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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (15 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—Estás pensando lo mismo que yo, ¿cierto? —le digo tristona, abrazándolo un poco.

—Sí, mujer, claro… Pero no te preocupes… —me dice cabizbajo—: tú me grabas el partido, y yo lo veo cuando vuelva. No te pongas triste por eso.

Instrucciones para domesticar a un yerno

Ayer la Sofi trajo al Pajabrava, su noviete nuevo, a merendar. ¡Un susto tenía ese pobre muchacho! Se conoce que el carácter del Zacarías ha de ser famoso en el barrio. Así que el chico entró, despacio, rojo como un tomate, y se quedó quieto al lado de la niña.

—Papá, mamá —nos lo presenta la Sofi—, éste es el Pajabrava, mi novio.

Yo estaba planchando y el Zacarías miraba la televisión cabeceando un poco de sueño. Los dos levantamos la vista y miramos un buen rato al chico, en silencio, más que nada para meterle miedo. Con cara de mala gente, sin saludarlo ni nada. Después nos miramos entre nosotros, como dos buitres que ya huelen la carne muerta.

—Ve a prepararle algo para beber al muchacho, Sofía —digo yo con voz de mosquita muerta—. Y tú, joven, siéntate allí, como en tu casa —y le señalo el sofá donde descansa, impertérrito, el Zacarías.

—No… yo… No quiero molestar, señora, mejor voy con la Sofía… —tartamudea el pichón.

Mi marido, secamente, aparta el periódico y el mando a distancia para que quede espacio en el sofá. Cuando un futuro suegro te hace sitio, querido, hay que sentarse: ya estás en la jaula del tigre. Así que el muchachito, muerto de miedo, va y se acomoda. El Zacarías y yo nos miramos, cómplices.

Yo le hago la seña de siempre al Zaca. Dos dedos levantados sobre la teta izquierda. Eso quiere decir: «¿Le cuentas por qué te despidieron de Astilleros, o le muestro el álbum de fotos familiares?». El Zacarías se queda pensando un momento, mirando de reojo a la presa, y me hace la seña de cerrar los ojos tres veces con el meñique en alto. «Entendido», digo yo articulando el pulgar dos veces.

—¿Quieres ver fotos, corazón, mientras llega la Sofía con el colacao? —le digo.

Y antes de que el pobre diablo pueda decir esta boca es mía, traigo de la biblioteca los tres volúmenes de la familia, desde 1967 a la actualidad. Y me siento con él en el sofá.

El Zacarías (¡lo habremos hecho tantas veces!) se levanta y se va a distraer a la Sofi por lo menos dos horitas. Se va sin saludar, como corresponde. Diciendo: «Bah bah bah», que significa, a oídos del novato: «Qué gilipollas es este niñato, no merece la pena ni decirle adiós».

Entonces empieza mi trabajo. «Tomo uno, verano de 1967, vacaciones en Benidorm.» Pongo el dedo en la primera foto, tomo aire porque la cosa va para largo y empiezo:

—¡Ay, mira qué risa, niño! —digo, cogiéndolo por la camiseta—. Ésta era la tía Amparo. La hermana de la Conchi, que es esta que aparece detrás del coche. En esa época usábamos unos peinados… ¿has visto?… El gordo del medio es el abuelo Agustín, que vendría a ser el bisabuelo de la Sofi. Se murió de un cáncer de próstata, no sabes qué doloroso…

Hay que hablar rápido y tratar de marear a la presa. Ése es el truco; ahí reside todo. Una hora después empiezas a cansarte, pero lo importante es no perder el ritmo ni quedarse sin saliva. El Toño viene a cada rato y me trae agua o un vaso de Trina de naranja.

—¡Ay, pero qué fotos pequeñitas se hacían en esta época, muchacho! —le digo a la hora y media, cuando empezamos el tomo dos—. ¿Ves? Aquí está la yaya Antonia, y ésta es su sobrina la Inés, que no era tan gorda como está aquí: seguramente ya esperaba a las mellizas… Enseguida verás a las mellizas en el tomo tres….

