenemos que ponerle más voluntad

Antes de haber decidido tan alegremente montar la pizzería y trabajar todos juntos, tendríamos que haber aprendido de las enseñanzas de
Gran Hermano
. Hace solamente dos días que inauguramos el local y ya hay grupos, dimes y diretes, camarillas, recelos y gestos de resquemor.

En resumen, que el Zacarías no se habla con su padre por culpa de ese problema antiguo del que sabemos poco o nada; que el Toño y la Sofi se llevan como perro y gato, porque el Toño le quiere tocar las tetas a la hermana para ver si son duras; que yo le tengo mucha manía a la Negra Cabeza porque la gente africana no es de fiar; que la Sofi sigue con morro porque su padre no le permite irse de marcha con minifalda pero en cambio la obliga a usarla para atender a la clientela; que el Nacho está angustiado porque su hermano se bebe la cerveza buena que está para vender; que la Negra Cabeza pretende que mi suegro no la manosee en público, y aunque le decimos que lo hace con todo el mundo, ella que no y que no; que yo estoy cabreada con el Nacho porque me desatiende los números del negocio y se pasa horas con su novio José María; que el Toño y la Negra Cabeza se esconden en el almacén a juntar los pelos cuando hay clientes esperando y a veces hasta se oyen los gritos del coito; que el Nacho no soporta que la Sofi se pase dos horas hablando por teléfono con su noviete, porque dice que el negocio depende de que el teléfono esté desocupado. Y así.

Ay, Virgen santa; yo no sé si esto va a funcionar como pensábamos. Además, cuando se da la casualidad de que estamos todos de buen humor y no hay peleas ni rencores, pasa lo de anoche, que nos pusimos los siete un rato a jugar al dominó y cuando nos quisimos dar cuenta eran las dos de la madrugada y nos habíamos olvidado de abrir. ¡Un día perdido, Madre de Dios!

Hoy espero que estemos otra vez todos peleados, pues al menos así nos acordamos de que tenemos trabajo. Si fuéramos chinos seguro que esto no nos pasaba. Claro… Pero seríamos bajitos, amarillos y tendríamos olor. Ya a estas alturas no sé qué es peor.

Para quitarnos el estrés, el Zacarías y yo nos hemos tomado la mañana y hemos estado como en una especie de luna de miel. Nos hemos ido temprano a dar la vuelta por el parque y estuvimos tumbados en la hierba hablando de la pizzería, de los niños y del futuro. Como cuando éramos novios. Después lo he dejado en el bar y me he vuelto para casa.

Al entrar, la pizzería echaba tanto humo que pensé que se habían dejado encendido el horno, pero no. ¡Todo el mundo estaba fumando canutos! Se ve que cuando no están los gatos padres, los ratones hijos y la rata subsahariana bailan. Lo primero que me salió fue del alma:

—¡Tú también Nacho, hijo mío! —he gritado.

La Sofi y el Toño no podían parar de reírse, y el Nacho y la Negra Cabeza estaban hablando por teléfono con los zapatos. No me hacían caso cuando les hablaba.

—¿Podéis parar un poco, enfermos? —les digo.

El Toño me contesta:

—Somos detectives, y estamos esperando al Superagente 86.

Y otra vez todos meándose de la risa y dándole al petardo.

—¿Pero no os dais cuenta de que puede aparecer el abuelo en cualquier momento? —les digo, espantada.

Y la Sofi me contesta:

—El abuelo es el Superagente 86, mamá, y está metido en el horno.

En ese momento mi suegro saca un poquito la cabeza llena de hollín y dice:

—Non é un horno, Noventanove, ¡é il conno del chilencio!

Un hombre llamado Douglas

Anoche muy tarde sonó el timbre de la calle. «Qué raro», me digo, y pensando que era el Toño (que de borracho muchas veces no atina con la llave en la cerradura) voy a abrir en camisón. Pero no era él: de la oscuridad emergió un hombre. Nunca en la vida había visto un ser humano tan elegante.

—Discúlpeme, hermosa dama —me dice con acento cantarín—. ¿Es aquí el negocio que expende alimentos italianos?

Yo me quedo un poco petrificada, por la voz y por esos ojos negros y profundos.

—Sí, pero la pizzería está cerrada, señor…, pásese mañana.

