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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (2 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—Los clavan… Y después los sueldan, por el olor. Así que aunque haya algo después de la muerte, no puedes salir a verlo, estás enjaulado. A no ser que los parientes te pongan algo para hacer de palanca.

El Zacarías me mira, como diciendo «qué gilipollas es el Toño». Pero yo le hago silencio con el dedo, porque me encanta cuando mis hijos conversan en lugar de pelearse.

—Yo creo que sí hay Dios… —susurra la Sofi—. ¿Tú no crees en el alma ni nada?

—En el alma sí que creo, pero en Dios no —asegura el Toño.

—Tenemos alma, ¿cierto, Toño? Aunque no la podamos ver…

—Claro que tenemos… Cuando tienes acidez lo que te duele es el alma, porque no es ni la barriga ni es la garganta. Es algo en el medio, que debe de ser el alma.

Me tapo la boca. Las cosas que dice el Toño me dan risa. No sé por qué.

—Yo nunca tuve acidez —confiesa la Sofi.

—Las chicas no tienen alma ni tienen acidez —le explica el hermano—, porque son cosas que se aparecen con los eructos y con los pedos. El alma es algo que tú la ves venir, pero que no la puedes tocar, como los coches de fórmula uno.

—A mí me da miedo de que se mueran mamá y papá, Toño, ¿tú no has pensado nunca en eso?

—Sí, y me viene una cosa aquí.

El Zacarías baja la vista; me mira serio.

—Como un dolor, ¿no? A mí también…

—Me da la sensación de que hay que empezar a trabajar, y eso es muy triste.

—Y no solamente trabajar —dice la Sofi—. ¿No piensas que es todo inútil? ¿De que después también te vas a morir tú, y yo, y nadie se va a acordar de que estábamos?

—El que primero se va a morir es el Nonno, que es el más viejo…

—¡E una merda! —susurra don Américo, sacando la cabeza por la ventana de su habitación.

Se ve que también los estaba oyendo a escondidas.

—Nonno, ¿estás despierto? —le dice el Toño—. Ven con nosotros, que estamos hablando aquí afuera y la noche está muy bonita…

—¿Hay canuto? —pregunta el Nonno, que también fuma, aunque en su caso es terapéutico.

—Sí, me queda uno.

El anciano salta entonces por la ventana, con una agilidad de gato, y se tira boca arriba con sus nietos, en la hierba fresca del patio.

—Estamos mirando las estrellas —dice el Toño—. Hoy hay como diez mil, más o menos.

—É bonita cuesta notte, cherto —susurra don Américo.

—A mí las noches así me ponen triste, yayo —dice la Sofi, acurrucándose en el pecho de su abuelo.

—La Sofi dice que hay Dios —retoma el Toño, y los dos se quedan mirando al abuelo, esperando una confirmación o una negación.

—Sempre non… Dío volta e volta stano durmiendo —explica don Américo, categórico—. Ma cuesta notte está acuí.

—¿Aquí? ¿Dónde? —pregunta el Toño mirando para los costados.

—Dío é dove qualcuno parla di Lui —dice el Nonno.

—¿Cómo? —pregunta la Sofi, que de italiano no entiende nada.

—«Dios está ahí donde alguien hable de él» —le traduce el Toño a su hermana.

—Bene, bambino —aprueba don Américo acariciándole la cabeza al Antonio.

—Qué bonita frase… —se alegra la Sofi—. ¿Y cómo sabemos que está?

—Perque susurramo —dice el abuelo, hablando todavía más bajo—. ¿No vé bambina qu’stamo susurrando sense razone nenguna?

—Sí… —susurra la Sofi.

—É susurramo perque Dío stá con nosotro.

El Zacarías y yo, ya muertos de sueño, cerramos la persiana con la sensación de que los niños, esta noche, están en buenas manos. Nos metemos bajo la colcha y cerramos los ojos. Sin querer, seguimos oyendo los susurros de la familia en el patio, cada vez más lejanos, mientras nos va llevando el sueño. El ruido del ventilador nos adormece. Hay algunas noches —no muchas, la verdad— que en esta casa se respira filosofía. Parece mentira, pero es así.

