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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (10 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—¿Tú no vienes, Lola? —me dice el Zacarías.

—Me quedo, me quedo; id vosotros que no quiero dejar la pizzería sola.

—No está sola —enumera el Toño—, está Douglas, y en un rato le toca el turno al Nacho y a la Negra Cabeza.

—No puedo dejar todo en manos del pobre Douglas, que está todo arañado —digo, mirando tiernamente al chef.

Envuelto en una manta, el Cantinflas chillaba.

El Zacarías y el Toño salieron para el veterinario, y yo me quedé inmóvil, a metro y medio de Douglas Salvático, que tenía una cicatriz en la mejilla izquierda.

—¿Le duele? —le pregunto.

—Sólo cuando me río.

—¿Quiere que le ponga algo en la cara?

—Sí —me dice, y me mira con los dos ojos—. Ponga su mano, Lola. Su mano, que lo cura todo.

Yo no entiendo por qué este hombre siempre contesta las preguntas fáciles de una manera tan rebuscada. Pero la verdad es que tiene una voz, un acento, que no me importa mucho lo que diga. Tiene la facultad de hacer que me ponga roja de vergüenza.

—¡Qué dice, Douglas! Me parece que usted tiene fiebre. Está todo sudado, mírese el delantal.

—Quizá sea fiebre, Lola —me dice—. ¿Por qué no se acerca y me toma la temperatura?

Doy un paso atrás. Uno adelante. Otro atrás. Más que nerviosa, parece que estuviera bailando la conga. Pero es que verlo así, acodado en la mesa, con las cortinas cerradas de la pizzería, los dos solos en un ambiente pequeño, él con esa cicatriz, yo con estos miedos, me provoca algo que…

—¿Algo qué? —me pregunta él, y sólo entonces me descubro hablando en voz alta.

—Nada, no me haga caso, Douglas —digo sonriendo—. Venga a la cocina de casa, que le pongo un poco de alcohol en la herida.

Atravesamos la cocina de la pizzería, que tiene una puerta a la casa. En silencio recorremos el pasillo, el recibidor, el comedor. Ni él ni yo hablamos.

—Estamos dejando sola la pizzería —me dice él más tarde.

—Ya vendrán los niños —digo.

—¿Hay alguien aquí en su casa, Lola?

—Nadie.

Otra vez el silencio.

—Aquí está el baño, Douglas —digo, y la voz me tiembla—. Déjeme que le ponga un poco de alcohol.

Él acerca su cara a la mía.

Otra vez el silencio.

En ese momento deben haber llegado el Nacho y la Negra Cabeza a abrir la pizzería. Como no sabían nada de la tragedia del Cantinflas, montaron los pedidos de la noche con la salsa donde se había caído el gato, así que, de casualidad, inventaron una nueva especialidad en pizzas.

Es bastante asquerosa de gusto, pero muy vistosa, porque parece un felpudo redondo de esos que se ponen en la entrada. Ya la incorporamos al menú: se llama pizza Welcome y cuesta tres euros.

A la vieja doña Paquita le mandamos dos pizzas Welcome gratis y una Coca-Cola, para que no piense que hay rencores.

El Toño fue el primero en acordarse

Hacía mucho tiempo que la familia no vivía un día entero sin broncas, peleas o zapatillazos. Cuando el Zacarías está contento nos contagia y nos alegra a todos. No es muy común verlo feliz: será por eso. Ayer nos levantamos dándonos los buenos días y desayunamos todos juntos. El Zacarías no paraba de sonreír por la reconversión sexual de su hijo mayor.

El Nachito también estaba contento. Se fue temprano al centro a comprar una estufa para la pizzería y me llamó como diez veces para preguntarme qué me había parecido María Luz (él no le dice Marilú). Yo le doy ánimos porque quiero que sea feliz: le digo que si está enamorado tire para adelante, siempre. Y la Sofi desapareció de casa después del colegio, porque me dice que quiere solucionar el tema del Manija y el Pajabrava, para quedarse con uno solo y poder sentir ese amor que siente su hermano.

Por la noche, después de cerrar la pizzería, cenamos todos juntos otra vez, y entonces me di cuenta de que no toda la familia estaba exultante. Fue el abuelo quien me alertó.

—Lolitta —me dice—, in tutto el giorno il Toño no ha probatto porro ni comidda. Lo de la comidda puede sere normale… Pero si no fuma é que alguna mala cossa li chucede.

Y era verdad. Antes del postre, el Toño se levantó de la mesa y se encerró en su cuarto, pero no nos dimos cuenta a causa de la felicidad general. Entonces, a eso de las once, llamé a su puerta y me metí en su cuarto para preguntarle qué le pasaba.

—No me pasa nada —me dice—, tengo sueño.

—Antonio, soy tu madre —le digo—, y tú tienes los ojos colorados por dos cosas: o porque estás drogado o porque estás llorando. ¿Estás drogado?

—No.

—Entonces te pasa algo, mi niño… Si no estás drogado algo te pasa.

