Las sirenas de Titán (22 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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—¡Es una trampa! —dijo Unk.

—¿Es qué? —dijo Boaz.

—¡Una trampa! ¡Una triquiñuela para retenernos!

El libro de historietas llamado
Tweety y Sylvester
estaba abierto sobre la mesa delante de Boaz. Boaz no contestó directamente a Unk. Pasó las páginas del libro destartalado.

—Así lo espero —dijo al fin.

Unk pensó en el descabellado llamamiento en nombre del amor. Hizo algo que no hacía desde largo tiempo atrás. Se rió. Pensó que era un final histérico de la pesadilla, eso de que las membranas sin cerebro que había en las paredes hablaran de amor.

De pronto Boaz agarró a Unk y sacudió sus pobres huesos descarnados.

—Me gustaría —dijo Boaz severamente—, me gustaría que me dejaras pensar lo que tenga que pensar del mensaje de que me quieren. Quiero decir... sabes... —dijo—, no tiene por qué tener sentido para ti. Quiero decir... sabes... no hay ningún llamamiento dirigido a ti, ni en un sentido ni en otro. Quiero decir... sabes... —dijo—, esos animales no son necesariamente cosa tuya. No tienen por qué gustarte, no tienes por qué entenderlos, no tienes por qué decir nada sobre ellos. Quiero decir... sabes... —dijo Boaz— el mensaje no te estaba dirigido. A mí me dicen que me quieren. Tú te quedas afuera.

Se apartó de Unk, volvió nuevamente la atención hacia el libro de historietas. La espalda ancha, morena, musculosa, sorprendió a Unk. Unk se había halagado a sí mismo pensando que era físicamente comparable a Boaz. Ahora veía que había sido un patético engaño.

Los músculos de la espalda de Boaz se deslizaban unos sobre otros lentamente, haciendo contrapunto al rápido movimiento de sus dedos al pasar las hojas.

—Tú que sabes tanto de trampas y triquiñuelas —dijo Boaz, ¿cómo sabes que no nos espera una trampa peor si salimos volando de aquí?

Antes que Unk pudiera contestarle, Boaz se acordó que había dejado el grabador solo y funcionando.

—¡No hay nadie cuidándolos! —exclamó. Dejó a Unk y corrió a rescatar a los harmoniums.

Entre tanto, Unk hacía planes para dar vuelta la nave espacial. Esa era la solución del acertijo acerca de cómo salir. Por eso los harmoniums habían escrito en el techo:

UNK, DA VUELTA LA NAVE

La teoría de dar vuelta la nave espacial era sensata, desde luego. El equipo sensible de la nave estaba en el fondo. Al darla vuelta, la nave podría aplicar para salir de las cuevas la misma gracia fácil y la misma inteligencia que había aplicado para entrar.

Merced a una poderosa palanca y a la débil fuerza de gravedad de las cuevas de Mercurio, cuando Boaz volvió, Unk ya había dado vuelta la nave. Todo lo que quedaba por hacer era apretar el botón de encendido. La nave invertida tropezaría entonces contra el piso de la cueva, cedería, se retiraría del piso bajo la impresión de que el piso era un techo.

Haría salir para arriba el sistema de chimeneas bajo la impresión de que lo hacía hacia abajo. E inevitablemente encontraría la salida, bajo la impresión de que buscaba el agujero más profundo.

El agujero que llegado el momento encontraría sería el pozo sin fondo y sin paredes del espacio eterno.

Boaz entró en la nave invertida, los brazos cargados de harmoniums muertos. Llevaba por lo menos cinco kilos de damascos secos. Inevitablemente dejó caer algunos. Y al detenerse para recogerlos, reverente, se le cayeron más.

Las lágrimas le bañaban la cara.

—¿Ves? —dijo Boaz. Estaba loco de dolor y furioso contra sí mismo—. ¿Ves, Unk? ¿Ves lo que pasa cuando uno se va y se olvida?

Boaz meneó la cabeza.

—Estos no son todos —dijo—. Ni mucho menos. —Encontró una caja vacía que había contenido caramelos. Puso en ella los cadáveres de los harmoniums.

Se enderezó, las manos sobre los muslos. Así como Unk se había asombrado de la condición física de Boaz, así se asombró ahora de su dignidad.

