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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (3 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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Entre las dos, se deben de pasar unas doce o catorce horas al día mirando por la persiana para el lado de la calle. Yo me figuro que del otro lado deben tener un taburete o algo.

Cuando salgo a la calle, ya siento que tengo cuatro ojos clavados en la nuca que me persiguen. Emilia es como
La Gioconda
: te pongas donde te pongas ella siempre te está mirando. Yo no sé cómo hacían los pintores de antes para dar esa sensación, pero a la Emilia le sale perfecto.

Debe haber toda una cuestión entre las viejas y las persianas. Lástima que no tengo al Nacho a mano para preguntarle, porque él seguro que ha leído algo sobre el tema. Pero llega una edad que las viejas se instalan detrás de la persiana de su habitación y no las quitas de ahí ni con los bomberos.

Cuando son casadas lo dejan dos o tres horas, por la tarde, para hacerle la cena al marido, pero una vez que enviudan se llevan el túper a la ventana y se quedan a vivir allí.

Pero la Emilia es, dentro de todo, inofensiva. En cambio doña Paquita tiene peligro: se esconde tras la ventana porque está buscando el ángulo para escupirte. Desde que está mal de la cabeza escupe; a todo dios que pasa lo escupe desde un agujerito que ha hecho en la ventana.

Con los meses ha ganado mucho en puntería, pero más que nada es envidiable la consistencia del salivazo. Debe de ser que la gente de la tercera edad se alimenta distinto, qué sé yo, y después la saliva se le acaramela en la boca, pero tiene un escupitajo que parece una pedrada, esta santa mujer. Hace un mes al Toño le hizo un moratón debajo del hombro de un escupitajo.

—¡La loca de al lado me ha dado en la vacuna! —se quejaba la criatura y con razón.

Por eso he llamado al Ayuntamiento. Y hoy se han dignado venir.

—¿Cuál es el motivo de la denuncia? —me dicen.

—Esta señora nos escupe, jefe —señalo con la punta de la escoba.

Así que los del Ayuntamiento han tocado el timbre de doña Paquita para hacerla entrar en razón, y la vieja los ha empezado a escupir a través de la persiana entrecerrada. A un funcionario de traje gris le ha dado en el ojo y el hombre ha tenido que sentarse porque se mareaba de dolor.

Hemos salido todos los vecinos, y el Toño (que odia a doña Paquita más que nadie) ha enloquecido y ha comenzado a dar patadas a la puerta gritando:

—¡Venga, escúpeme ahora que estoy con la ley, vieja cobarde!

El Toño se envalentona cuando ve que lo secunda la pasma. Al final ha venido el hijo de la vieja, que trabaja de repartidor de butano a dos calles de aquí, y ha firmado unos papeles asegurando que iba a tapiar la ventana con ladrillos para que no se repitieran los incidentes.

Doña Paquita, mientras todos nos íbamos metiendo en casa, nos miraba desde un agujero de la ventana, con los ojos tan llenos de odio que a mí se me ha puesto la carne de gallina. Para mis adentros pienso que un día de estos el viejo loro se va a querer vengar de mi familia.

Los viejos rencores del Zacarías y su padre

Mi marido y mi suegro siguen enfadados entre ellos, y últimamente hay mucha tensión en casa. Nos pasamos las mañanas y las tardes en el garaje, tratando de convertir ese cuchitril en una pizzería decente, pero nunca pasa media hora sin que el Zacarías y el Nonno empiecen a discutir por alguna idiotez.

—Aquí lo que hace falta es un tabique del cuatro —dice mi marido.

—Non, del chincue —corrige don Américo.

—Del cuatro, papá.

—Del chincue.

—Del cinco será en Italia, ese país en el que tú estabas cuando yo necesitaba un padre.

Yo no sé si están reviviendo sus peleas del pasado, de cuando el Zacarías era soltero, pero en vez de hablarse se ladran, y cuando pasan uno al lado del otro ni se saludan.

