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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (5 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—¡No! Ahora no —me desespero—, que sea el jueves. Por la tarde.

Nos despedimos con dos «hasta entonces» susurrados a la vez, como un dúo que cantase boleros de amor por teléfono.

El Nacho me había dicho que hoy era un buen día para la prueba, pero en el último momento decidí que pasara un poco de aire. Es que necesitaba tiempo para respirar, para saborear el aroma de un plato que, está claro, no voy a probar jamás.

Con un impulso de cría adolescente, me he pasado todo el día de hoy de tiendas. Me he comprado un vestido verde, he ido a la peluquería, he caminado por la calle cantando.

—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado en el pelo? —me ha preguntado el Toño hace un momento, al verme volver a casa rejuvenecida.

—¿Te gusta? —le digo.

—Pareces una de esas viejas que no quieren ser viejas.

Mira por qué poca cosa el niño se ha quedado sin cenar.

Nunca hay que hablar de más

¡Ay, qué desastre! El Nacho me pregunta hoy al mediodía si puede traer a trabajar a la pizzería a su novio el José María.

—Es que, según están las cosas, mamá, vamos a necesitar a alguien más —me dice, sin mirarme a los ojos.

Yo le grito:

—¡Pero Nacho! ¿Y con tu padre qué hacemos? Tu padre se muere si se entera de que eres…

Me tendría que haber mordido la lengua antes, porque por la mitad de la frase entra el Zacarías en la cocina, con un vaso de agua y en pijama. Nos quedamos los tres como secos, inmóviles, mientras las palabras empiezan a rebotar por las paredes: «… tu padre se muere si se entera de que eres… si entera de que eres… que eres…».

Cuando la frase deja de hacer eco, vemos que mi marido se empieza a poner blanco, y después flamea, y después se pone amarillo, igual que la bandera del Vaticano. Mira al Nacho con odio en los ojos y le dice:

—¿Qué eres tú? —dice—. ¿Tú qué eres, Ignacio?

—Soy diferente, papá —susurra el Nacho despacio.

—¿Diferente cómo? ¿Y por qué yo no me tengo que enterar?

—Zacarías, no te pongas así —le digo yo—. El nene es…

—¡Tú te callas! —me interrumpe el Zacarías—. Quiero que me lo diga él.

Ignacio se sienta en una silla y se pone a llorar como un niño. Ninguno de los tres nos damos cuenta de que el Nonno ha entrado en la cocina.

—¡Ío tengo tutta la culpa, filho! —le dice mi suegro a mi marido—. ¡He sido ío il culpábile! El Nachitto é merengüe, non é del Dépor… ¡Sempre ha sido del Madrí, come el suo nonno, come ío! —y el abuelo se tapa la cara con las manos y se pone a llorar.

Todos nos quedamos mirando al Zacarías, sin respirar.

—¿Mi padre y mi hijo mayor? —dice el Zacarías—. ¿Los dos? ¿Del Madrid? Esto es el fin de la familia —dice, y se va de la cocina mudo, herido, desinflado, pegando un portazo que ha tirado tres cacerolas.

Cuando nos quedamos solos, el Nonno saca un ojo por entre los dedos y nos mira. Se recompone y le dice al nieto:

—¿Así que ere monosechuale, bambino? —y le acaricia la cabeza, comprensivo.

Los dejo solos, para que se cuenten sus penas, y me voy despacio a la habitación, para consolar al Zacarías. Me lo encuentro cortándose las uñas de los pies, que es mal augurio.

Cada vez que el Zacarías se corta las uñas de los pies es que está sufriendo. Debe de ser su manera de canalizar. No le pasa a menudo, por lo que siempre usa zapatos dos números más grandes. Con uñas largas calza el 43, y cuando sufre mucho vuelve al 41. En la primera época de Felipe González, que estábamos todos con trabajo, llegó a calzar un 45: parecía un payaso, pequeñito y con zapatones gigantes. Cuando vino Aznar y empezaron a echar a gente de Astilleros había tanta tensión en casa que un día le tuve que comprar unos mocasines del 39. Ahora me lo encuentro cortándose las uñas con unas tenacillas, porque piensa que el hijo mayor le salió del Real Madrid. Le digo:

—No sufras, Zacarías, lo importante no es que sea del Madrid o del Depor; lo que importa es que sea feliz.