Erguido ahora, Boaz era un Hércules sabio, digno, lloroso, moreno.

Por comparación, Unk se sintió escuálido, desarraigado, resentido.

—¿Quieres hacer el reparto, Unk? —dijo Boaz.

—¿El reparto?

—De bolas de aire, comida, agua mineral, dulce —dijo Boaz.

—¿Dividirlo todo? —dijo Unk—. Dios mío, hay bastante de todo para quinientos años.

Nunca se había hablado hasta entonces de dividir las cosas. No había habido escasez de nada, ni amenaza siquiera.

—La mitad te la llevas, y la otra mitad me la dejas —dijo Boaz.

—¿Te la dejo? —dijo Unk, incrédulo—. ¿No... no vas a venir conmigo?

Boaz alzó su gran mano derecha en un tierno gesto de silencio, un gesto hecho por un ser humano realmente grande.

—No me digas la verdad, Unk —dijo Boaz—, y yo no te la diré. —Se secó las lágrimas con el puño.

Unk, nunca había sido capaz de dejar de lado el argumento de la verdad. Lo asustaba. Algo en el fondo le advertía que Boaz no fanfarroneaba, que Boaz sabía realmente una verdad acerca de Unk que podía hacerlo pedazos.

Unk abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Grandes noticias las que me das —dijo Boaz—. «¡Boaz, me dices, vamos a ser libres!»

Y yo me excito todo, y largo lo que estoy haciendo y me preparo a ser libre.

«Y empiezo a decirme a mí mismo cómo voy a ser libre —dijo Boaz—, y entonces trato de pensar cómo va a ser, y todo lo que veo es gente. Gente que me empuja para aquí, que me empuja para allá, y no está satisfecha de nada, y se vuelve cada vez más loca porque nada la hace feliz. Y hombres que me gritan so pretexto de que no los hago felices, y todos andamos a los tirones y a los empujones.

«Y entonces, de pronto —dijo Boaz— me acuerdo de todos esos animalitos disparatados a los que tan fácilmente he hecho felices con la música. Y me encuentro con miles muertos porque Boaz, tan excitado por liberarse, se había olvidado de ellos. Y yo podía haberles salvado la vida a todos los que murieron si hubiera seguido atento a lo que estaba haciendo.

«Y entonces me digo, nunca he sido bueno para nadie, y nadie ha sido nunca bueno para mí.
¿De
modo que para qué quiero ser libre entre multitudes de personas?

«Así supe lo que ahora te estoy diciendo, Unk, al volver aquí —dijo Boaz.

Boaz añadió:

—Me encontré un lugar donde puedo hacer bien sin hacer ningún daño, y veo que estoy haciendo bien, y ellos saben que les estoy haciendo bien, y me quieren, Unk, lo mejor que pueden. Me encontré un hogar.

«Y cuando me muera aquí, algún día, podré decirme a mí mismo: Boaz, hiciste millones de vidas dignas de ser vividas. Nadie desparramó jamás tanta alegría. No tienes un enemigo en el Universo. Boaz ha llegado a ser para sí mismo el papá y la mamá afectuosos que nunca tuvo.

Ahora vas a dormir —se dijo a sí mismo, imaginándose en un sepulcro de piedra en las cuevas—. Eres un buen muchacho, Boaz. Buenas noches.

10 - Una era de milagros

«Oh, Altísimo Señor, Creador del Cosmos, Hilandero de las Galaxias, Alma de las Ondas Electromagnéticas, Inhalador y Exhalador de Inconcebibles Volúmenes de Vacío, Escupidor de Hierro y Roca, Despilfarrador de Milenios, ¿qué podríamos hacer por Ti que Tú no pudieras hacer por Ti mismo un octillón de veces mejor? Nada. Oh Humanidad, regocíjate de la apatía de nuestro Creador, porque nos hace libres y veraces y dignos al fin. Un insensato como Malachi Constant ya no puede señalar un ridículo accidente de buena suerte y decir: Hay alguien allá arriba a quien le gusto. Y un tirano ya no puede decir: 'Dios quiere que ocurra esto o lo otro, y el que no contribuya a que ocurra esto o lo otro está contra Dios'. ¡Oh, Altísimo Señor, qué arma gloriosa es Tu Apatía, pues la hemos desenvainado, hemos embestido y tajeado con ella, y el golpe de teatro que tan a menudo nos ha esclavizado o conducido al manicomio yace muerto!»

