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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (18 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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Me quedo hecha un ovillo en la cama, con los ojos abiertos, pensando que sí, que lo ha dicho a lo bruto, como todo lo que dice, pero que tiene razón. Dos abuelos juntando los pelos: eso vamos a ser en pocos días… Qué asco.

Las hormonas de la juventud

Cuando ayer los niños me pidieron permiso para hacer una fiesta nocturna en casa con algunos amigos, yo como una gilipollas recordé mis tiempos: el juego de la botella, las charlas de amores frustrados, el fútbol mixto (que era el único deporte que te excitaba un poco) y les dije que sí. ¡Qué decisión equivocada!

También ayudó que venía la Sandrita, que es una compañera de la Sofi del colegio, y que es una criatura muy religiosa. Así que no pensé que pudieran hacer ninguna locura. Igual, pensé para mis adentros, son los últimos coletazos del verano, y la niña desde que se junta con Sandra está bastante recatada. Así que a las siete de la tarde (hace un rato nada más) llegaron la Jésica, el Pajabrava, la Sandra, el Toño y la Sofi con un montón de cocacolas y cortezas, y se fueron al patio. Para empezar, me dijeron que no querían que los molestase.

Como el Zacarías los lunes tiene billar, yo cené sola en la cocina, aunque de vez en cuando echaba una ojeada al patio, por lo que pudiera pasar. Pero al rato me entretuve con mis recuerdos de picnics en casa. ¡Qué tiempos!

No me acuerdo de cuánto tiempo pasó hasta que, medio ensimismada, miré otra vez a los chicos en el patio. No sé si fue a los diez minutos o si ya habían pasado dos horas… El asunto es que ya era de noche y estaban los cinco en pelota picada alrededor de un mantel. En el césped. Desnudos como en las orgías esas que pasaban en la serie
Yo, Carlos
, que eran todos unos degenerados de la Edad Media.

—¡Me cago en la leche! —salí gritando como una loca al patio—. ¿Qué estáis haciendo?

—Estamos jugando al strippoker, señora —me dice la Sandra, y yo de repente descubrí que esa muchacha no era religiosa: era imbécil.

—¡Pero cómo es posible, con lo recatada que eres, Sandrita! —le digo, tratando de no mirarle a nadie ninguna parte del cuerpo recubierta con pelitos—. ¿Cómo es eso del strippoker, qué coño es, como el juego de la botella?

—¡Nada que ver! —me dice la Sofi, que solamente tenía puesto el reloj—. El que coge una carta más alta que el dos se tiene que quitar una prenda.

—¡Pero si la mayoría de las cartas son más altas que el dos, desvergonzada! —le grito.

—¿Y por qué te piensas que estamos todos desnudos? —dice el Toño.

Me quedé mirando a los cinco sexópatas. Parecían esos cuadros de los museos, todos en pelotas y en el suelo. Se conoce que la Sofi y el Toño pasaron bastante hambre en la época de Aznar, pensé, porque se les marca mucho el costillar.

—Sofía, Sandrita, Jésica —les ordeno—, os vestís las tres ahora mismo, antes de que llegue el Zacarías.

—¡Pero mamá! —se queja la Sofi.

—Y vosotros dos —señalando al Toño y al Pajabrava—: ¡Mirad a las chicas a los ojos! Por lo menos disimulad, que parecéis perros empalmados…

—¿La Sofi tiene ojos? —dice el Pajabrava, y Sofía lo mira enamoradísima, como si el chico le hubiera dicho un piropo.

—Tú no te hagas el galán, y cúbrete un poco, que me da impresión —le digo—. ¿Cuántos añitos tienes?

—Dieciséis —me dice el Pajabrava.

—¿Cómo el Toño? —me sorprendo—. ¡Qué diferencia de longitud!

—Mamá, ¿has visto las tetas que tiene la Sofi? ¿No estará embarazada tu hija? —cambia de tema el Toño, que no le gusta que comparen su aparato con el de otros seres humanos.

—¿Todavía tienes ganas de hacer chistes? —le digo—. ¡Recoge las cartas antes que tu abuelo se entere de que les estáis usando las Fournier Edición Oro!

El Toño se ríe y mira al interior de la casa.

—El Nonno hace dos horas que está con los prismáticos desde la ventana de su cuarto apuntando al culo de la Jésica —me dice el Toño—. Y además, la idea del strippoker fue suya.

—¡Bambino chivatto! —oigo a don Américo escondido detrás de la persiana—. ¡É la última vé que te donno una idea, lencualarga, desagradechiddo!

—¿Tu abuelo me está mirando el culo? —dice la Jésica tapándose las vergüenzas con una servilleta—. ¡Qué viejo verde!

—¡Chésica, per tapare ese upite va nechesitare una sábana! —le grita mi suegro, ofendido por lo de viejo verde.