—¡No me vengas con frases de esos libritos que lees tú, mujer! —me dice—. Preferiría mil veces que tuviera cáncer o que fuera sordo, ¿pero merengue? ¿Nuestro hijo mayor, el único que parecía normal? ¿Cómo lo miro a los ojos yo, ahora? ¿Cómo salgo a la calle?

—No es para tanto —le digo, tanteando la situación—. Peor sería si fuera homosexual, ¿no es cierto?

—¡Ser sarasa es una enfermedad, mujer! —me dice, sacando la lengua porque justo se estaba cortando la uña del dedo pequeño—. Sarasa se nace, cuando eres sarasa no hay tu tía: te gusta la picha desde niño y a la mierda… Pero ser merengue es una elección… ¡No vas a comparar!

—Entonces, ¿preferirías que tu hijo fuese gay?

—¿Merengue o sarasa? —me dice, y se queda pensativo—. Son dos desgracias muy grandes, Lola… Es como si me dijeras moro o sudaca. Las dos cosas son jodidas. Además, si es merengue ya es un poco sarasa, lo llevan en la piel, les viene con el carné de socio… ¡Lo único que falta es que ahora venga y nos diga que quiere ser morito!

—¡Ay, Zacarías, que te pierdes por la boca! —digo yo, espantada—. ¡Con esas cosas no se juega!

El Toño al psicólogo

Por iniciativa del Nacho (que es el único que tiene amigos profesionales) esta mañana he llevado al Toño, a rastras, a ver a un psicólogo, para ver si se puede hacer algo con la criatura.

Como era la primera visita, me he metido dentro de la consulta con él, y ahora estoy con una rabia tremenda… Nada más llegar, el caprichoso ha querido echarse en el sofá, como en las películas de psicólogos, y eso que el doctor le decía que no hacía falta. Pero él venga, que quería echarse en el sofá. Cuando se ha salido con la suya y se ha acostado, se nos quedó dormido y empezó a roncar.

—¡Pero niño —le digo yo—, atiende lo que dice el doctor Madariaga!

—No, señora, no le presione —me reprocha el psicólogo—, está intentando llamar nuestra atención.

—¿Usted cree? —le digo—. A mí me parece que está atragantado de Trapax, se pasa las noches tomando pastillas con los amigos, y después llega la mañana y siempre está un poco gilipollas.

—¿Eso es cierto, Antonio? —dice el doctor—. ¿Necesitas evadirte por las noches?

—¿No tienes un almohadón, bigote? —balbucea al Toño, y yo me pongo toda colorada.

—¿Un almohadón…? —dice el psicólogo, que se ve tiene una paciencia increíble con los locos—. ¿Te sientes generalmente incómodo?

—En vez de poner esa voz de canario podrías ir a buscarme un almohadón, psicópata —le dice el Toño.

—¡Toño, que el señor es psicólogo! ¡Le pides perdón al doctor ahora mismo! —le digo yo, agarrándolo de una oreja.

—Señora —me dice Madariaga mientras me mira con unos ojos hipnóticos que parecen los de una lechuza—. ¿Nos deja solos, por favor? Yo no puedo trabajar si usted presenta esta actitud tan hostil.

—¡Ja! —dice el Toño, abriendo un ojo—. ¡Bravo, psicópata! Déjanos solos, vieja hostil, ¿no has oído al señor?

Así que me he venido para casa dando un portazo que casi se le caen todos los diplomas. Lo más probable es que ahora el Toño se haga amigo del pánfilo aquel, y salgan los dos de noche a tomar pastillas por ahí. Ya no se puede confiar ni en la medicina.