El buen hombre pone un pie en la puerta y me dice:

—Precisamente, yo soy cocinero, el mejor chef de Montevideo, y estoy pasando un mal momento económico… ¿Usted no necesita…?

Y se queda así, mirándome, quieto.

—¿No necesito… qué? —le digo, con el corazón en la boca.

—Un cocinero, un amigo, un gourmet que le dé consejos y la anime… —me dice.

Y yo, no sé por qué, a todo lo que él me propone le voy diciendo que sí con la cabeza, como hipnotizada.

—Si me da un número podemos concertar una cita diurna… —le digo—. Es que ahora no estoy visible.

El hombre entonces quita el pie de la puerta y me deja su tarjeta con dos dedos, el índice y el mayor. Dos dedos enormes, llenos de huesos.

—Espero oír su voz en breve, querida señora, y lamentaré no volver a verla «invisible».

Yo me quedo sin palabras otra vez, y lo veo irse. Le grito:

—¿Cómo se llama, usted?

El hombre se da la vuelta y me mira otra vez a los ojos.

—Soy Salvático —me dice—; Douglas Salvático. Pero puedes llamarme «El Tigre» si lo deseas.

Me encierro dentro temblando como una niña que ha visto a Beckham. ¡Qué voz, qué ojos, qué caballero este señor! Por la mañana, a primera hora, le he dicho al Nacho que necesitamos un cocinero de verdad, porque el Nonno hablará mucho en italiano pero de pizzas no entiende nada. Además, está viejo y se nos puede morir cualquier día. Eso le digo a mi hijo, que me mira como si hubiese visto un fantasma.

Douglas Salvático… ¡Qué nombre tan seductor que tiene el nuevo empleado!

Los antipiropos del Zacarías

Entre el Zacarías y yo sentamos al Toño a la mesa y le empezamos a preguntar qué pensaba hacer con su vida. Yo hoy estoy medio alterada por problemas cotidianos de dinero, así que no me fui por las ramas.

—Escucha, imbécil —le digo—, o te consigues un curro decente o te vas de esta casa; que aquí no estamos para mantener vagos.

El Toño mira a su padre y le dice:

—¿Y tú, papá, te vienes conmigo a la calle, no? Porque últimamente más vago que tú…

En el momento justo que yo pensaba que el Zacarías iba a hacer uso de su infalible revés con nudillo (cosa que el Toño se merece cada vez más) mi marido va y se me desmorona. Hunde la cabeza entre los brazos y se echa a llorar como Conchita Velasco en
Las que tienen que servir
.

Entonces el Toño y yo nos quedamos sin aire; nunca lo habíamos visto llorar de ese modo al Zacarías. Nunca jamás en la vida de Dios. Se pasa dos minutos lloriqueando, hasta que levanta la cabeza, mira al Toño y le dice:

—¿Tienes un pañuelo?

El Toño le da un pañuelo; entonces el Zacarías me mira a mí y me dice:

—¿Me das un cubito de hielo?

Y yo le doy un cubito. El Zacarías mete el cubito dentro del pañuelo, se levanta, toma impulso y le arrea un puñetazo en el ojo al Toño.

—Toma —le dice—, ponte hielo en ese ojo antes de que se te hinche. —Y hace mutis.

¡Un superhéroe, el Zacarías! Me ha dejado toda enamorada con esa salida.

El problema es que cuando alguien le dice al Toño que tiene que hacer algo con su vida, el niño va y se obsesiona con su estatura. Dice que la culpa de todo es de su metro cuarenta y siete.

Un rato más tarde del guantazo que le ha dado su padre, me encuentro al crío cabeza abajo, colgado de los tobillos en la enredadera del patio, casi sin respiración y con el cerebro lleno de sangre.

—¿Qué estás haciendo, subnormal? —le pregunto.

Casi no me podía contestar de lo incómodo que estaba el infeliz. Con un hilillo de voz me explica:

—A ver si puedo alargar un poco las patas…

Si el Zacarías no me ayuda a bajarlo se nos queda muerto el gilipollas, como un ahorcado al revés. Además el padre, aunque tiene buenas intenciones, nunca encuentra las palabras para darle ánimo y le salen antipiropos. Después de un rato le dice, palmeándole la espalda:

—Vamos, Toño, ánimo, hijo, que eres el enano más alto del mundo.

