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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (7 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—¿Además de esquizofrénico es sarasa? —dijo mi marido—. Ahora va a ver lo que es bueno… Papá, vaya a buscar una soga al garaje —le ordenó el Zacarías a don Américo—; y tú, Toño, coge un palo y ven conmigo.

—¡Leña al mono! —exclamó el Toño y se fue a buscar un palo.

El Nacho y yo gritamos:

—¿Qué vais a hacer? ¡Un poco de sentido común!

Pero ya era tarde.

Los tres hombres de la familia saltaron de la mesa, sincronizados como los del Equipo A, y en medio minuto habían atado al Borja a una silla reposera. El muchacho se movía frenético, igualito que una foca en cautiverio: si no fuera tan triste sería de lo más gracioso.

Mientras escribo esto, en plena madrugada, están los tres negociando con el Nacho los pasos que deben seguirse. El Nacho les implora que lo suelten y lo dejen ir, pero la mayoría (porque la Sofi se ha unido al grupo rebelde) dice que lo mejor es tenerlo atado hasta mañana y llamar temprano al manicomio para que lo vengan a buscar los loqueros, porque dicen que el gordito es peligroso para el barrio. A mí me parece que ver tanto muerto le debe haber hecho daño, pobre gordito, pero lo que más me duele es que el Nacho se esté llevando otra decepción amorosa.

—Mamá, ¡por el amor de Dios! Lo están desnudando —me dice el Nacho—, deja tu cuaderno y ven a poner orden al patio.

De lejos escucho las risas de don Américo:

—¡Eh, gordito, qué piccolina que tienes la picha!

Es difícil escribir en tiempo real, así que lo dejo aquí por hoy. Nos espera una noche muy larga y todavía no sé cómo terminará esta reunión que ha comenzado con una cena inocente y que puede acabar con el secuestro de un sepulturero.

Y aquí no ha pasado nada

Después de largas negociaciones familiares decidimos que el veredicto final nos lo dé la ciencia, y hemos llamado urgentemente al doctor Madariaga, el psicólogo del Toño. Él nos dirá si lo del Borjamari era locura o si solamente se hace el loco para llamar la atención. Madariaga aceptó venir si le pagábamos el precio de una consulta, y llegó a casa al mediodía. Pero nos encontramos con el inconveniente de que el Borja no quería hablar. Nada de nada. Solamente decía que lo soltáramos, que estábamos locos, y que nos iba a denunciar por privación de no sé qué.

Madariaga tuvo una gran idea.

—Si ustedes quieren, puedo utilizar la hipnosis —nos dijo— pero tenemos que estar solos, él y yo.

Así que llevamos al Borja maniatado al garaje (¡lo que cuesta arrastrar a ese muchacho!) y el psicólogo se encerró a solas con él. Nosotros nos quedamos afuera esperando el veredicto. A la media hora emergió Madariaga, serio como un palo.

—El señor gordito padece un extraño trastorno espiritista —nos dice aparatosamente el psicólogo.

—¿Espiritista? —se sorprende el Nacho.

—Sí. Me acaba de decir algo revelador en medio de la hipnosis.

—¿Qué le dijo? —quisimos saber todos a la vez.

—Me dijo —Madariaga hace un silencio que nos deja en vilo, y enseguida pone voz de melodrama—: «En ocasiones… veo muertos». Eso me dijo.

—¡Pero no sea gilipollas, doctor! —le digo yo, con el corazón en la boca—. ¡Que es el dueño de la funeraria! ¿Qué quiere que vea, empanadillas de atún? ¡Claro que ve muertos, hombre, si trabaja de eso…! Todo el día ve muertos, viudas desmayadas, gente llorando…

—¿Pudo sonsacarle algo más en medio de la hipnosis? —me interrumpe el Nacho.

—He logrado entender que tuvo una infancia muy triste, porque era el gordito tontolaba de la escuela —nos explica Madariaga—; quizá por eso se comporta de una manera tan rara, siempre a la defensiva y lleno de complejos…

—¿Ya está? —dice el Zacarías, ansioso—. ¿Ahora que está todo aclarado podemos seguir sacudiéndole un poco?