El Zacarías nunca me ha hablado abiertamente del problema con su padre. Todo lo que sé he debido componerlo con datos y fragmentos, como un puzzle que sigo sin ver completo. Pero el asunto viene de lejos.

En los años cincuenta don Américo era camionero. Vivía más en Italia que en su propia casa. Doña Antonia estaba enferma de celos y siempre pensó que el marido le ponía los cuernos. Cuando el Zacarías cumplió cinco años, lo sacó de la escuela y lo obligó a acompañar a su padre en sus viajes. Don Américo no se negó.

La cuestión es que en realidad mi suegro sí tenía una doble vida, y entonces dejaba al niño con otro camionero que hacía la ruta a Portugal. Resumiendo: que el Zacarías se pasó siete años de su infancia viajando a Lisboa con un desconocido que llevaba y traía soja, y ocultándoselo a la madre para cubrir a su papá. A la madre le decía siempre que había estado en Italia… ¡Qué santo de marido tengo!

Hasta que un día que estaban los tres en casa, doña Antonia le preguntó a su hijo:

—Dime mi niño, ¿qué tal es Italia, te gusta?

Y el Zacarías, que tendría unos once años, le contesta:

—Muito bonito, mamãe. ¡É qué praias mais longas!

Y entonces doña Antonia, que ya se olía algo, porque el Zacarías volvía a casa cada vez más tostado y a veces hasta con el pelo con motas, se separó de su marido y se fue para siempre de la casa. Y al Zacarías desde ese día no lo quiso ni su madre (que llamaba a su hijo «el cómplice») ni su padre (que le llamaba «il mascalzone gilipolla»). Por eso a veces mi marido es tan duro con su padre, y por eso también nunca va al cementerio a ponerle flores a doña Antonia.

Cuni… ¿qué?

A veces es malo revolver cosas en tu propia casa. Ayer, buscando un recibo del teléfono del mes pasado, entro en el cuarto de la Sofi y me encuentro con unas bragas de la niña a las que ella misma les había cosido unas orlas de encaje.

Una es madre, pero antes que madre es mujer, y hay cosas que coge al vuelo. Así que salgo como si me llevara el diablo y le muestro a mi marido:

—Mira tu hija —le digo—, le ha puesto unas orlas a las bragas.

—¿Y qué quiere decir eso? —me dice el Zacarías.

—¡Que la Sofi ya tiene escarceos sexuales, Zacarías! —le grito para que espabile—. ¡Si una niña le cose orlas de encaje a las bragas es para que alguien se las vea, coño!

Y el Zacarías, que cada vez está más vegetativo, me dice:

—¿Pero tú quién eres, Pepe Carvalho?

Me he pasado toda la tarde dando vueltas al asunto, a pesar de que nadie en esta casa parece alarmarse por el descubrimiento. La niña tiene catorce años, ¡catorce!, y si ya va por este camino, en dos años me la dejan preñada.

Por fin me la encuentro sola en casa, y aprovecho para tener con ella una charla a fondo sobre sexo.

—¿Y tiene que ser ahora? —me dice la ingrata—. ¡Si es que va a empezar
Titanic
!

—Venga, Sofía, que ya la has visto cien veces y luego te da la llorera —le digo—. Además, ya es hora de que te explique algunas cosas de mujeres, porque así a lo tonto no puedes seguir.

Nos sentamos en la mesa de la cocina con dos tazas de café. Pongo la luz del patio, para dar un toque de intimidad, y hago esfuerzos para no demostrar a la niña lo nerviosa que estoy. Pero por dentro yo misma me siento temblorosa, como si me estuvieran pasando la aspiradora por el intestino delgado. Además, la insolente me mira como si estuviera a punto de empezar la función del circo y yo fuera la pulga amaestrada.

—A ver… —le digo, enarcando las cejas—. Por dónde empezamos.

—Tú misma —me dice mirándose las uñas.