Una pesadilla con mi hijo

El Nacho es el más educado, el más sensible y el más tranquilo de todos mis hijos; en eso siempre fue como de otra familia. Cierto que también es el más gay, pero no podía tener todo a favor.

También es el único que usa la camisa dentro de los pantalones, por ejemplo, el único que se sabe hacer la cama solo, el único que se acuerda de mi cumpleaños, el único que me ha acabado el instituto, el único que nunca le ha levantado la mano a sus padres y el único que se cambia los calzoncillos más de una vez por semana. Yo a veces pienso que cuando nació el Nacho me tendría que haber ligado las trompas, porque lo único que le falta para ser un hijo perfecto es haber sido el único.

Y además, qué más da: ser gay hoy en día ya no es un defecto, aunque al principio lloré mucho, y nos pasamos un fin de semana abrazados, los dos, sin saber qué hacer. Pero después entendí que tal vez por eso, por ser gay, no se parece a mi marido o al Toño, que son dos monos peludos.

Esta mañana me he quedado sola con el Nacho en la cocina, hablando de cualquier cosa. Al principio, cuando me confesó sus inclinaciones, me costaba seguir siendo su confidente. A veces es mejor intuir que tu hijo es distinto en vez de saberlo por su boca. Pero él nunca ha tenido miramientos conmigo y ya casi me acostumbro a escuchar las historias de sus romances.

—¿Y ahora estás con alguien? —le pregunto esta mañana.

—Con José María —me dice—. Tú le conoces.

—¿El muchacho que estudiaba contigo en la universidad?

—Ése.

—Parece buen chico.

—Es un santo —me dice—. Nos queremos mucho. Vamos en serio.

Por una parte me siento orgullosa de mi hijo, de su valor y de la confianza que tiene conmigo, pero también sé que tarde o temprano tendremos que decírselo a su padre. Y ese día el Nacho será algo peor que gay; será gay muerto, que es una opción sexual que no me gusta para mi hijo.

Al mismo tiempo, y esto ni siquiera se lo he dicho a él, yo puedo ser una madre comprensiva pero en cambio no me sale ser una madre moderna. Porque en el fondo yo quisiera que mi hijo fuese normal, que se echara una novia del barrio y se casara. Por algo tengo esa pesadilla horrible. Hoy, durante la siesta, después de conversar con el Nacho, he soñado otra vez lo mismo. Me he despertado temblando. El sueño es muy breve, pero intenso, y parece real. Sueño que llega a mí y me dice:

—Mamá, te presento a mi novia.

Entonces miro a la chica y soy yo cuando tenía veintiún años. De la alegría de que haya conseguido por fin una novia me meo encima —en el sueño, no en la cama— y le doy besos al Nacho por toda la cara.

Por alguna razón que todavía no comprendo, porque los sueños son cosas muy raras, en medio de los besos nos ponemos cachondos y él me empieza a manosear por debajo del camisón ¡y yo a dejarme!, y entonces los novios empezamos a ser nosotros. De repente, el Nacho se queda quieto, me mira, se huele la mano y me dice:

—¡Serás cerda, te has meado!

Es un sueño horrible, porque me queda la sensación de que la culpa de todo la he tenido yo.

Uno que pide

De las sesenta veces que tocan el timbre de casa por la mañana, más o menos cuarenta son inmigrantes que piden algo. El resto, inmigrantes que venden algo. A los que venden les hago que no con el dedo desde la puerta. Y a los que piden los miro bien para ver si son conocidos y, según la cara, les abro o les hago que no con la cabeza. Aquí, en el barrio, no se dice indocumentado, ni sin papeles, ni morito. Se dice uno que pide. Y cuando son conocidos se agregan datos.

