Cuando cogemos la calle de tierra, y ya olemos el río y deja de haber casas alrededor, nos vamos soltando un poco. Ya solos, sin testigos burlones, empezamos a contarle al Sumcutrule las noticias del último año. Yo le cuento que el Nacho va a tener un bebé y que vive con la Marilú en la capital (que por eso no ha podido venir); el Zacarías le dice que el Depor está por la mitad de la tabla; el Toño le confiesa, casi con la voz rota por el llanto, que con el Cantinflas la vida no es lo mismo; y la Sofi se agacha tímida y le susurra unas cosas en secreto (seguramente noticias sobre su romance). No quisimos decirle nada de lo del Nonno. ¿Para qué? No queremos darle malas noticias, pobre perro. Ya tiene bastante con lo que tiene.
Si por casualidad vemos de lejos un Citroën, aunque esté aparcado y no corramos peligro, tratamos de tirar por otra calle, para que el Sumcu no se altere. Los odiaba. Reconocía a esos coches del demonio por el ruido del motor, y salía siempre como loco a morderles las ruedas. Y el pobrecito tenía razón en odiarlos tanto, porque murió en esa lucha desigual perro-máquina, esa guerra interminable en la que han muerto tantos inocentes y tan pocos vehículos a motor.
Cuando llegamos al parque, sacamos el cuerpecito embalsamado y lo tiramos por los montículos para que juegue un poco. A veces, cuando hay, le traemos un gato asustadizo. Los gatos, al verlo, no se dan cuenta de que está muerto y se erizan igual. Y eso al Sumcu lo pone de buen humor, porque se siente útil. Después de hacerlo jugar un rato nos volvemos a casa en taxi para que la gente no nos grite cosas.
Son días muy tristes, los 2 de noviembre. Pero cuando volvemos a casa y guardamos la maleta otra vez en el segundo estante del garaje, y entre todos rezamos un padrenuestro y le decimos «¡hasta el año que viene, Sumcutrule!», nos sentimos mejor. Ese perro nos llenó de vida la casa durante diecisiete años y nunca pidió nada. Solamente quería que de vez en cuando lo sacáramos al parque. Eso, tan poquita cosa, a cambio de darnos felicidad.
¿Y qué, hay que dejar de darle gustos solamente porque se haya muerto? Yo creo que no, que se merece sus paseos anuales y mucho más. Ha pasado mucho tiempo desde que está en esa maleta, embalsamado, sin mover la cola. Y lo juro, no es broma ni estoy loca: cada día me despierto y siento ese calorcito inconfundible a los pies de la cama. Como si estuviera entre nosotros. Y cuando caigo en la cuenta de que no, de que sólo es la costumbre, el día se me estropea.
Desde que el Jeremías viene a casa a visitar al Nonno, a la Negra Cabeza se la ve mucho más pizpireta y emperifollada que de costumbre, y mueve el culete mientras friega los suelos para hacerse notar.
—¿Le apetece un cafecito, don Jeremías? —le dice la fresca a cada rato, cuando a nosotros en la puta vida nos ha ofrecido ni un té con leche. Será perra.
A mí esta mujer siempre me pareció una adicta a los hombres de la familia. Cualquier cosa masculina que lleve nuestro apellido le pone los pezones de punta y enseguida quiere juntar los pelos. Pero no pensé que iba a ser capaz de mancillar nuestro lecho de matrimonio.
Ayer llegué a casa de la farmacia y me encerré en mi habitación para prepararle al Nonno las inyecciones… Ay, Dios bendito, yo nunca en mi vida había visto semejantes acrobacias corporales. Y eso que soy moderna. Pero la imagen me cogió así, de repente, y no tuve más remedio que pegar un grito.
—¡Zacarías, ven para acá! —le digo al otro estúpido, que se pasa el día leyendo el
Marca
en vez del
Kamasutra
—. ¡Mira a tu hermano, pánfilo, mira las cosas que sabe hacer!