Y entonces, pobre hijo mío, se hundió. Puso la boca como un bulldog, así, en cámara lenta, y empezó a llorar despacio. Mis brazos llegaron antes que mi cuerpo a abrazarlo. Las madres tenemos eso, una especie de motor en los codos, cada vez que un hijo llora. Más si es varón.

Cuando lo abracé explotó. Lloraba el triple de fuerte, cogido a mí como cuando era bebé.

—¿Qué pasa, mi amor, qué pasa? —le digo, acariciándole el pelo (no mucho, porque lo tiene graso).

—¿Tú has visto… —me dice, hipando—, tú has visto el pedazo de polla que tiene el Nacho? —Otro puchero—. ¿Cómo puede ser que todos los problemas físicos en esta casa los tenga yo?

—¡Pero si tú eres hermoso, Antonio! —le digo—. Además, el Nacho es orejudo, tienes que pensar en eso también.

Me mira.

—¡Yo aceptaría las orejas de Dumbo con tal de tener eso entre las piernas! —me dice—. Pero el problema no es ése, mamá… ¿Tú has visto cómo está papá con el Nacho ahora que folla con una hembra? Lo tiene en un pedestal al sarasa… ¿Sabes cuánto hace que follo, yo? ¡Desde los once añitos! ¿Alguna vez alguien me hizo una fiesta por follar tan temprano? ¡No! ¿Tú has visto con qué admiración mira papá al Nacho? Ni se da cuenta de que existo.

—Bueno… —le digo—, bueno…, corazón. Suéltalo todo, mi amor, suelta todo. Que aquí está mamá.

—Y tú tampoco… —me llora el Toño—. Tú tampoco te das cuenta de que existo. Y la Sofi peor; a la Sofi le da vergüenza que yo sea tan enano. Y la Negra Cabeza ya no me presta atención: va llorando por los rincones desde que se ha enamorado del Nonno y se ha olvidado de mí… ¡Qué vida de mierda!

—¡No digas eso, Antonio! —le digo, un poco enfadada—. No tienes una vida de mierda. Todo el mundo te quiere, todo el mundo. Hay veces que prestamos más atención a otros hijos, pero es justamente porque están con problemas, como el Nachito estos días. Pero eso no quiere decir que no te queramos, hijo.

El Toño baja la vista; se suena los mocos. Casi me sale decirle: «¡Con la sábana no, asqueroso de mierda!», pero no era el momento. Le digo:

—¿Me oyes, mi niño? Te queremos mucho, mucho.

Asiente con la cabeza. Me da un beso.

—¿Te dejo dormir? —le digo.

—Vale.

Me incorporo, y cuando estoy a punto de salir me dice:

—Mamá, ¿qué hora es?

Miro el reloj:

—Las doce y cuarto.

—¿Ya es viernes?

—Sí, ya es viernes —le digo, intrigada.

—Entonces déjame ser el primero en algo, aunque no sea más que esto —me dice, y se levanta de la cama.

Se acerca hasta mí con vergüenza. Me abraza; me dice:

—Feliz cumpleaños, vieja —y me aprieta fuerte.

Y entonces a mí se me nubla todo, y ya no puedo ver nada, y solamente siento el calor de mi hijo, que me acaba de hacer el mejor regalo de mis flamantes cincuenta y dos años.

Sacrificios navideños del Zacarías

A veces la crisis tiene sus ventajas. Al Nacho se le ha ocurrido aprovechar que la gente del barrio no tiene dinero para hacer regalos a los hijos, y el sábado puso un cartel en la puerta de la pizzería:

Ya por la tarde se habían apuntado cuarenta y dos padres. Incluso nos llaman por teléfono agradeciéndonos la idea, porque muchos —como excusa— ya le habían dicho a los hijos que Papá Noel había muerto en los disturbios del cierre de Astilleros.

Ay, qué hermoso es ver a los chicos otra vez con los ojos brillantes de ilusión, máxime si además nosotros podemos hacer una buena caja. El problema llegó el domingo, cuando tuvimos que explicarle al Zacarías cuál era su papel en el negocio.

—¡Jamás de los jamases! —gritaba el pobre, y se movía de un lado al otro del patio—. ¡Qué vaya el Toño!

—No le da la estatura, papá —le explicaba el Nacho—. Imagínate al Toño de rojo y con barba… En vez de Papá Noel va a parecer papá pitufo.

—¡Que te folle Gargamel! —le gritaba el Toño al hermano.

—Yo tengo una reputación en el barrio —seguía excusándose el Zacarías—. No puedo ir en moto disfrazado de Papá Noel. Es humillante, Nachito.

—¿Qué reputación tienes, aparte de ser el único que cuando se emborracha vomita siempre en la misma baldosa? —le digo yo—. Que yo sepa es la única reputación que se te conoce.

—Además, no habría que ponerte ni el almohadón en la barriga —le dice la Sofi, palmeándole el michelín al padre—. Lo que sí habría que hacerte es un gorro a tu medida.