Y así más o menos dos horas largas. La lengua te queda seca y pastosa, pero por lo general la tortura funciona… Eso sí: me aburro como una ostra, pero hay que hacerlo, porque es la única manera de saber si los pretendientes que trae la Sofi son de buena familia o son unos degenerados. El Pajabrava resultó ser bastante simpático. Se me quedó dormido más o menos en el tomo tres, pero no se quejó.

—Eres idéntica a tu tía abuela Mari Carmen —le dice el Pajabrava a la Sofía.

—¿A quién? —pregunta ella.

—Tu tía abuela, la madre del Octavio, el que trabajaba en Dupont —explica, ya experto, el Pajabrava.

El Zacarías y yo nos miramos, satisfechos. El pequeño pánfilo ha pasado la prueba con un ocho y medio. Puede seguir viniendo a casa sin mayores inconvenientes hasta la prueba final del Zacarías: ésa sí que es difícil de superar. No sabe lo que le espera, el pobre infeliz.

Abuela

Hoy por la noche ha llamado el Nacho. Atendió el Zacarías, pero mi hijo quiso hablar conmigo, quiso que fuera yo la primera en enterarme.

—¿Estáis todos ahí? —me preguntó.

—Sí, mi niño, ¿qué pasa? —dije.

—¿Pero estáis todos todos? ¿Está el abuelo Zacarías, el bisabuelo, el tito Toño y la tía Sofi? ¿Seguro están todos, abuela?

Entendí enseguida. Tan gilipollas no soy. Pero no pude hablar, no me salía ninguna palabra. Quería decirle muchas cosas al Nacho, pero no podía. Me puse a llorar en el teléfono, mientras el Nacho me decía que quería estar seguro antes de decirnos nada, y que por eso la noticia me la daba ahora y no la semana pasada…

—Entonces, ¿de cuánto está? —pregunté llorando, y todo el mundo dejó de fingir que no escuchaba la conversación.

Todos se quedaron mirándome.

—De tres meses —me dijo el Nacho.

Aproveché que todo el mundo quería el teléfono para felicitar al Nacho y me fui a llorar a la habitación. Desde la cama escuché la alegría de la familia, las carcajadas del Zacarías y la felicidad de la Sofi y el Toño.

Hace un rato, a las dos y diez de la madrugada, en casa todos dormían ya y soñaban con el hijo del Nacho. Pero yo no podía pegar ojo. Entonces, de un momento a otro, me salieron los puntitos. Los de las manos. Esos que dicen que, ahora sí, y hasta el final, vas a ser una vieja.

No entiendo cómo llegaron de forma tan repentina, porque yo pensaba que se instalaban poco a poco, pero no. Llegan como los okupas, en manifestación, se te meten debajo de la piel, sin respetar las arrugas ni nada. Y van derechos a las manos, que es lo que una usa más. Se conoce que estaban esperando a que fuese abuela.

No sé por qué, tengo la costumbre de usar las manos para todo. Ha de ser una cuestión cultural. Para saludar, para cocinar, para pegarle un bofetón cariñoso a la Sofi, para decirle al Toño «ven aquí, maleducado», para pedir una Coca-Cola. Para todo tengo que usar estas manos que ahora están llenas de puntitos. ¡Qué vergüenza!

Estuve a punto de despertar al Zacarías y contárselo, pero preferí hablar del tema con alguien más sensible.

—La he cagado, corazón —le digo al Nacho por teléfono, antes incluso de decirle hola.

—¿Mamá? —me dice, con la voz ronca—. ¿Eres tú? Son las dos de la mañana… ¿Le ha ocurrido algo al Nonno?

—No, el Nonno está bien, mejor que yo —le digo, un poco llorando—. Me ocurre a mí.

—¿Qué pasa? Me estás asustando.

—Me han aparecido los puntitos.

—¿Qué puntitos? —me dice con voz de dormido.