La subsahariana y mi cuñado, despelotados en mi cama y en una postura inexplicable, se quedaron inmóviles, con los rostros encendidos (no sé si de vergüenza o por el esfuerzo de mantener la postura), y me miraban.
—Vosotros dos no os mováis hasta que venga el Zacarías —les digo—. Primero quiero estudiaros un poco, y después os echo a patadas de mi casa con más tranquilidad.
—¿Tú nunca pides permiso antes de entrar, Lola? —me dice el Jeremías, tratando de mantener el equilibrio.
—¡Pero si es mi habitación, desvergonzado! —le espeto—. El que tiene que pedir permiso eres tú.
—Yo estaba haciendo las camas, señora Lola, y su cuñado me redujo contra mi voluntad —intenta defenderse la africana.
—Sí —le digo—, se te nota bastante reducida, pelandusca.
El Zacarías llega y se queda con los ojos como dos huevos duros, mirando a los tórtolos. En la cara se le refleja que está viendo lo inenarrable. Pone la misma cara que una vaca al ver pasar un Ferrari por la carretera.
—¿Eso es humanamente posible, o aquí hay un juego de espejos? —dice mi marido, buscando el truco.
—¡Pero qué espejo ni qué narices! ¿Te das cuenta de que tengo razón? Hay muchas maneras de juntar los pelos —le digo.
El Zacarías asiente, resignado.
—Señor don Zacarías —dice la Negra Cabeza—, mire que yo no estoy así porque quiera, es que su hermano me tiene amenazada.
—Sí —le digo a la perra—. Se ve que te está apuntando… Lo que no entiendo es por qué abres tanto las patas para que te apunte.
—Venga, que esto es denigrante —dice el Jeremías—. ¿Por qué no nos sacáis fotos también? En vez de mi familia, parecéis soldados yanquis haciendo turismo por Irak.
El Zacarías, ajeno a las quejas de su hermano, toca tímidamente una pierna que sobresale del ovillo de carne.
—¿Este muslo de quién coño es? —dice, pellizcando.
—Mío —explica el Jeremías.
—¡Qué increíble! Y esto otro ¿qué sería? —dice, acercando la mano a una zona esponjosa.
—Le tocas la teta a la subsahariana —le digo—, y te reviento esta lámpara en la cabeza. Sal para afuera, que yo quería que tomases apuntes, no que te empezara a gustar la inmundicia.
Los enamorados se empezaban a entumecer, así que los dejamos reacomodarse a solas, para que no se sintieran intimidados. Después, cuando salieron (con la cabeza gacha, como dos perros que hubieran tirado una maceta) les dijimos a ambos que no aparecieran más por casa. ¡A la calle!
—¿Usted me está despidiendo laboralmente, señora Lola —me dice llorando la Negra Cabeza—, o solamente me repudia como amiga?
La cara de mosquita muerta de la desgraciada siempre me produce una especie de compasión… Me miraba triste, africanamente. Pensé en el Tercer Mundo, en la solidaridad mundial, en quién va a hacer la cena esta noche, y le dije:
—Vaya, Negra… Vaya a lavar esas sábanas, que por esta vez la perdono. Pero póngase algo de ropa, por el amor de Dios, que necesito que mi marido me mire a los ojos.
La Negra se fue moviendo las caderas y se encerró en el fregadero haciéndose la víctima. Me quedé sola en la cocina con el Zacarías, que me miraba serio, compungido.
—¿Por qué nunca experimentamos, nosotros? ¿Por qué en la cama, desde hace treinta años, siempre es lo mismo? —le digo, un poco triste.
—¿Cómo lo mismo? —me dice.
—Tú borracho y yo dormida —le ilustro para que entienda.
—Pero mujer… —intenta una mínima excusa—. Si nosotros llegamos a hacer eso nos tienen que llevar al policlínico en carretilla para que nos acomoden los huesos.
