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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

Más respeto, que soy tu madre (8 page)

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—Yo lo dejé ir —gemía— y ahora está muerto… ¡Me merezco quedarme huérfano por gilipollas! ¡Papá!

La Sofi cortó el llanto del Zacarías con la segunda noticia infausta de la noche:

—¡Mamá! —dijo, desde el garaje—. ¡El Toño tampoco está en su cuarto! —y al segundo completó la frase, jadeando, y trayendo una bolsita de plástico en la mano—: Además, está la bolsa de marihuana terapéutica vacía y falta la otra moto… ¡Estos dos se fueron juntos!

Nos quedamos helados. Sin respiración. Todos pensábamos lo mismo: drogas, dos motos, un anciano, un imbécil… esos cuatro ingredientes forman un cóctel fatal. Me persigné en silencio. Mi marido, enajenado, volvía la cabeza de un lado al otro de la pizzería, sin decir ni mu, como un ventilador de pie enloquecido.

Ahora son casi las cinco de la mañana. Ya dimos vueltas por el barrio, ya volvimos a casa, ya no sabemos qué hacer. El Zacarías acaba de resumir nuestra angustia con su habitual parquedad de palabras:

—Perder un padre es ley de vida —me dice—, perder a un hijo como el Toño es ley de gravedad… pero perder las motos, Lola… ¡las dos motos…!

El veterano, el menor, su mujer y su amante

El Zacarías y el Nacho fueron al centro esa misma noche, en cuanto los encontraron. ¡Y nosotros llamando a las fuerzas del orden del barrio! Lo único bueno de estos descerebrados es que organizaron el follón a treinta kilómetros, así que con suerte aquí nadie se entera de que están presos, porque me puedo llegar a morir de vergüenza. Hace un rato, por teléfono, le pregunté al Zacarías:

—¡Pero cuéntame qué han hecho por lo menos!

Y mi marido, siempre tan verborrágico, me dice:

—Es largo, mujer, te acabo de mandar un fax con la declaración.

Estamos solas la Sofi y yo, aquí en casa, y no podemos creer lo que estamos leyendo:

Según testimonios aportados por testigos y sospechosos, Cabeza Lorena Silvia, «La Negra» (37), de nacionalidad guineana y pareja del menor Antonio B. «Toño» (15), mantiene una relación sentimental con Américo Piero B. (70), abuelo del menor, a escondidas de éste. Y a causa de esto se desarrollan los acontecimientos que siguen: El anciano y la extranjera organizan un encuentro sentimental en el hotel

Las Delicias de esta ciudad. Según sus empleadores, Cabeza aduce padecer varicela para faltar a su empleo; mientras que el anciano hurta el vehículo Vespa, matrícula C-2830-H, con el que la empresa realiza las entregas de alimentos.

Según el menor, «el Toño», a las 18.15 su abuelo telefonea desde la pizzería a Cabeza para confirmar la cita nocturna, oyendo casualmente Antonio B. «el Toño» la conversación y decidiendo perseguir al anciano amante con fines que entonces el menor no tenía claros. Fuentes del Departamento de Toxicología de esta ciudad confirman que el menor ya entonces estaba «altamente drogado» con cannabis del denominado punto rojo.

Américo B. salió de la vivienda familiar en el ciclomotor ya mencionado a las 21.05. El menor lo persigue en una segunda Vespa, matrícula C-4515-N, a las 21.07. Nadie nota la falta del menor, según hace constar la familia.

El camionero Anselmo E., testigo, afirma haber visto por la calle hacia el centro, «a un viejo que parecía loco en una moto pequeña» que se deshace de una bolsa, arrojándola en el arcén sin detenerse. Se trata de las empanadillas del reparto. El testigo camionero también ve cómo, segundos después, «un yanqui pequeño» hace un alto, recoge la bolsa y continúa la persecución comiendo.

Américo B. y Cabeza Silvia entran en Las Delicias las 21.52, según confirma el empleado Rodolfo F. El menor, aprovechando su baja estatura, oye el número de habitación que se les proporciona a los amantes escondido detrás de un helecho del vestíbulo; después da un rodeo al hotel y, abriendo un boquete en la finca lindante, «el Toño» sube por la escalera de incendios y penetra en la habitación de los amantes interrumpiendo una
fellatio
, según Cabeza Silvia. Américo B. testifica que el menor lo que interrumpe es un cunnilingus.