—¡Los de las manos, cuáles van a ser, pánfilo! —le digo—. Hace un momento me he levantado a por agua y tenía las manos de mi madre.

—Pero mamá… ¿Me llamas para eso?

—¿Qué hago, Nacho?

—Lo mejor es que te acuestes y duermas —me dice—. Mañana hablaremos.

—¿Ves? Desde que la Marilú tiene a mi nieto en su barriga y yo tengo estos puntitos, me tratas como a una vieja.

—¿Pero te sientes bien o tienes algún otro síntoma de vejez?

—¿Otro síntoma? ¿Como qué?

—Deseos de fregar el rellano a las seis de la mañana, por ejemplo —me dice—, o ganas de llamar por teléfono a tu hijo de madrugada por una gilipollez… Cosas así.

—¿Me estás vacilando?

—Claro, mamá —me dice—. Vete a dormir, venga, mañana hablamos. Un beso —y me corta, el desaprensivo.

Mientras escribo esto, me miro las manos; siento como si escribiera otra señora, no yo. ¿Será que ser abuela acelera los demás síntomas de la decadencia? ¿Será que la vida me ha pasado volando y no me di cuenta de nada?

Son unos puntitos pequeños, asquerosos, como si se me hubiese caído un poco de café en las manos. Salpicaduras, eso parecen. No son gran cosa, pero están en unas manos viejas que ya no son las mías.

Tengo miedo de arrepentirme de lo que he hecho, de que un día, así de golpe, igual que aparecieron estos puntitos, aparezca el resto de la vejez, también de golpe y porrazo. Tengo miedo de que me empiecen a gustar las mecedoras, la programación de la tele por la tarde. Tengo miedo de empezar a tejer y que me guste. De empezar a leer en el diario las necrológicas para encontrar amigos muertos. De que la gente comience a decirme doña Lola. O abuelita.

Antes, cuando yo era joven y no tenía puntitos en las manos, el Nacho quería hablar conmigo a cualquier hora. No le importaba hablar conmigo… Pero desde hoy, que tengo estas hormigas pequeñitas aquí y aquí, que tengo esta sensación de película que se termina, me envía a dormir como a una vieja. ¡Cómo si no supiera que las viejas no dormimos!

Mañana mismo me compro una radio portátil y me la pongo entre la oreja y la almohada. Si voy a ser una vieja, tendré que conseguir todos los accesorios para pasar las noches en vela. ¿Ya tendré también olor a pis de gato y no me doy cuenta? ¡Ay, qué vida más corta y desagradecida!

El Zacarías está celoso

Ayer por la noche, para celebrar las buenas noticias del Nacho, he invitado a Douglas a cenar. Me salió del alma. No puede ser que ya lleve casi seis meses trabajando con nosotros y nunca se lo hayamos agradecido en familia. Pero al Zacarías le dio uno de esos ataques de celos que más parecen ataques gástricos: se pasó la cena eructando, rascándose la oreja con el mango del cuchillo, comiendo con la boca abierta y contando chistes verdes.

La forma en que el Zacarías manifiesta sus celos es un poco prehistórica. A mí me parece que su manera de marcar lo que es suyo la aprendió de sus antepasados, los rinocerontes. Porque yo no creo que mi marido descienda de los monos, que son unos bichos tan simpáticos.

Al Toño le está encantando esta faceta celosa del padre y se la ríe: cada ruido, cada insolencia… La risa del Toño, a su vez, es como si envalentonara a mi marido, que exagera más aún. Si antes había eructado, ahora se ladea un poco y se expresa con un ruido que parece el fin del mundo, o el fin de sus propios intestinos; si durante el segundo plato masticaba con la boca abierta, en los postres ya directamente abre la boca y nos enseña la comida… Y así toda la noche. Un círculo viscoso entre el padre y el hijo, que es una vergüenza para la Sofi y para mí.

