Más respeto, que soy tu madre (17 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—¡Lo he vendido todo! —nos dijo el niño exultante, y nos mostraba un abanico de billetes.

Al principio no dimos crédito a la novedad. «Vete a cagar, Antonio», le dijo, incrédula, su hermana.

—A eso vengo —explicó el Toño—. Se me ha acabado la mercadería y tengo que preparar más. Voy al váter, Cartucho, ahora regreso.

El Cartucho era el hippie más viejo, que nos miraba a todos lleno de alegría.

—Este tío es una mina de oro —nos dijo, señalándolo—. Hace treinta años que vengo a la feria y vendo porquerías a los turistas: cinturones, colgantes, incienso… Pero nunca había visto a nadie vender mierda sin manufacturar. Mierda mierda.

—¡Los alemanes se vuelven locos con las cosas que hace este niño! —dijo otro hippie al que le faltaban todos los dientes.

Nos quedamos petrificados. Conté los billetes que había dejado el Toño encima de la mesa, todavía incrédula.

—Aquí hay mucha pasta, cari —le dije al Zacarías.

—Mínimo trescientos euros —puntualizó el Cartucho—. Si el tío está vendiendo más que nadie… Le sacan los zurullos de las manos; no había visto nada igual desde que trajimos el cubo mágico en los años ochenta.

—Hay que tener cuidado con los turistas japoneses —dijo otro hippie—, porque se piensan que es comida. Ya hay dos intoxicados. Pero eliminando ese pequeño problema, es un negocio redondo. ¿De qué se alimenta vuestro hijo, tenéis algún truco?

El Zacarías, de golpe, comprendió qué estaban haciendo los hippies en casa.

—¡Ahhh! Ahora entiendo por qué estáis tan interesados… —dijo—. ¡Vosotros queréis la fórmula! Bah, bah, bah… Fuera todo el mundo de esta casa. ¡Melenudos, piojosos! —y los empezó a empujar hasta la calle.

Por más que los hippies decían «todo bien» o «paz y amor», mi marido los echó a patadas. Después nos fuimos a la puerta del váter a alentar a la criatura.

—¿Toño? —pregunté desde fuera—. ¿Estás bien?

—Sí, estoy trabajando, no molestéis que ahora salgo —nos decía el niño, con la voz forzada.

Es la primera vez que veíamos al Toño trabajar, y nos quedamos sentados en la puerta del váter, emocionados y expectantes. A veces los padres no creemos en los hijos hasta que por fin triunfan, y eso nos llena de felicidad y remordimientos. En ese instante, viendo cómo mi hijo se esforzaba para alcanzar sus sueños, pensé que tendría que haberle prestado más atención cuando empezó con su empresa, hace unos meses. «¡Fuerza, Toño!» hubiera querido decirle. Pero el Zacarías, emocionado, se me adelantó.

—Venga, Antonio —le dijo, contando los billetes—. Tú preocúpate solamente de cagar, hijo mío. Yo después, si tú quieres, te limpio el culo.

El Toño, emocionado desde el baño, tardó un poco en contestar.

—Sería un honor, papá —le dijo, y comprendí que el niño tenía los ojos llenos de lágrimas.

¿Tú quieres a papá?

El Nacho se ha presentado de repente en casa, sin avisar, para llevarse a toda la familia a ver al Depor. Él mismo les sacó las entradas, a pesar de que no le gusta el fútbol. Llegó al mediodía y entró con su llave a la pizzería, pero solamente estábamos Douglas y yo.

No es que estuviéramos haciendo nada incorrecto, solamente nos reíamos un poco, pero al ver aparecer al Nacho nos pusimos rojos de vergüenza. Como dos críos.

El Nacho es, ante todo, un caballero y no dijo absolutamente nada, pero es mi hijo y yo sé que se ha olido algo. Más tarde llegó la familia al completo y el tema fue únicamente el niño, el pequeñín que está en la barriga de la Marilú.

Pero mucho más tarde, cuando otra vez mi hijo y yo estábamos solos, él se ha sentado conmigo a la mesa de la cocina y me ha preguntado:

—¿Cuánto hace que conoces a papá, que estás con él?

—¡Puf…! Más de treinta años, corazón. Más de treinta años…

—¿Y se puede? Quiero decir, ¿cómo se hace para estar con la misma persona tanto tiempo? ¿Queda amor?

Y yo, que no sé nada, que no sé cómo hice para estar tanto tiempo con el Zacarías, y que posiblemente nunca sepa si queda amor —o si hubo amor—, me quedé mirando al Nacho en mitad de la madrugada mientras en casa ya dormían todos, y no supe qué decir.

—Te has quedado muda.

—Sí.

—¿Tú quieres a papá?