Confirma la invasión de propiedad privada una pareja homosexual de la habitación contigua, quien dice haber oído la frase: «Oh cielos, ¡mi mujer con mi mejor abuelo!».

Una vez dentro, la situación difiere según los testimonios. Antonio B. habla de forcejeos y peleas; Américo B. dice haberse arrodillado ante su nieto para pedirle perdón y también para poder «estare cara a cara perque é petiso el bambino». Lo único en que coincide el trío es que anciano y nieto acaban retándose a duelo en el descampado conocido como la Loma del Monito que rodea la ex fábrica de leche Basilis.

Allí los encuentra el agente Almada, quien dice haber hallado al menor Antonio B. y al anciano Américo B. en medio de una descarnada pelea, provistos ambos de dos alambres de púa y ladrillos. Almada les da la voz de alto. Al intentar la detención, el menor increpa al agente Almada diciéndole «vete a cagar a pedal, nenaza», improperio que el agente no comprende pero le suena a provocación.

En resumen: por averiguación de antecedentes, pelea callejera, robo de comestibles y vehículos, conculcación de la ley de extranjería, entrada en finca privada, consumo de marihuana e insultos de índole extraña a un agente policial, se encuentran detenidos el adulto, la extranjera y el menor, siendo las 19.32, en las dependencias de la Comisaría de Policía a espera de pago de fianza.

Me acaba de llamar el Zacarías otra vez. Dice que la fianza es de mil quinientos euros por los tres, y que entre él y el Nacho sólo llegan a quinientos… Así que eligió sacar al Toño, me dice, «para poder partir la cara a alguien». Yo le digo:

—¡Pero pégale aquí, en casa, viejo!

No sea cosa que lo metan adentro a él también y nos quedemos sin el cabeza de familia.

La larga noche del parchís

La mitad de esta familia ya ha regresado de la cárcel y ahora la familia está resquebrajada pero unida. Parecemos un jarrón pegado con prisas y vuelto a poner encima de la mesa. El Toño no se habla con su abuelo; el Zacarías no se habla con su padre; don Américo habla con todo el mundo pero en un italiano tan cerrado que parece que hiciera gárgaras. Hablar en dialecto siciliano es su forma de protestar.

Hubo tensión en casa este fin de semana. Ayer tuvo que venir a trabajar la Negra Cabeza: llegó con gafas oscuras y un pañuelo envolviéndole el apellido. No dijo nada en toda la noche. Ni miró a sus amantes, ni al de quince ni al de setenta. Terminó su trabajo y se fue. Toño y don Américo miraban con nostalgia el ir y venir de su culo cuando se alejaba, con resignación o con esperanza. (La Negra mueve las caderas que parece un accidente de tráfico.) Después se tantearon con la mirada entre ellos, altaneros, igual que los pretendientes de antaño, con odio y respeto, y se fueron cada cual a su rincón. Pero la cosa no iba a terminar ahí.

A las cuatro de la madrugada nos despertamos todos sobresaltados. Ruidos en la cocina. ¡Tracatac! ¡Tracatac! Breve silencio. ¡Tracatac! Llegué yo primero en camisón, y detrás de mí la Sofi y el Nacho (a mi marido le puede pasar un desfile por la cabeza y no se entera). Los vimos a los dos, abuelo y nieto, a media luz, en la mesa de la cocina, jugándose a la subsahariana en una encarnizada partida de parchís.

—¡Me cago en todos los dados ruidosos del mundo! —les dije a los dos con los ojos como dos ciruelas—. ¿No podéis elegir algo más silencioso para batiros a duelo? ¿Por qué no jugáis al Pictionary?

—¡Chito! —dice don Américo sin sacar la vista del tablero—. Que cuesto é a vitta o morte! —¡Tracatac!

—Es que son las cuatro—dice el Nacho—. Aquí la gente trabaja… Toño, cómele la ficha azul, que la tienes a tiro.