—¡Shhh! —le digo a mi marido—. Continúe, doctor.

—También me dijo que a veces siente una especie de envidia malsana hacia los comercios del barrio, sobre todo a los que no necesitan hacer daño para prosperar. Me dijo, llorando, que a él le hubiera gustado tener una panadería, vender cada día panecillos tibios, en vez de cargar con una funeraria.

—Pobre… —dice la Sofi, que en el fondo es una romántica.

—Ma qué povero, bambina —se queja don Américo—. El filho de putana me ha rasgato tutta la capocha.

—Porque tú le estabas metiendo el dedo en el culo, abuelo —dice el Toño, que también poco a poco se pone del lado del Borja.

Todos nos quedamos en silencio, con complejo de culpa.

—No se hable más —digo yo—. Soltad ya mismo a ese muchacho y dejadlo que se vaya, que debe de estar muerto de miedo. Lo que me molesta de todo esto es lo que va a pensar de nosotros.

—Eso tiene solución —dice Madariaga—, si me permite un consejo… Todavía está bajo los efectos de la hipnosis, y si quieren, por un módico precio extra puedo hacerlo volver a la realidad sin que recuerde absolutamente nada de este día infausto.

—¿Usted podría hacer eso? —digo yo, encantada—. ¡Qué increíble la ciencia, lo que avanza! ¿Y por cuánto nos saldría?

—Unos ochenta euros más, poca cosa —susurra el psicólogo, pellizcándose el bigote con los dedos de la mano derecha.

El Zacarías se queda pensativo. No le gusta gastar más de la cuenta.

—Venga. Pagamos —dice mi marido—. Pero si se va a olvidar de todo, podríamos aprovechar y pegarle cuatro o cinco patadas más en el culo.

—¡Ni lo sueñes, Zacarías, que la gula es pecado! —digo yo—. Vaya, Madariaga, devuélvanos al gordito como nuevo, que no se acuerde de nada, pero de nada nada. Y usted, Nonno, páguele al psicólogo que después hacemos números en familia.

Madariaga y don Américo se van aparte y finiquitan la transacción, mientras nosotros nos quedamos en el patio. Después el psicólogo entra otra vez al garaje, y a los dos minutos sale del brazo con el Borjamari que camina lentamente, medio atontado.

El doctor Madariaga nos saluda y se va con los bolsillos llenos de billetes. Nosotros nos quedamos mirando al Borja con la mejor sonrisa, como si fuéramos la familia de
La casa de la pradera
. Unos santos a los ojos del pobre desmemoriado. El Borja también sonríe. Dice:

—Muy rico todo, señora Lola, pero creo que ya es hora de irme… Me duele todo el cuerpo, quizá sea el cansancio acumulado.

—Debe de ser, sí —decimos.

—Vete, muchacho —dice el Zacarías—. Ha sido un placer.

El Borja da media vuelta y se empieza a ir. Pero algo va mal. Nos damos cuenta enseguida de que su manera de caminar es muy rara. Va con los bracitos cerrados, como aleteando, y camina medio en cuclillas. A veces se detiene en seco y cacarea. En vez de por la puerta sale por la ventana, y lo vemos alejarse picoteando cosas de la calle. Cuando dobla la esquina y se pierde por las calles del barrio, todos miramos a mi suegro con desconfianza: don Américo es el único que se ríe bajito.

—¡Nonno! —le digo—. ¿Qué le ha hecho al muchacho?

Mi suegro se encoge de hombros.

—Ío non he fato niente —dice—, pero le di chincuanta euro má al dotore para que lo convierta en una gallina al gordito… ¿Ha visto qué belo cómo camina alora? Pareche el pavo de la Navidá.

Gilipollas, pero deseado

—Mamá —me dice el Toño anoche, mientras estoy fregando los platos—. ¿Te puedo hacer una pregunta muy seria?