—¿Quién es? —pregunto yo desde la cocina, por ejemplo a la Sofi, que ha ido a atender.

Y ella me puede decir: «Los dos negritos que piden», o «el cojo que pide», o «la tuerta que pide». Si el visitante es nuevo, entonces dice: «Uno nuevo que pide».

Si el que toca el timbre viene cargado de cosas, es uno que vende.

—¿Quién es? —pregunto.

Y el que va a atender me grita: «El turco que vende alfombras», o «el chaval que vende escobas», o «la vieja que a veces pide y a veces vende» (con ésa nunca se sabe). Pero si no le conocemos, decimos: «Uno nuevo que vende».

En verano los que piden se multiplican, porque aprovechan el calor para subirse a una patera y llegar a la costa. A los que conozco de siempre les doy, siempre y cuando sean educados. Les hago así con la mano, para que se esperen, me meto dentro y les pongo en una bolsa algo de pan, una mandarina, lo que sea, y les doy.

Si son adolescentes, les digo que me corten las ramas que sobresalen de la enredadera. No porque lo necesite, sino para que sepan que trabajando se consiguen más cosas. Y cuando terminan les doy, además de la bolsa, unas monedas gordas de dos euros. Siempre les digo:

—Te compras algo para ti, que no me lo cruce a tu padre con un cartón de vino.

—No, no, siñora, para mí, para mí —me dicen.

Pero aunque sean cada vez más, siempre cada barrio tiene su inmigrante oficial. El de toda la vida. Nosotros tenemos a Carnecruda, un señor ya mayor, del Este, que hace como quince años que pide para comer por esta zona. Es un rubio alto, que va con un carrito de supermercado y tiene un bigote como el de Stalin. Simpatiquísimo el señor extranjero. Estamos muy contentos con el inmigrante oficial que nos ha tocado en suerte.

Cuando viene Carnecruda a pedir, le abro y hasta conversamos un rato. Es un mendigo de esos que antes, en sus países, eran profesionales, y que después la vida se les ha ido de las manos, o sus países han desaparecido del mapa. Hay gente, Dios los ampare, que han nacido en un sitio que terminaba en «avia» y ahora ese mismo sitio acaba en «guistán». Hay millones de esa pobre gente dando vueltas por el mundo, buscando un «avia» que ya no existe.

Da gusto cruzar dos palabras con Carnecruda. A veces hasta te dan ganas de meterlo a la fuerza y bañarlo. Pero no se deja. Un día la vecina doña Paquita, cuando estaba sana, lo quiso meter al baño y Carnecruda le arañó toda la cara.

Nuestro mendigo llegó al barrio hace muchos años. La primera vez que tocó el timbre fue un 25 de diciembre. El Nacho aún era un crío y yo estaba enorme del Toño. Almorzábamos en el comedor de la casa vieja.

—¿Quién es? —le pregunto al Nachito.

—Uno que pide —me dice.

Entonces sale el Zacarías y le lleva un buen pedazo de carne a la brasa. El buen hombre se lo agradece y se va.

Como a la media hora toca el timbre de nuevo. Atiende el Nachito, que le encantaba atender la puerta. Y vuelve a la mesa con la carne a la brasa del mendigo, intacta, en la misma bolsa.

—¿Qué pasa? —pregunta el Zacarías.

—Dice el señor del bigote gordo que muchas gracias, pero que te devuelve la carne porque está un poco cruda.

Desde ahí le pusimos el nombre. Y estábamos orgullosos de tener en este barrio un mendigo exigente. Ahora es otra cosa, ya no hay gente como el Carnecruda. Ahora hay tantos pidiendo, tanto chiquillo de color, con hambre en serio, dando vueltas por la calle, que una no sabe qué hacer para darle a todos algo, cualquier cosa. Un poquito de lo poco que nos queda. ¿Qué se habrá hecho —me pregunto a veces— de aquel país en donde los mendigos devolvían la carne porque estaba cruda? A mí siempre, en verano, se me hace un nudo en la garganta cuando me pregunto esto.