Una vez que los cinco adolescentes se vistieron, encerré a cada género en una habitación: las hembras por un lado y los machos por el otro, porque en estos tiempos no se puede confiar en las hormonas de la juventud. Y viendo la calentura del Nonno, tampoco se puede confiar en las hormonas de la tercera edad. Al final, el único que parece no tener sangre en las venas es el Zacarías, que no juega conmigo ni al solitario. ¡Hasta a los naipes tengo mala suerte!

El día que vendimos pizza bendita

El miércoles se nos presentó la disyuntiva: ¿abrimos la pizzería durante Semana Santa o nos quedamos tranquilamente en casa, sin trabajar hasta el lunes? Muy devotos no somos, todo hay que decirlo. Pero trabajadores menos. Así que nos pasamos la tarde dándole vueltas al tema. Por suerte, a falta de las ideas marketineras del Nacho, don Américo tuvo una ocurrencia que nos llenó de clientes el negocio.

—¿E per qué non preparamo una pizza bene católica, apostólica e romana? —propuso mi suegro, y a todos nos pareció lo más correcto.

Hubo dos o tres ideas que desechamos enseguida (dibujar encima de la pizza un Cristo de mozzarella nos pareció un pelín hereje, máxime porque al Toño se le ocurrió hacerle al Jesús los bigotes y la barba con anchoas y la sangre de pimiento morrón), hasta que por fin dimos con la clave: la pizza, en lugar de masa común, tendría láminas de hostia.

Como digo siempre: en la sencillez está el arte.

Para promocionar el nuevo producto de pizzería La Estación, mandamos hacer unos folletos en la imprenta el mismísimo miércoles, y mientras la Sofi y la Negra Cabeza los repartían, los demás pasábamos toda la noche venga hornear y rezar. El rumor se expandió rápido, y a las ocho de la mañana del jueves ya había feligreses haciendo cola para llevarse una hostia a los cuatro quesos y dos cocacolas light.

Lo que no hubiéramos pensado nunca era que la Iglesia se nos iba a enfadar tanto. El jueves todo anduvo sobre ruedas. Vendimos doscientas ocho pizzas a la hostia y unas cincuenta pizzas normales (porque aquí hay también mucho ateo). La cosa se complicó cuando mi suegro, envalentonado, se puso a confesar gente por un plus de dos euros.

—¡Una pizza a la hostia e una confezione per cuatro euro —pregonaba—, e la Trina Limone gratis!

Es verdad: el asunto se nos fue un poco de las manos, porque no paraba de llegar gente; incluso algunos —se ve que los más fieles— venían de rodillas desde sus casas, por lo que además de venderles la pizza había que curarles las llagas.

Pero el viernes, cuando ya todo el barrio se había zampado por lo menos dos porciones de la pizza milagrosa, apareció por el negocio el arzobispo Emilio del Arco, echando humo por las orejas, acompañado de la policía y con dos abogados de la diócesis.

—Ahí los tiene, agente —decía, señalándonos—; por culpa de esta gente tengo las iglesias medio vacías.

El representante de la ley nos pidió los documentos, y después (lo que es el instinto) se comió media pizza gratis. Justo entonces nos prohibió confesar a los clientes y nos cayó una multa de cincuenta euros por escándalo en la vía pública. Nosotros pagamos sin rechistar, porque de todos modos el negocio nos salía a cuenta. Pero al arzobispo le pareció poco castigo.

—¡No señor! —gritaba con esa voz acampanada que tiene—. Lo que hay que hacer es clausurarles el comercio y meterlos presos a todos… Nadie puede lucrarse con la fe.

—¿Cómo que no se puede? —se me escapó del alma—. ¿Y usted el Toyota ese que está en la puerta cómo se lo compró, señor arzobispo? ¿Lo ganó en el
Un Dos Tres
?

—El Toyota no es mío —se defendió el arzobispo Emilio del Arco—, es de la diócesis; un arzobispo no tiene nada a su nombre, un arzobispo es, como mucho, el chófer de Dios. Y la Iglesia no se lucra con la fe. «Es» la fe. —Y enseguida, mirando a uno de sus abogados—: Explíqueles, doctor Martínez, o para qué mierda lo hago venir.

—Los seglares no pueden vender hostias en nombre de Cristo —recitó Martínez, el abogado de la Iglesia—. Jesucristo® y todos sus derivados son una marca registrada a nombre del ilustrísimo señor arzobispo.

—Entonces que también metan preso a Mel Gibson —se queja el Toño—, que ése sí que se está haciendo el agosto con Cristo… ¿Por qué siempre nos meten presos a los fumadores? ¡Id a buscar a los traficantes!

Nos pasamos la tarde discutiendo, mientras el Zacarías y la Sofi, a espaldas de la conversación teológica, seguían vendiendo pizzas como si se fuese a acabar el mundo.