El Toño lo ha mirado, ha hecho un puchero y se ha ido llorando a su cuarto.

—Coño —ha dicho entonces el padre—, si le doy una hostia ni se mosquea, pero cuando le doy ánimos se va llorando…

El Zacarías tiene esas cosas de bruto que es. Una vez, queriendo decirme algo cariñoso, me miró a los ojos y me susurró: «La última vez que fui feliz, Lola, fue el día que te conocí». Es un desalmado y un cavernícola, ¡pero con qué voz de galán maduro nos dice sus antipiropos!

Cantinflas, un gato mexicano

Hoy el Cantinflas cumple seis años, y es la primera vez que no le hemos podido preparar una fiesta decente al pobre gato, por culpa de esta pizzería que nos está dando más trabajo que dinero. Esta mañana, mientras le daba un par de besos al minino para que no se sintiera desplazado, me acordaba del día que lo encontramos.

En aquella época teníamos un perro muy querido que se llamaba Sumcutrule, que se pasaba el día persiguiendo a los Citroën. Yo no sé por qué había elegido esa marca de coches para perseguirlos, pero cuando oía el motor de un dos caballos saltaba la tapia y corría por la calle, mordiéndoles las ruedas. Los Citroën eran inofensivos y no pasaba nada, hasta que salió al mercado el Citroën 3CV, que era un matador, y nos asesinó al perro un 30 de mayo aciago. ¡Qué drama más grande!

Sufrimos como si se hubiera muerto el Toño, que en esa época tenía once años y también nos habíamos encariñado mucho con él. Fue una época fea: toda la familia llorando por los rincones, y acordándonos del Sumcutrule, que era un foxterrier y tenía los mismos ojos que José Sacristán.

Una semana después del asesinato, la Sofi (que ya iba a la escuela) dejó de comer por culpa de la tristeza. El Zacarías dice que dejó de comer por culpa de Felipe González, pero yo creo que era por la tristeza. Así que nos planteamos conseguir otra mascota, que siempre es mucho más fácil de conseguir que otro presidente. Y justo cuando íbamos a la tienda de animales a comprar una tortuga (que son más duras y se mueren menos que los perros), un vecino loco que ya murió, y que siempre nos tiraba cosas al patio, nos sorprende con un gato blanco recién nacido.

La Sofi enseguida lo cogió y comenzó a acariciarlo, y supimos que, de allí en adelante, ése sería nuestro gato. Como le dolía todo el cuerpo al felino, en vez de maullar en castellano (miauuu) maullaba en mexicano (mieeeeiiiuuu), así que el Nacho le puso Cantinflas, como el actor cómico, por eso y porque tenía los bigotes desplazados para izquierda y derecha. También le podríamos haber puesto Don Ramón, como a un zapatero mexicano del barrio, pero nos pareció que Cantinflas era más universal. Eso pasó un día como hoy de hace seis años; por eso ahora le he dado un par de besos al gato. Para que lo recuerde.

Hasta el jueves, caballero

El Nacho ha aceptado contratar (en negro, por supuesto) a Douglas Salvático durante un mes, para ver cómo se desenvuelve en la pizzería. Esta mañana he llamado al chef para darle la buena noticia. Por alguna razón he guardado su tarjeta más de tres días en el escote del sujetador, como si fuese un pájaro al que hubiera que alimentar con leche materna.

—¿Sigue interesado en el empleo, Douglas? —le he preguntado, enroscando el cable del teléfono en el dedo. No sé por qué hago este gesto cuando estoy nerviosa.

—No he dormido esperando tu llamada, Lola —me dice él, y yo no logro entender si se trata de una respuesta a mi pregunta o de algo que ha dicho porque sí, sin motivos.

—Hemos estado evaluando su propuesta —le digo, haciendo esfuerzos por tener un tono de voz neutral—, y quisiéramos hacerle una prueba.

—¿Me quieres probar?

Tapo un segundo el auricular para respirar con ruido sin que me oiga. Después digo:

—Nos gustaría —debo utilizar el plural para no desmayarme—, nos gustaría mucho evaluar sus aptitudes.

—Ahora mismo voy para allí, Lola —me dice.

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