—Que me digan borracho pase. ¡Pero cabezón no lo soy!

Ay, cómo nos costaba aguantarnos la risa. Mirábamos al pobre Zacarías ir y venir por el patio, sabiendo que no tenía excusa, que aunque pataleara y pataleara lo primero es el negocio, y nos mordíamos para no soltar la carcajada.

—No, no —decía mi marido, implorando con los ojos—. No me hagáis esto. La gente del bar de enfrente va a estar en la calle. Éste es un trabajo para mi padre, no para mí.

—Ío non posso —dice el Nonno—. Sono molto vieco y me duelen las articulachione.

—Usted es viejo cuando le conviene, papá —se queja el Zacarías.

—El Toño y la Sofi tampoco dan el tipo —descartaba el Nacho—, mamá y yo vamos a estar en la cocina. La Negra Cabeza tiene el día libre… Solamente quedas tú, papá. Si quieres anulamos todo y nos perdemos… —el Nacho finge hacer unas cuentas mentales— unos mil quinientos euros. En una noche.

El Zacarías abre los ojos como el dos de oros.

—¿Esa pasta haríamos? —dice—. Es medio kilo en dos días…

—Entonces, ¿lo haces? —pregunto yo, aguantando la risa.

—Qué sé yo —dice el Zacarías mordiéndose el labio—. Vale, venga…, si es solamente disfrazarse, y de noche…

—No es solamente disfrazarse… —abre la herida la Sofi—. Tienes que ir en la moto gritando «jo jo jo».

Y entonces ya no pudimos aguantar. Hasta el Cantinflas parecía que se meaba de la risa. El Zacarías se encerró en su cuarto soltando tacos, seguro que para pedirle explicaciones al Dios del techo. Y yo me puse a coser el traje rojo. Jamás pensé que mi marido, tan secote como es, podía ser capaz de hacer feliz a tanto crío necesitado de afecto.

Durmiendo con Papá Noel

El 24 al atardecer nos fuimos al parque municipal para que el Zacarías ensayara el papel de Papá Noel y diera un par de vueltas en la moto con el disfraz puesto. El pánfilo se empeñó en usar gafas oscuras para que nadie lo reconociera. Yo le dije:

—Esta noche no vas a ver nada si llevas eso en los ojos.

Pero él erre que erre. Dio un par de vueltas y volvimos a casa. Todo normal: nada que indicara la tragedia nocturna. No debimos haberlo dejado salir por la noche con las gafas de sol a repartir las pizzas. Ahora, que ya pasó todo, me siento un poco culpable. Pero entonces hasta nos parecía gracioso el pobre, vestido así.

Cenamos temprano, porque a la hora punta íbamos a estar todos trabajando. Brindamos, sí. El Zacarías bebió un poco de cava, y eso también pudo haber influido. No sabemos qué pasó: él ahora no se acuerda de nada. No sabemos si fue el traje rojo, la gomaespuma, las gafas de sol, el cava, el árbol que no vio, los frenos que no usó a tiempo… Estábamos todos en la puerta, saludándolo y deseándole suerte.

Él, pobre santo (pobre Santa, en este caso), nos hacía adiós con la manita mientras ponía en marcha la moto. «Jo jo jo» fue lo último que dijo, y arrancó con la primera tanda de pizzas. Lo vimos hacerse pequeño: un punto rojo en la calle desierta.

—¡Jo jo jo! —decía.

Lo vimos acelerar. Subirse a un terraplén. Esquivar un perro. «Jo jo jo», decía. Y entonces lo vimos estamparse contra un árbol a cien metros de casa. Veinte segundos duró la aventura del Zacarías. Veinte segundos tardó en arruinarnos la Navidad.

Salimos todos corriendo en su ayuda, menos el Toño que estaba desparramado de la risa en el recibidor. Lo encontramos semiinconsciente. Al principio nos pareció que sangraba de la cabeza, pero era salsa de tomate. Tenía los ojos abiertos.

—¡Jo jo jo! —decía, sonriendo.

Lo subimos a un taxi y lo llevamos al hospital. Se nos desmayó en el camino. Pero antes le dijo al taxista:

—A ver si apaga la calefacción, hombre… Nosotros los del Polo Norte no estamos acostumbrados a estas temperaturas.

Y nosotros, ingenuos, pensamos que estaba haciendo un chiste.

En el hospital nos lo devolvieron enseguida, y nos recomendaron que lo viera un psiquiatra. Así que esta mañana lo vino a revisar el doctor Madariaga. El psicólogo del Toño salió de la habitación muy serio y nos confirmó lo que ya pensábamos. Fue muy claro:

—Se ha despertado con una identidad que cree la suya y ahora sería muy peligroso contradecirlo.

—¿Y entonces qué, doctor? ¿Hay que seguirle la corriente? —le preguntamos con espanto al psicólogo.

—Su marido se siente Santa Claus, Lola —me dice palmeándome el hombro—, y así debe seguir hasta que se produzca otra vez el clic en su cerebro.

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