Me lo quedo mirando y no lo puedo creer. Así vestido no puede fingir seriedad la criatura.

—Mamá, ¿me oyes?

—¿Es muy, pero muy importante, la pregunta? —le digo.

—Del uno al diez, ocho y cuarto.

—Entonces —le digo—, ¿por qué vienes disfrazado de indio, Antonio?

—Es que cuando se me ha ocurrido la pregunta, estábamos jugando a los vaqueros con el Nonno en la calle —me dice—. Pero tú mírame a los ojos, olvídate de las pinturas de guerra.

—Yo solamente espero que no te hayas pintarrajeado la cara con mi pintalabios. ¡Porque te doy un guantazo! —le digo sacando la mano de la espuma—. Ya te he dicho mil veces que no me revises el túper que tengo en el baño.

—No, no tiene nada que ver… Huele, huele —y me acerca la cara—. ¿Lo notas? Es mierda del Cantinflas. Ayer le di de cenar remolacha y hoy me ha devuelto pintura roja. Ese gato, si nos ponemos las pilas, un día nos da óleo.

A veces, por más esfuerzos que hago, se me saltan los lagrimones con esta criatura. Es tanta la impotencia, tan enorme el dolor que me provoca que sea un perfecto estúpido, que me descoloca y no le puedo dar un sopapo a tiempo. Me da por llorar y me olvido del castigo.

El Zacarías, en eso, tiene más reflejos: entre una idiotez del Toño y un mamporro del padre pasan milésimas de segundo. Están como sincronizados de fábrica. Hubo noches que le sacudía un guantazo incluso antes de que el niño hiciera algo malo. A veces no sé si el Zacarías es vidente o es injusto. Pero yo no puedo: me quedo paralizada y no puedo soltar la mano. Me da impotencia que el Toño suelte esas barbaridades.

—¿Y ahora por qué lloras, vieja? —se sorprende el gilipollas.

—No estoy llorando —le digo, y me limpio con el delantal—. Es el detergente este, que no sé lo que le ponen… A ver, ¿qué me quieres preguntar? Date prisa que estoy ocupada, infeliz.

—¿Es verdad que tú te casaste con el Nacho en la barriga? —me suelta.

Me quedo seca, con la paella a medio enjuagar.

—¿Y a ti quién te ha dicho eso?

—Nadie. He echado la cuenta de cuándo te casaste, resté el cumpleaños del Nacho y me da seis.

—¿Seis qué?

—Ah, no sé. A tanto no llego con las cuentas… Pero seis es más bien poco para que venga un bebé.

Me limpio con una servilleta y me siento.

—Sí, me casé embarazada, Einstein. ¿Y qué? —le revelo.

Al ver que no le voy con cuentos, el Toño también se sienta al otro lado de la mesa, y me mira serio. Está como pensativo, un poco ausente. Se conoce que la noticia le ha impresionado. Los ojitos, sin embargo, se le mueven de aquí para allá, como si quisiera preguntar algo más. Entonces va y se atreve:

—Y ya que estás en plan de confesiones —me dice el idiota—, ¿es verdad que la Sofi vino de casualidad, que tú y el Zaca ya no buscabais hijos y os falló el condón?

—¿Pero qué te pasa hoy? —Me levanto y camino alrededor de la mesa—. ¿Te has comido un asistente social? ¿Qué bicho te ha picado?

—¿Pero es o no es? —insiste el Toño—. ¿La Sofi vino de casualidad, sí o no?

—Sí, Antonio, sí. La Sofi vino sin querer, no molestes más —le digo—. Todos los chicos venían sin querer en la época que nació tu hermana… No había dinero para anticonceptivos, así que mucho menos para un aborto.

El Toño, entonces, se me queda mirando, y de golpe sonríe. Una sonrisa así de grande, de oreja a oreja, como si le hubiera salido el sol en medio de la cara.

—¿Algo más? —le digo—. ¿No quieres saber la talla de mi sujetador?