—Prefiero mil veces —le digo lloriqueando— ser una descalabrada feliz que esta osamenta perfecta pero insatisfecha… ¡Ni un esguince de tobillo me has producido en estos treinta años!
—Venga, prepara algo para picar —me susurra, acariciándome la barbilla—. Que ya estamos viejos para juegos olímpicos.
—¿Ni siquiera podemos apuntarnos a las Olimpiadas para discapacitados motrices? —insisto, y él niega con la cabeza, paseando la vista de un lado al otro de la cocina.
Entonces, como una gilipollas, como siempre, voy y le corto un poco de queso y dos lonchas de jamón.
A las nueve de la noche de ayer, mientras mirábamos el informativo en el comedor, escuchamos —nítido— el ruido de dos cucharitas contra un vaso. El ritmo nos sonaba de algo, y bajamos la tele para oír mejor. El que se dio cuenta fue el Toño, que saltó a gritos:
—¡Es el solo de batería del Nonno!
Y entonces, enloquecidos, corrimos a la pieza del abuelo con el corazón en un puño.
Nos esperaba como si nunca le hubiese pasado nada. En cuanto entramos, soltó el vaso y las cucharitas y nos abrió de par en par los brazos.
—¡He tornatto di la morte! —nos dice sonriendo.
Después de los besos y los abrazos, nos cuenta que durante todos estos días había visitado un sitio maravilloso, que irradiaba una luz muy blanca y en donde existía lo necesario para ser feliz.
—Mirara per donde mirara, había brutos fuentone di spaghetti con salsa e moltísima ragazza en pelota —nos dice, con la vista perdida en ese mundo.
—¡El cielo! —adivina el Toño.
—O el averno, figlio… —duda el Nonno—. Me ne frega si era el uno o el altre. Ma ío ahí era feliche.
—¿Y aquí no eres feliz, abuelito? —pregunta la Sofi, mimosa, llenándolo de besos.
—Cuesta familia é única, bambina… E ademá é la mía, e me piache. ¿Per qué piensas que he tornato?
El Zacarías no dice nada. Se aguanta. Desde el vano de la puerta se suena los mocos con disimulo y se hace el macho, para que nadie sepa que tiene el corazón en la garganta. Yo lo miro y con un gesto le hago entender: «Ve, hombre, dale un abrazo, ¿no ves que te mueres de ganas?», pero él se queda ahí, como un palo, sin saber qué hacer con sus emociones y con su pasado.
Yo tengo una mano del Nonno entre las mías desde el principio, y se la aprieto fuerte, se la masajeo, le doy calor, mientras los críos siguen hablando con su abuelo, haciéndole preguntas y riéndose con él. Al Toño no le entra la sonrisa en la cara, la boca se le escapa por los costados y los ojillos le brillan como dos luces altas viniendo de frente por la carretera. Desde que lo echaron del colegio que no estaba tan contento esa criatura.
—Y en ese lugare tú estaba conmigo, bambino —le dice el Nonno a su nieto—, ío te escoltaba sempre cuando tú me parlaba a la notte.
Entonces el Toño nos mira, como diciéndonos «¿habéis visto, gilipollas, como él me escuchaba?» y sonríe aún más, pensando que todavía le queda un poco más de futuro con su amigo del alma. Y el Zacarías se pone de espaldas contra la puerta para que nadie vea que es feliz.
La Sofi se ha ido como una desesperada a llamar al Nacho por teléfono, para contarle, para compartir la alegría con alguien que todavía no sabe, que es una manera de revivir la felicidad en el reflejo de otro.
La veo desde la habitación riéndose por teléfono; no escucho lo que dice, pero también la risa de la niña rebota por las paredes, y me imagino al Nachito, pobre santo, llorando a moco tendido a muchos kilómetros de casa, porque cuando uno está lejos las buenas noticias también te hacen llorar, nadie sabe por qué.
Entonces me doy cuenta de que el Nonno, este viejo loco al que le doy la mano como si él me estuviera salvando de algo, reparte vida sin darse cuenta, la regala interminablemente.