Douglas, pobre santo, que venía con ánimos de charla profunda porque es un alma frágil, soportó como un señor el festival folclórico de pedos. Incluso las primeras seis veces hasta le sonrió la broma. Después ya intentaba hacer como que no escuchaba los ruidos. Aunque lo vi aguantar la respiración un par de veces.

De todas formas, el chef uruguayo se fue temprano. Le dio la mano cortésmente a todo el mundo y dijo que lo había pasado muy bien. A mí me saludó muy correcto, aunque en el fondo de los ojos noté que se apiadaba un poco de mi suerte.

Por la noche le monté una escena silenciosa al Zacarías, en la cama. Ni una palabra le dije, para que supiera que mi cabreo era muy serio. A la media hora me tantea:

—Qué te pasa, gordita… ¿Estás enfadada por algo?

—¡Que lo haces adrede, eso me pasa! —le digo—. ¡Que eres un impresentable! Lo haces para que yo quede mal ante este buen hombre, que es un pan de Dios.

—No, gordita —me dice—, si el que queda mal soy yo.

—¿Y entonces para qué montas esos numeritos cuando hay gente?

—Cuando hay gente no —me aclara y me hace así con el dedito—, solamente cuando hay moscardones uruguayos, como el plasta este, que se te quiere llevar al catre con cursiladas…

Ésta es la parte que me gusta: cuando el Zacarías saca a relucir su sentimiento prehistórico. La mañana siguiente a la cena, el Zacarías está muy raro… Primero ha estado toda la mañana mirándome de reojo, con la cara como de compungido, como si le doliera la barriga o algo malo. Después se ha pasado por donde yo estaba barriendo y me ha dado un par de capones en lo más alto de la cabeza (en él eso viene a ser una caricia inusual).

Yo pensé enseguida que estaba aburrido, y que lo que quería era empezar a discutir, pero no… Enseguida coge, suspira y se va. Entonces me pongo a hacer la comida y otra vez aparece. Se sienta a horcajadas en una silla con el respaldo para adelante, se toma un culín de bitter y me dice:

—¿Y tú por qué me quieres a mí?

Me lo pregunta serio y se queda esperando que le conteste algo.

Después, ya por la noche, se ha acostado como un niño caprichoso. Me miraba de reojo y no me dirigía la palabra. Le he preguntado qué le pasaba y me ha puesto cara de carnero degollado:

—¿Qué me pasa? ¡Que cuando está ese cocinero sudamericano mueves el culo y te ríes bien alto, eso me pasa! —dicho lo cual me ha dado la espalda en la cama.

De repente lo he entendido todo. Así que me aguanto la risa, pongo cara seria y le digo:

—Tú no estarás celoso, ¿eh?

No me responde. Al minuto empieza a hacer como que ronca, pero yo me doy cuenta de que está haciendo el paripé, porque cuando hace como que ronca, lo hace despacio, y cuando ronca en serio es capaz de cambiar el canal de la tele sin usar el mando.

—No te hagas el dormido: tú lo que estás es celoso —le digo riéndome.

Entonces se sienta en la cama con los ojos vidriosos y me dice el antipiropo más bonito de toda su carrera artística:

—Tú a mí me importas una mierda, pero que te quede bien claro que eres la única mujer del mundo que me importa una mierda: ¡la única!

Lo he abrazado tan fuerte, pero tan fuerte, que no hemos tenido más remedio que juntar los pelos. No ha sido gran cosa, lo confieso, pero me he emocionado un poco, después de tantos años.

El Zacarías solamente fuma después de hacer el amor; es una manía que tiene. Es decir que el cigarro que se ha fumado hace un rato era de un paquete de Antillana, una marca que no se fabrica desde que existía la Ucedé.

Y claro, le ha sentado como una patada en el hígado y ha tenido que ir pitando al baño, con arcadas. Yo me he quedado en la cama, relajada como esa gente del Tibet, toda despatarrada, con el peinado hecho un asco y con un sentimiento de paz que no tenía desde que fuimos a Lourdes.

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