Con el Nacho siento que puedo hablar en serio: es de otro mundo. Siempre tuvimos una conexión extraña, nos apoyamos el uno al otro en conversaciones largas, nocturnas, cuando la familia nos sacaba de quicio. Pero nunca habíamos hablado de esto. Cada vez que lo necesité estuvo conmigo, me dio consejos fabulosos, nunca me subestimó. Esto mismo, este cuaderno que escribo, fue una idea de él y me ha salvado la vida.

Nunca he contado en este cuaderno, con detalles, quién era yo un mes antes de comenzar a escribirlo, en qué me estaba convirtiendo. «Mamá —me dijo hace un año el Nacho—, te estás volviendo una vieja. ¿Qué querías antes de conocer a papa?» Y yo no lo pensé: «Escribir», le confesé. Y él dijo cuatro palabras más: «¿Y a qué esperas?». Eso fue el año pasado.

—No importa si quiero a tu padre, Nacho —le digo—. La pregunta es otra… ¿Tú qué deseas cuando te vas a dormir, cuando abrazas a la Marilú?

—Estar con ella.

No hace falta decirle a un hijo lo que cuesta una familia, lo que se llora, lo que se pierde. No creo que haga falta explicar que el amor se va muy pronto y lo que queda es otra cosa, mucho más difícil de explicar… ¿Cómo se le dice a un muchacho que no ha cumplido los treinta años que un día te vas a despertar con alguien que ya no te desea?

—¿Quieres estar con ella, corazón? —le digo, y el consejo más natural del mundo me ha salido solo—: ¿Y a qué esperas?

Entonces él me miró y me dijo:

—Y tú, mamá, ¿a qué esperas para estar con Douglas?

Las cartas están echadas

Acabo de marcar su número de teléfono temblando. La decisión está tomada y no pienso dar un paso atrás. Su voz atiende enseguida:

—Aquí Salvático, Douglas Salvático, ¿quién habla?

Su voz casi me deja muda, pero tomo aire y le digo, de un tirón:

—Douglas, ya sé que es domingo y que hoy no toca trabajar, pero se me fue toda la familia a ver al Depor, y… lo necesito, quiero decir, necesito que vengas.

Nunca acabo de saber si lo trato de usted o de tú. Silencio del otro lado de la línea. Tiemblo toda. Digo:

—¿Está ahí, Douglas? ¿Podrías venir a verme?

Él me responde:

—Estás sola en casa toda la tarde…

Se me crispan los nervios. Me transpiran las manos. Susurro:

—Estoy sola, sí, casi toda la tarde.

Antes de colgar me dice:

—En un rato estoy contigo. Lola… ponte guapa, princesa. Y oye, has hecho lo correcto, no sudes ahora: ya sudarás con sobrados motivos después.

Me quedo con el teléfono en la mano, mirando para un lado y para el otro, temblando como una hoja… Dios mío, pienso casi en voz alta, ¿qué estoy a punto de hacer? Caminando hasta la habitación me tranquilizo, y empiezo a revolver cajones.

Nerviosísima, bajo el maletón con la ropa de cuando yo todavía quería ser hermosa, a ver si encuentro algo que todavía me quede indecente. Y ya se sabe lo que pasa cuando empiezas a meter mano al pasado… Te encuentras con una vida entera, añeja, que solamente por los retazos descubres que era tu vida. Y lo que es peor: también te encuentras con las cartas de amor del Zacarías.

Cuando di con la primera casi me da un patatús. Era de hace treinta y cuatro años, una carta hermosa. ¡Hasta en la letra me mentía el traidor!

11 de junio de 1970

Estimada Lola: La vi ayer saliendo de La Favorita, preciosa como siempre. No vea lo que me late el corazon cuando usted pasa. Usted estaba con su amiga Carmen, que es conocida del barrio en que yo vivo. Y me e tomado el atrevimiento de preguntarle a ella su nombre (el de usted) y sus senias para dejarle esta carta. Quería saber si me hace el hombre más feliz y se viene conmigo el sabado al Cine Español, que pasan
Viva la vida
interpretada por Palito Ortega, y que es una cinta romántica como las que me gustan a mi. Yo soy un muchacho trabajador que se gana la vida en el taller mecanico que esta saliendo de la ciudad, quisas me tenga de vista. Un saludo de quien no desea importunarla,

Zacarías B.

Me acuerdo perfectamente de la tarde que recibí el sobre. Yo estaba destruida moralmente por un amor no correspondido y me emocioné toda cuando comencé a leer. ¡Qué tonta: ahora la releo y se nota mucho que era todo falso! Pero en ese momento me acuerdo de que guardé la carta en una cajita de música y la leía, la leía, la leía…, y al mismo tiempo trataba de acordarme de todos los empleados del taller mecánico que estaba frente a la estación de servicio.