Ha llegado un mago con las manos enharinadas

Douglas ha llegado puntual, a las cuatro de la tarde. Se ha ido hace un momento y me he encerrado a escribir. Me palpita el corazón; no, en realidad me siento idiota.

Nos acaba de dar una clase magistral sobre cómo se prepara la masa de una pizza para que, según sus palabras, «posea la dura coraza del pan francés, el corazón tierno de la galleta criolla y el alma alegre de la tarantela». ¡Usa unas palabras este hombre, que se me acartonan las bragas inmediatamente!

Mientras lo veía trabajar en la cocina, haciéndonos una prueba para lograr un puesto de trabajo, no podía dejar de compararlo con el Karlos Arguiñano. Lo he mirado hipnotizada, casi babeando. Siempre me pasa que hago zapping sin mirar, hasta que aparece el Arguiñano… ¡Tiene un modo de explicar las cosas ese hombre, tan parecido a Douglas! Y además, es muy limpio… Un día yo lo vi en persona, en Benidorm, y lo olfateé de arriba abajo, para ver qué olor tenía. Huele a príncipe azul, a marido detallista y a jabón de Marsella.

Karlos cocina, canta, cuenta chistes subidos, hace la comida, te cuenta anécdotas, y haga lo que haga yo lo miro y suspiro de emoción, igual que esta tarde con Salvático. ¡Me suben unos orgasmos que me tiemblan las rodillas! A veces pasa el Zacarías y yo aprieto las piernas para que no me oiga el orgasmo… Igual mi marido nunca se entera de estas cosas, ni que se las expliques en una pizarra.

En esas cosas pensaba yo mientras el chef uruguayo nos enseñaba sus trucos culinarios. Hacía malabarismos con el disco de la masa, la giraba con un dedo y hablaba sobre la historia de la pizza, todo a la vez. La Sofi y yo teníamos la boca abierta y no podímos dejar de sentir su perfume: el perfume inconfundible de los hombres de mundo.

Cuando acabó, el Nacho le dijo que había superado la prueba. A mí me dio un poco de miedo que mi hijo mayor también se hubiera enamorado del chef, pero no dije nada por culpa de la emoción.

—Me alegra muchísimo poder trabajar con todos ustedes —dijo Douglas, mirándome solamente a mí.

—El gusto será nuestro —dije yo, con el corazón que se me escapaba de la blusa.

Se fue a las cinco y veinte, con la promesa de volver desde el lunes, a las once de la mañana, para siempre.

Los varones de la familia —el Toño y su padre, claro— dicen que Douglas es un poco amanerado. Es la envidia, digo yo. ¡Cómo me va a costar esta noche meterme en la misma cama que el pánfilo del Zacarías!

La vida real es muy triste

Todavía estoy temblando. Esta noche ha muerto José María, el novio del Nacho, y yo estoy que no puedo tenerme en pie. Ha sonado el teléfono a las tres y media de la mañana; mi Nacho estaba aún despierto, diseñando en el ordenador unos carteles que vamos poner en los comercios del barrio, con una oferta de tres pizzas y una Fanta al precio de dos pizzas y una Coca-Cola.

El teléfono lo ha cogido el Zacarías, desde la cama, y él mismo ha venido a avisar:

—Ignacio, te ha llamado no sé quién, que se ha muerto un amigo tuyo de la facultad.

El Nacho me mira primero a mí y después al padre, pero no ha preguntado «quién» ni nada. Solamente me ha dado la mano. Yo sí que he preguntado, con un hilo de voz:

—¿Te han dicho quién?

El Zacarías mira un papel donde tiene apuntado un nombre:

—Un tal José María Hernández, ¿no es el tío aquel un poco pánfilo que venía a estudiar a casa el año pasado? —dice—. Se ha pegado un tortazo en la avenida con el coche.

Lo primero que hago es abrazar a mi hijo. Es un acto mecánico. Me importa un pimiento que el Zacarías sospeche algo. El Nacho se me pone a temblar y me aprieta tan fuerte que yo pienso que me está ahorcando. Y después, pobre hijo mío, se desinfla y rompe a llorar a gritos. Es que no lo podíamos parar. Lloraba como la sirena de una ambulancia.