—No. Ya está —me dice, y se empieza a ir de la cocina con la sonrisa como una palangana.

—Ven para acá —le digo antes de que pase por la puerta—. ¿Qué te pasa, por qué estás tan contento ahora?

—Nada, vieja, cosas mías.

—¡Ahora mismo me dices de qué te estás riendo, Antonio!

—Nada, vieja —me dice, con los ojos pequeñitos de alegría, igual que cuando rompe algo caro—. Que si el Nacho y la Sofi fueron por así decirlo hijos no deseados, ¿yo qué vendría a ser?

—No sé. ¿Qué vendrías a ser? —le pregunto, un poco con miedo.

—¡Tu único hijo deseado! —me dice, cada vez más alegre, y me da un abrazo—. Yo ya lo venía sospechando desde hace una semana, pero no quería decir nada para no darles envidia a los otros dos, pobres…

Me aguanto la risa. Si no hubiera tenido ese olor a podrido en la cara me lo como a besos, al pánfilo.

—¿Tú deseado? —le digo—. Tú eres un gilipollas. Eso es lo que eres.

—Seré gilipollas —me dice, contento como unas pascuas—. Pero deseado.

Siempre es difícil volver a casa

Estamos desesperados. Sin dormir, los cinco en vela a esta hora de la madrugada. Llamamos a la policía, a los bomberos; nada. Ni rastro de ninguno… Pero no quiero empezar por el final para no asustarme cuando lea esto más tarde.

Todo empezó ayer por la tarde: la Negra Cabeza llamó a eso de las seis diciendo que está con varicela y que no podía hacer el reparto en moto de las pizzas. El segundo en la lista siempre es el Toño, pero el chico tenía sus razones para negarse.

—Si la Negra está con varicela lo más probable es que yo también lo esté, porque creo que las enfermedades se contagian follando de pie, y ayer me la cepillé en un recibidor —me dijo, y se autoencerró en cuarentena en su habitación, con una bolsa de marihuana terapéutica (terapéutica según él).

Se estaba haciendo de noche y no le encontrábamos solución al problema del reparto. La Sofi no puede ir por ahí en moto porque es menor; el Nacho tenía que cubrir al Toño para atender los pedidos del teléfono; Zacarías ocupaba el lugar del Nacho en el horno, y a mí me tocaba encargarme de la salsa y la atención de mostrador.

—¡Me cago en la mar —bufé a eso de las ocho—, no nos queda nadie para el reparto!

—¿Cóme que nessuno, e ío que sonno, verdurita? —dijo entonces don Américo, surgiendo de detrás de la cortina con el casco ya incrustado en la cabeza y dos pinzas de la ropa en las bocas de los pantalones.

Nos quedamos todos con la boca abierta, mirándolo.

—¿Usted en moto, papá? —dudó el Zacarías, pero sólo fue un instante. Enseguida cerró los ojos, y tomó la decisión que ahora lo llena de angustia—: Pues si no queda otra, vale… Vaya usted, papá, pero conduzca despacio.

Don Américo salió con el primer pedido. Un viaje corto a la zona del parque.

Y ya no volvió.

Dos horas después teníamos treinta y cinco reclamaciones en el contestador automático, dos docenas de pizzas frías esperando y cuatro clientes que habían llamado para darse de baja del servicio. ¿Y mi suegro? Desaparecido en combate, sí señor. En ese momento no sabíamos si preocuparnos por el abuelo o por el negocio. Pero las cosas todavía iban a empeorar.

El reloj siguió girando, dale que te pego, y a medianoche nos olvidamos del desastre económico. El Nacho llamó al hospital y al policlínico. Yo llamé a la policía, por si había habido algún accidente, Dios no lo permitiera. El Zacarías a los bomberos. Nada. En todo el barrio no había pasado nada, ni medio choque, ni un raspón de bicicleta contra un coche mal aparcado.

A la una de la madrugada el Zacarías, desinflado, se dejó caer en una silla y hundió la cabeza entre los brazos, culpándose:

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