Silencio absoluto. La Sofi mastica el chicle mientras me escruta, esperando que yo diga algo. Me llega todo el aliento a tutifruti. El segundero del reloj de la cocina da vueltas, despacio y con ritmo, pero a su bola.

—Yo soy tu madre y eso lo sabemos —le digo—. Pero ahora hazte cuenta de que soy tu amiga, y de que me puedes preguntar lo que quieras. Soy una especie de amiga mayor con mucha experiencia, y tienes la oportunidad de recurrir a mí para que te saque de las dudas. —La miro fijo—: ¿Qué quieres saber?

—¿Sobre sexo, dices? —pregunta.

—Pues claro, mujer, de eso hemos venido a hablar.

Se rasca la cabeza, piensa un poco y me dice:

—Venga… ¿Cómo hay que decirle a un tío que ya no quieres cunnilingus y que vaya al grano porque estás a cien?

Me mira. Pestañeo seis veces. Ella intenta aclararse:

—Quiero decir… ¿Se lo dices así, abiertamente, o te haces la tonta y le vas levantando la cabeza para que se entere?

Ahora pestañeo once veces. Me siento paralizada, como un canario embalsamado en su jaula. Lo único que pienso es: «¿Quién me ha mandado a mí tener esta conversación?». Lo que más me molesta no es no saber de qué coño me está hablando mi hija; lo que más me molesta es el gesto que me pone la idiota de esperar una respuesta.

—¿A qué hora empieza
Titanic
? —le digo.

—Ahora mismo —me dice—, está empezando. Y es la versión ampliada, hay muchos más ahogados que en la original. ¿La vemos?

—Vale —le digo—, ve tú que ahora te sigo. Otro día hablamos de sexo, Sofi… De pronto veo que eres muy pequeña para según qué cosas.

—Puede… —me dice. Y sale disparada a ver la televisión.

En cuanto la pierdo de vista, me voy a la habitación del Nacho, que es donde está el ordenador con la banda ancha, y tecleo como una desesperada la palabrita esa en el Google: «cunnilingus», intentando no hacer ruido con el teclado. Me tiemblan las manos, se ve que es el miedo de ser mala madre.

¡Y ahí está la palabra, muerta de risa! Es decir que no es un invento de la niña para salir del paso… Me quedo como cinco minutos leyendo la primera página que encuentro. No me hace falta más. Leo como ochenta veces el mismo párrafo, ese que dice: «… el 68% de las mujeres con edades entre 18 y 44 años encuentra atractiva la idea del sexo oral, frente a sólo un 40% en el grupo de las de 45 a 59 años».

Enseguida me invaden dos necesidades irrefrenables. Así que me voy hasta el fregadero, cojo la escoba con las dos manos, entro en el comedor sin que la Sofi me vea, y así sin más, sin gritarle ni nada, sin armar un escándalo, la reviento a escobazos por puta, por malcriada, por envidia generacional y por usar palabras en latín para hacerse la enterada. Primera necesidad satisfecha.

Después, ya más desahogada, me acabo el té, imprimo la hoja del Google, la escondo bajo la almohada y espero al Zacarías en la cama para ver si esta vez hay suerte y satisfacemos la segunda necesidad.

Secretos oscuros de la Negra Cabeza

El Toño sale todas las santas noches y ya hace años que ni le pregunto adónde, más que nada para no sufrir. A veces vuelve con arañazos, a veces cuando vuelve no da con la cama y se cae redondo en el recibidor, a veces no vuelve en dos días y a veces regresa con tres melenudos que se nos comen todo el pan del desayuno y me pisotean las begonias. Más o menos eso es todo lo que hace, y el Zacarías y yo ya estamos hartos de intentar encarrilar al niño. Pero lo de esta madrugada es el colmo. ¡Que yo me acuerde, jamás, nunca en su vida el Toño había vuelto a casa con una mujer!

Esta mañana me levanto y cuando entro en el váter veo una desconocida lavándose la cara en el lavabo. Una mujer grande, era, mulata, con una camiseta del Toño que dice «Ojos de Brujo» y debajo nada.