Entonces el Zacarías empieza a mirar raro al hijo. Yo rezo para que no diga nada, pero a mi marido le encanta hablar más de la cuenta cuando hay que tener el pico cerrado.

—¡Eh! —dice riéndose—. ¡Ni que hubiera perdido el Depor! ¿Pero ese muchacho era tu hembra?

El Nacho ya está fuera de sí, como en otro mundo, pero la sorna del padre se ve que le llega hasta el corazón. Se levanta con la cara deformada de dolor y empuja al padre contra la pared:

—¡No, mi hembra no, papá! ¡Mi pareja! ¿Y sabes lo que eres tú? ¡Un retrógrado hijo de puta! ¡Fascista, mal nacido!

Al Nacho todo esto le sale con la voz aflautada, aguda como la de un pájaro mojado. Para ser sincera, la voz le sale muy, pero muy homosexual. Tanto que me da un poco de vergüenza.

Después de insultar al padre de arriba abajo se pone la chaqueta y sale para la calle dando un portazo. El Zacarías se queda quieto como una estatua. Lo único que hace es mirarme, como preguntándome todo con los ojos. Yo no digo nada, estoy como en otra parte.

—¿Cómo que «la pareja», Lola? —me dice al rato, como un zombi—. ¿Será posible que yo siempre me entere el último de las cosas?

Yo no le contesto nada, porque estoy muda de repente. Y él cada vez más crispado.

—¡Contesta, mujer! ¿Cómo que «la pareja»? ¿Ese hijo de puta se folla a mi hijo? ¡Es que lo mato al José María de los cojones!

—Zacarías, que tú no matas a nadie —le digo cogiéndolo de los hombros—. ¿Es que eres tonto? ¿No te das cuenta de que el pobre muchacho ya está muerto?

Se queda allí, como una estaca en medio de la habitación, parpadeando igual que un semáforo roto. Y dice, ya sin fuerzas:

—Claro, si además de todo ya está muerto… —y me mira volviendo en sí—. ¿No ves, mujer, que llego tarde a todos lados?

El Toño gana por puntos

El Toño entra a la cocina muy serio anoche, mientras yo lavaba las tazas y el Zacarías leía el diario:

—Papá, ¿por qué ahora que el Nacho es sarasa nadie le dice nada, mientras que si yo la cago mínimamente, como cuando me expulsaron del instituto, todo el mundo dice que soy un infradotado y la vieja me manda al psicólogo?

Yo miro al Toño, respiro hondo, me seco las manos con el delantal y le digo que se siente a la mesa un rato para conversar. No quiero dejarle esa conversación al Zacarías porque está muy alterado.

Primero le explico al niño que no le quiero oír nunca más la palabra «sarasa» para referirse a su hermano: que se debe decir «ser humano con inclinaciones sexuales enfermizas», o directamente «invertido».

El Zacarías no dice nada, pero yo veo que, por momentos, los ojos se le ponen de color bermellón. Se nota que no le gusta el tema. Después le digo al Toño que no puede compararse con su hermano, que su hermano es el único de la familia que ha ido a la universidad y que se ha pasado casi todo el año manteniendo a la familia. Le digo que el Nacho ha salido sensible porque es muy leído, y que tenemos que apoyarlo porque lo está pasando muy mal ahora que se le ha muerto su amigo íntimo. Y también le digo que ni yo ni su padre hemos hecho nunca diferencia entre los tres hijos, porque a los tres los queremos por igual.

—Sí —dice el Toño—, pero ahora que el Nacho es sarasa me imagino que baja puntos y os corresponde quererme a mí un poquito más que antes.

El Zacarías bufa despacio (mala señal) pero tampoco dice nada. A mí, a veces, los silencios del Zacarías me dan mucho más terror que sus gritos y pataleos. Para ganar tiempo le increpo:

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