Campeón europeo de váter-mano

Como si nos costara poco traer el pan, el Toño se ha saltado un semáforo en rojo y nos ha caído una multa. Ciento diez euros por lo del semáforo y doscientos cinco porque es menor de dieciséis años. Total: casi sesenta mil pelas que hay que pagar o nos retiran la moto, que para más inri es la única movilidad que tenemos para cuando abramos la pizzería.

Mi marido está que echa humo, y ha perseguido al Toño por el fondo de la casa hasta que por fin lo ha cogido en un voleo y se ha desquitado un poco. Yo le gritaba:

—¡Zacarías, deja al chico en paz! —pero se ve que no hay manera con este hombre.

Si estuviéramos en una buena época, el Zacarías no habría hecho tanto esfuerzo por alcanzar al Toño. Como mucho le tira un zapato desde el sillón, o le jura la muerte y después se olvida, o se caga en sus muertos (que es gratis, porque el Toño todavía no tiene muertos)… Pero no estamos en la buena época.

Ya va para más de un año que a mi marido lo han despedido de Astilleros, después de veinte años dejándose la vida allí, y se libera de la reconversión naval dándole bofetadas al niño. No es que el Toño no se las merezca, que sí, pero a veces no se sabe si el crío es estúpido de nacimiento o por las patadas del padre.

No mucho después, y para demostrar que no escarmienta, me lo encuentro en el váter con una máquina de fotos.

—¿Otra vez colocado en casa, Toño? —le digo, poniendo cara de asco—. ¿Qué haces sacándole fotos a la mierda?

—Es un deporte que he inventado, vieja.

—¿Cómo que un deporte? —me espanto—. ¡Un deporte es algo que haces con otra gente, y sudas, y te dan trofeos!

—Es un deporte individual. Se llama váter-mano y va de hacer figuras mientras cagas… Al principio solamente me salían mojones sin forma, y ahora ya hago la jota en cursiva. Me cuesta cerrar el culo para hacer el puntito, pero ya me saldrá —me dice, orgulloso.

—¿Y la Polaroid para qué es? —pregunto, casi llorando.

—Le hago fotos a las figuras defectuosas antes de echarlas por el váter, para mejorar la técnica. A las que me salen bien no les hago fotos.

—¿Y qué haces con la mierda que te sale bien, hijo?

—La guardo en una caja de zapatos.

—Toño —le digo, reteniendo el llanto—: ¿pero tú no tienes perspectivas para cuando seas mayor? ¿No hay nada que te haga ilusión en esta vida?

Entonces se le ponen los ojos soñadores.

—¡Qué va! —me dice—. Me gustaría ser campeón europeo de váter-mano… Y que me saliera la figura más difícil.

—¿Qué figura, descerebrado? ¿De qué me estás hablando?

—Qué figura va a ser, ¡la clave de sol! Es complicado cagar una clave de sol, mamá, sobre todo la vueltecita esa que hace al final.

Dejo a mi hijo en el baño y me voy a llorar al fregadero.

Escándalo en el barrio

Hoy por la mañana han llegado del Ayuntamiento a preguntarme si era yo quien había puesto una denuncia a la vieja doña Paquita, que vive aquí al lado.

—Sí, por supuesto, oficial —les he dicho—, la he denunciado a finales de julio, porque así no se puede vivir.

—Y bien que has hecho, Lola —grita Emilia, que es la vecina de enfrente, dándome la razón.

Emilia siempre fue una mujer muy chismosa, antes de tener la peluquería y después de cerrarla. Cotilla profesional, de esas que saben la vida y milagros del barrio desde su fundación hasta el día de hoy. Pero como vivía a la vuelta de casa mucho no me importaba. Pero ahora la tenemos a un tiro de piedra, y también ella tiene que soportar a doña Paquita.

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