—Vamos —le digo a todo el mundo, poniéndome de pie—, dejémoslo descansar, que el abuelo viene desde muy lejos. —Y mirando al Nonno—: ¿Qué quiere para cenar, don Américo?
—¡Patata fritta! —dice él, sin pensarlo mucho.
El Zacarías y el Toño arrastran los pies: no quieren irse, pero los empujo para afuera con las manos. Don Américo nos mira desde la cama, con las mejillas rosadas como nunca y una mirada brillante, agradecida y frágil. Entonces ocurre.
—Ey, Lola… —me dice cuando vamos saliendo.
Me doy la vuelta desde el pasillo, lo miro. Él me levanta una mano, haciendo un esfuerzo enorme, como si quisiera tocarme en la distancia, y me dice:
—Gratzie per tutto… fliglia mía.
Entonces no sé por qué, será porque lo conozco desde hace tanto tiempo y por fin me ha dicho «hija mía», o será porque necesitaba que se diera cuenta de que lo quiero tanto, o será porque esta casa sin el Nonno no es la misma; no sé por qué, pero cuando me dice gracias y me dice hija me tiembla todo el cuerpo y corro hasta él y lo abrazo como nunca me había animado a hacerlo.
Me abrazo a él como si fuera una niña, como si fuera Heidi, como si me abrazara a la infancia o a mi propio padre que se ha ido tan temprano, y le digo: «Gracias a usted, papá» y me rompo y lloro. «Gracias a usted, papá», y me acurruco en su pecho («papá, papá»), y él me acaricia el pelo con infinita ternura, como si la que hubiera vuelto de la muerte a visitarlo fuera yo. Como si él me esperase siempre con su sonrisa italiana y con un chiste siempre a punto.
Y me susurra, guiñándole un ojo al Toño, mientras lloro:
—Las patata frita non muy crocante, Lola, recuerda qui vengo de un coma.
Don Américo ha vuelto a la vida muy cambiado, casi humano. Dice que en el más allá saludó a mucha gente muerta, pero que cuando quiso darle un beso a su esposa, ésta se hizo la burra y siguió de largo… Ahora el Nonno llora en un rincón, arrepentido de haber tratado tan mal a su esposa en vida.
No sabíamos qué hacer, hasta que la Negra Cabeza, que es un poco bruja, dijo que podíamos invocar a mi suegra, la finada doña Antonia, para que el abuelo le pida perdón. La Negra Cabeza, en su salsa, se puso una túnica gris sobre los hombros y pidió silencio con una mirada aterradora.
—Tekove vai ndajeko hosãva… —empieza a decir, con los ojos cerrados.
—¿Qué dice? —me susurra el Zacarías.
—¡Shhhhh! —le digo.
—Una que habla en africano y la otra que habla en sifón… —se queja mi marido—. ¡Después dicen que los hombres no entienden a las mujeres!
—¡Chilenzio, filho! —se queja mi suegro—. ¿Non ve questamo tutto in tranche?
—… ha upére ha’e anga namanói —continúa la Negra Cabeza, apretando fuerte las manos de sus antiguos amantes.
—Me recorre un hormigueo por todo el cuerpo —susurra el Toño, encogido.
—Es porque no te bañas —le dice la Sofi—, deben ser piojos.
—¡Vale ya! —se levanta el Zacarías y enciende la luz—. Yo estoy aquí porque está por aparecer mi madre muerta, no porque quiera. En media hora empieza la Liga y no hay madre, ni viva ni muerta, que me haga perder el fútbol. Una gilipollez más de cualquiera de los dos y los muelo a palos.
Silencio absoluto. El Toño y la Sofi están tan acostumbrados a las palizas del padre, que cuando el Zacarías les levanta la voz los moratones empiezan a salirles solos por todo el cuerpo. ¡Eso sí que da miedo y no los fantasmas!