Después telefoneé a la Carmen, que era prima segunda mía, y le pedí más datos del muchacho este; me dijo solamente dos cosas: que era buen mozo («se parece un poco al Paul Anka —me mintió—, pero lleno de grasa de coche») y también me dijo que no fuera insensible, que le dijera que sí, que fuese al cine y me dejara de hundirme suspirando por el Alberto, que era el chico del que estaba enamorada. Y le hice caso.

La segunda carta que encontré en el maletón era casi de un año después y me quitó enseguida de esos recuerdos iniciales. La letra del pánfilo ya era más parecida a la verdadera (sería porque ya había conseguido llevarme a la cama la semana antes). Pero se lo notaba enamorado y triste, porque estaba fuera de la ciudad por trabajo y hacía ya semanas que no podíamos vernos.

7 de mayo de 1971

Pimpollo: donde estoy es como nuestro barrio, pero más feo, porque no estas tu. Cuento las horas que faltan para volber a mi casa y que estemos juntos y que me digas Zaca-corcho, como me decias el domingo pasado. No puedo dejar de pensar en ese domingo, que fue el dia mas feliz de mi vida. Podria escribir los versos mas tristes esta noche pero estoy reventado y todo sucio, asi que mejor me voy a domir. Un beso ahi y otro por alla, para que no te olvides de que eres mia. Te quiere, tu Terremoto.

Posdata: regreso el día 9: el motor del 1430 está hecho polvo.

Me gustaban mucho esas cartas del principio, llenas de faltas de ortografía, un poco salvajes, con esa letra horrible de hombre que escribe en un tren. Esas cartas de una época en que los dos éramos otros, aunque tuviéramos los mismos nombres que ahora.

Entonces sonó el timbre; yo seguía con el chándal, los rulos y las ojeras. Será por la sensación que me dejó revisar el maletón, de recordar aquellos tiempos, pero no me importó recibir a Douglas como lo que soy: una madre de cincuenta y tantos años.

—Lola —me dijo—, he venido lo más rápido que he podido. ¿Qué era eso que no podía esperar hasta el lunes?

—Yo, Douglas —le digo, y se me llenan los ojos de lágrimas—. Es necesario que dejemos esto.

—¿Esto? ¿De qué me habla?

—De lo que está pasando entre nosotros. Debo pedirle que no vuelva a trabajar en la pizzería.

—Me acabas de llamar hace media hora para que venga con urgencia, Lola.

—Para pedirle que no regrese. Para eso le he llamado.

—¿Qué tienes en la mano?

—Es una carta. De amor —le digo—. Me la escribió el Zacarías. Él me decía Pimpollo y yo le decía Terremoto. ¡Qué pánfilos! Estuvimos tres años de novios.

—¿Es una carta de amor de cuando erais novios?

—Sí. Nos casamos de penalti seis meses después de esta carta.

—¿Y después de eso ya no te ha escrito nunca más una carta de amor?

Aprieto el picaporte. No quiero llorar.

—A lo mejor no era necesario —le digo—, si ya estábamos viviendo en el mismo techo.

—De todas maneras —me dice—, una mujer como tú merece recibir cartas de amor. Ya verás cómo dentro de poco te llegará una.

El regreso del Zaca-corcho

Douglas se fue como se van los hombres de mundo, sin mirar atrás. El lunes, a última hora, llegó una carta a mi nombre. Perfumada. Con su letra sin par, prieta, masculina.

Era su renuncia indeclinable.

—¿Cuánto falta para que termine el partido? —le pregunto al Zacarías.

—Ya está. Dos minutos —me informa—. Qué bonito es ver perder a los franchutes. Tienes una sensación de sosiego aquí, en el bajo vientre…

—¿Y después no quieres que vayamos un rato a la cama, Terremoto? —le digo mirándolo a los ojos, con la voz más dulce que puedo poner.

El tontorrón se gira, para ver si hay alguien detrás.

—¿Con quién hablas? —dice.

—Contigo… Zaca-corcho…

El Zacarías me mira, lo prometo, con la cara de susto más grande que le vi nunca. Más tarde me ha confesado que creía que me había dado «arterisclorosis», que se me habían aflojado los tornillos.

Pero cuando recordó (y tardó un buen rato) aquellos apodos de novios, se le vino todo de golpe a la cabeza. Yo no sé si el 4 a 2 contra Francia tuvo algo que ver, o si de verdad lo excitan los nombres que nos dábamos, pero hacía mucho que no juntábamos los pelos con tanto ímpetu. Dios quiera que la selección francesa de fútbol siga teniendo mala suerte, pensaba yo, mientras mi héroe sudaba la camiseta.

Pero una cosa es cierta: la felicidad con el Zacarías siempre es breve. Nunca dura mucho, por más que nos esmeremos. Cuando terminamos de juntar los pelos se me pone serio, así como pensativo, enciende un Antillana, me mira y me dice:

—¿Te das cuenta, Lola, que la próxima vez que hagamos esto vamos a ser dos abueletes follando? ¿No es un poco triste y otro poco injusta la vida?

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