Gracias a Dios —nunca mejor dicho—, después de varios tejemanejes pudimos negociar con el arzobispo y llegamos a un acuerdo justo. Él nos deja seguir vendiendo pizza a la hostia® hasta el domingo, y el treinta por ciento de las ganancias quedaban para él. Perdón: para los pobres (así quedó escrito en el contrato). Según el arzobispo, él mismo en persona iría esta semana, casa por casa de los pobres, a darles un pedacito de la ganancia. ¡Lo que es la fe!

La Sofi cumple los quince

Cumplí mis primeros quince años con la dictadura declinante. Mi padre, linotipista y republicano (que es una mezcla muy fea), había tenido que desaparecer del mapa un tiempo, y mi madre iba y venía llorando por los rincones, ajena a mí y a todo, así que no tuvo ni tiempo para recordar que aquel 19 de diciembre era el día en que yo me convertía en una señorita.

Fui una de las pocas de mi colegio que no tuvo fiesta de cumpleaños, y aquello —a finales de los sesenta— era como no tener dientes. Por eso desde que nació la Sofi he ido guardando peseta a peseta en mi cajón secreto; todo lo que me sobraba de la compra, las propinas de la boutique, la ganancia de los pasteles que repartía por el barrio antes de abrir la pizzería, todo todo, porque siempre tuve muy presente que mi hija, cuando cumpliese quince años, tendría la fiesta que yo no tuve nunca. Y la fiesta sería monumental, idéntica al sueño que ha estado rebotando en mi cabeza.

Anoche llegó el momento de darle a la niña la sorpresa de su vida. Ella cumple sus primeros quince el 28 de este mes. Faltan dos semanas solamente, así que he alquilado el Salón de Fiestas Anús, lo más fino de todo el barrio. Con la otra mitad de los ahorros tenía pensado comprarle un vestido largo, pero lo he pensado mejor y he decidido que lo eligiese ella. Así que anoche la he llamado a la cocina y se lo he dicho, con mi mejor sonrisa.

—¿Fiesta de los quince? ¿Para mí? Tú estás mal —me suelta la impertinente, frunciendo la nariz como si le estuviera hablando de limpiar el váter—. Eso es cutre, vieja. Ya no se hace.

Me he quedado un segundo con la sonrisa petrificada en la boca, con los dientes apretados, como si los labios fueran un escaparate con juguetes antiguos. Cuando me doy cuenta de lo que estaba pasando, me puse muy seria y casi se me escapa un bofetón, pero me mantuve como una señora.

—Me importa un pepino —le digo, con odio en la voz—. ¡Yo no tuve fiesta, ingrata! Tus abuelos no me pudieron pagar mi sueño dorado y tú en cambio sí la vas a tener. ¡Lo quieras o no, te voy a dar la mayor felicidad de tu vida!

—¡Pero si es muy cutre eso de la fiesta, es muy barriobajero! —se empecina—. ¿De qué felicidad me estás hablando?

En mis tiempos la fiesta de cumpleaños era, para todas las mocosas de la edad de la Sofía, como tocar el cielo con las manos. Máxime la de los quince… Una especie de ensayo general del casamiento: se tiraba la casa por la ventana, te compraban un vestido caro, había muchos invitados en tu honor, primero bailabas el vals y después el twist. Casi siempre dábamos en nuestra fiesta el primer beso con lengua, detrás de un ligustro, a la luz de las farolas. Por eso no entiendo ahora a mi hija, tan en sus trece…

—A ver, mocosa irresponsable —le digo poniéndome nostálgica—: mi madre siempre quiso estudiar violín y, como no pudo, me mandó a mí seis años a estudiar violín. ¡Y yo fui todos los jueves de mi infancia, sin chistar!

—¿Y? —me dice.

—¡Que ahora me toca a mí, descastada! Yo no tuve fiesta, y tú la vas a tener. Aunque te tenga que atar a la pata de la tarta. Mis fracasos los pago contigo, te guste o no te guste. ¿Está claro?

—Las tartas no tienen patas, mamá, estás delirando.

—¡La que he escogido para tu fiesta tiene tres pisos! —le grito en la cara—. Así que mejor que tenga patas, porque si no se nos viene abajo.

—Todo esto me da muchísimo asco, vieja… Una tarta de tres pisos es lo más cutre del mundo. Ni pienso pisar esa fiesta. Olvídate.

La discusión estaba a punto de caramelo, pero el problema es que yo estaba perdiendo los nervios… Y aunque no me gusta recurrir al teatro vocacional, tuve que echar mano al arma más ruin de las madres: el llanto incontenible.

—No puedes hacerme esto, me vas a matar de un disgusto un día, vas a ver —le digo entonces, arrastrando las palabras en el charco de un puchero bien medido.

Espero la reacción, pero la niñata ni se mosquea.

—En esta época a las chicas que cumplen quince, los padres les regalan una moto o un viaje a Eurodisney —me dice, completamente inmunizada—. Así que ve pensándolo, mamá: o me regalas algo para que me parta la cabeza contra un poste, o me regalas algo para que me vaya en avión a otro país. Pero una fiesta cutre, ni muerta.

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