Me mira seria, como un perro que ha tirado una maceta. Yo también la miro. Nos miramos las dos sin decirnos nada. Hasta que como al minuto yo digo:

—¿Qué hace usted aquí?

La señora abre la boca como para decir algo, pero por detrás aparece el Toño, un poco ruborizado, y me dice:

—Mamá, ésta es mi novia, la Negra Cabeza.

La mujer alza la mano toda enjabonada, me la tiende y me dice:

—Mayor gusto.

—Toño, ven un segundo —le digo a mi hijo, y lo saco del váter para que la mulata no nos oiga—. ¿Cómo que tu novia, pánfilo, si esa señora es casi de mi edad? ¿No lo ves que es mayor, y que además tiene rasgos?

—¿Y a mí eso qué me importa? —me dice—. Le gustan los Ojos de Brujo… Eso es lo único que vale en nuestro amor.

Entonces yo respiro hondo, abro un pelín la puerta del baño y le digo a la mujer:

—¿Se queda a desayunar, señora? —y ella me hace así con la cabeza, como diciendo «venga, me quedo».

Esto ocurrió a las ocho de esta mañana. La Negra Cabeza se quedó tan tranquila, desayunando con el Zacarías y el Toño y charlando sobre la muerte de Rainiero. Parece que a mi marido le cae bien, porque la señora dice que es socialista.

Lo triste no es eso, sino que se ha pasado el día en casa, y el asunto ya me desborda. No sólo es que me dice «mamá» como si ya fuera de veras mi nuera, sino que se está tomando libertades que no le corresponden, como por ejemplo ir en bragas por el patio.

La mujer tiene cuarenta y cuatro años (le he revisado el bolso para asegurarme, porque ella dice treinta y seis) y gracias a ese pequeño pecado de detective he descubierto algunas otras cosas, como que se llama «Cabeza, Silvia Lorena» y lo que es peor: ha nacido en Guinea. «¡Mi hijo con una subsahariana!», pensé, y se me fue el alma al suelo.

No es que yo sea racista, pero todos los nacidos en África son un poco dejados, se les caen los dientes antes de tiempo y en lugar de llamarse por teléfono tocan el tam-tam. Y eso por no hablar del olor que desprenden, muy semejante al de la parte de atrás de los supermercados.

Voy a tener que hablar muy seriamente con el Toño de geografía, para abrirle los ojos con respecto a los defectos de nuestros hermanos del otro lado del Mediterráneo.

¡Ay! Mientras escribo esto, oigo las carcajadas (ahora sé que son carcajadas subsaharianas) de la Negra Cabeza y las risotadas enfermas de mi hijo, los dos felices de la vida, y se me frunce el corazón de tristeza.

Home, sweet home

Ayer finalmente se ha vendido la casa vieja. La compró una gente de Madrid, que quiere tirarla y poner un Blockbuster. Nos quedamos mudos cuando el de la inmobiliaria nos llamó esta tarde y nos dijo que la cerradura ya era otra y que solamente teníamos que ir a firmar.

Muy en el fondo pensábamos que el cartel de «Se vende» iba a quedar de por vida pegado en la ventana. Y ahora que lo descolgaron nos ha dado una especie de impotencia. Como si se hubiera muerto un pariente y nos hubiésemos enterado seis meses después. Ganas de llorar para atrás: de haber llorado a tiempo. Cuando miremos por la ventana hacia esa parte del barrio, de ahora en adelante y para siempre nos va a faltar lo más importante del paisaje.

La Sofi y el Toño nacieron ahí. No se acuerdan de otra cosa. Se han pegado golpes y golpes contra el mosaico aprendiendo a caminar, han jugado al escondite en todas las habitaciones, han trepado al árbol del patio hasta que lo partió el rayo del 93… Por eso, desde esta tarde, van los dos medio tontos, sin querer llorar pero con un nudo en la garganta que se les nota en la cara.

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