—¡Chilencio! —grita don Américo, con los ojos inyectados en sangre.

Los dos juegan en un silencio espeso, solamente roto por los continuos tracatacs de los dados en la cápsula. Ni se miran. Se odian. No saben que existimos alrededor de la mesa.

—¿Quién va ganando? —pregunta la Sofi después de un rato.

Toño, haciendo esfuerzos para no llorar, responde:

—El traidor. —¡Tracatac!

Nos quedamos un rato más viendo la derrota del Toño. El tracatac no ha estado nunca de su lado, pobre hijo mío. Pero anoche peleaba como un león frente a la experiencia y la malicia del otro, el Garibaldi de los amantes a destiempo.

Volvimos todos a la cama antes de que terminara el duelo, y durante una hora seguimos escuchando ese traqueteo del infierno. Después, lo más seguro es que con toda la familia todavía insomne y expectante desde la cama, ya no escuché nada. Bueno; sí. Muy bajito, pero muy bajito, aguzando el oído, se podía escuchar el llanto de un adolescente ahogado por la almohada. Y más bajito todavía —la vida es perra— oíamos el silbido feliz del himno nacional de Italia.

Reglas para la vida sentimental de la Sofi

Ayer al atardecer, salgo a sacar la basura y me encuentro a la Sofi en el recibidor, enroscada alrededor de un muchacho. Parecían dos dedos cruzados. Sería por lo oscuro que estaba, o por la mezcla de carne, pero ni un forense podría haber asegurado de quién era cada pierna y cada brazo. El muchacho tenía los pantalones a medio camino y a la Sofi, con el vestido flojo, le entraban y le salían manos peludas por el escote y por el elástico de la cintura. Casi tengo que entrar a vomitar. Pero soy una madre, así que respiré hondo, les encendí la luz y me los quedé mirando.

—¡Mamá! —me dice ella, arreglándose la ropa—. Éste es Pajabrava, un compañerito de la escuela.

Y me señala al galán, con la cara llena de granitos, los ojos tristes como los de Paul McCartney, que mientras se abrocha el pantalón y se pone colorado me saluda con la cabeza.

—Usted se va ahora mismo de aquí —le digo sin énfasis—, y tú te metes para adentro.

En la cocina, más calmada, recurro al papel de la madre moderna.

—Pero ¿y tu novio el Manija? —le digo, intentando entenderla—. ¿Qué pasó con él, lo habéis dejado?

—No —me dice la niña, alzando los hombros—. Estoy probando con los dos una temporada; qué sé yo, por el momento no he devuelto a ninguno.

—¿Cómo que probando? ¿Cómo que no has devuelto? ¡Ay, Sofi, que los hombres no son ropa, cariño! —le digo con toda la impaciencia del mundo—. Si usas dos vestidos uno encima del otro eres moderna, pero si usas dos muchachos a la vez eres un poco puta, Sofía…

—Ay, mamá, que tú eres la menos indicada para sentar cátedra sobre el tema, eh, hazme el favor —me dice misteriosa, y enseguida da media vuelta y se encierra en su cuarto.

La sigo por todo el pasillo (sólo entonces me percato de que sigo con las bolsas de basura en la mano) y me meto en su habitación antes de que la cierre con llave.

—¿Qué me quieres decir con eso de la menos indicada? —digo cerrando bien para que nadie nos oiga.

—Nada, mamá. Conversación terminada.

Odio esa contestación.

—Mientras vivas en esta casa —le digo, cada vez más cabreada—, las conversaciones se terminan cuando yo digo o cuando alguien enciende la tele. ¿Me has oído? Tienes catorce años, todavía no te sabes limpiar los mocos sola y no te voy a permitir que estés jugando a dos barajas, con dos muchachos a la vez. Mucho menos en el recibidor, para que te vea todo el mundo y después seamos la comidilla del barrio.

Entonces me mira gravemente, con odio, y me dice justo lo que no tenía que decir:

—¡Mira quién habla! La que acaba de salir de una doble vida con un señor de Uruguay. ¡Venga, mamá! ¡Que si yo soy un poco putarraca será porque lo aprendo en casa!

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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