REVERENDO C. HORNER REDWINE

Era un martes por la tarde. en el hemisferio norte de la Tierra, era primavera.

La Tierra estaba verde y húmeda. El aire de la Tierra era bueno de respirar, suculento como crema.

La pureza de las lluvias que caían sobre la Tierra se podía gustar. El sabor de la pureza era delicadamente picante.

La tierra estaba caliente.

La superficie de la Tierra jadeaba y bullía en fecunda inquietud. La Tierra era más fértil donde más muerte había.

La lluvia delicadamente picante caía en un lugar verde donde había mucha muerte. Caía en un cementerio de iglesia del Nuevo Mundo. El cementerio estaba en West Barnstable, Cape Cod, Massachusetts, U.S.A. El cementerio estaba lleno, los espacios entre los muertos de muerte natural llenos hasta hundirse de los honrados muertos de guerra. Marcianos y terráqueos yacían juntos.

No había un país en el mundo que no tuviera cementerios donde los terráqueos y los marcianos no yacieran juntos. No había un solo país en el mundo que no hubiese librado una batalla en la guerra de toda la Tierra contra los invasores de Marte.

Todo se había olvidado.

Todos los seres vivientes eran hermanos, todos los seres muertos lo eran aún más.

La iglesia, acurrucada entre las piedras tumbales como una gallina mojada, había sido en diversos tiempos presbiteriana, congregacionista, unitaria y apocalíptica universal. Ahora era la iglesia de Dios, el Absolutamente Indiferente.

Había un hombre de apariencia salvaje que estaba en el cementerio, maravillado ante el aire cremoso, lo verde, lo húmedo. Estaba casi desnudo, y tenía la barba retinta y el pelo largo, enmarañado y salpicado de gris. Lo único que llevaba era un taparrabos de harapos sujeto con un alambre.

La prenda le cubría las vergüenzas.

La lluvia le bajaba por las rudas mejillas. Echó hacia atrás la cabeza para bebería. Posó la mano en una lápida sepulcral, más para sentirla que para apoyarse. Estaba habituado al tacto de las piedras, estaba mortalmente habituado al contacto de las piedras ásperas, secas. Pero piedras que fuesen húmedas, piedras que fuesen musgosas, piedras que estuviesen talladas y escritas por hombres, esas piedras hacía mucho, mucho tiempo que no las sentía.

Pro patria
decía la piedra que tocaba.

El hombre era Unk.

Había vuelto de Marte y Mercurio a su casa. Su nave espacial había aterrizado sola en un bosque próximo al cementerio de la iglesia. Estaba lleno de la negligente, tierna violencia de un hombre que ha desperdiciado cruelmente su vida.

Unk tenía cuarenta y tres años.

Tenía todas las razones para marchitarse y morir.

Lo que le hacía seguir era un deseo más mecánico que emocional. Deseaba reunirse con Bee, su compañera, con Crono, su hijo, y con Stony Stevenson, su mejor y único amigo.

El Reverendo C. Horner Redwine estaba en el púlpito de su iglesia aquel lluvioso martes por la tarde. No había nadie más en la iglesia. Redwine se había subido al púlpito simplemente con el objeto de ser lo más feliz posible. No era lo más feliz posible en circunstancias adversas. Era lo más feliz posible en circunstancias extraordinariamente felices, pues era el ministro muy amado de una religión que no sólo prometía sino que hacía milagros.

Su iglesia, la Primera Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente, en Barnstable, tenía un subtítulo: La Iglesia del Fatigado Vagabundo del Espacio. El subtítulo se justificaba por su profecía: Que un solitario rezagado del Ejército de Marte llegaría un día a la iglesia de Redwine.

La iglesia estaba lista para el milagro. Había un espigón de hierro forjado a mano en el pilar de roble basto detrás del púlpito. El pilar soportaba la poderosa viga que formaba la cumbre. Y del clavo colgaba un perchero incrustado de piedras semipreciosas. Y del perchero colgaba un traje metido en una bolsa de plástico transparente.

Según la profecía, el Fatigado Vagabundo del Espacio estaría desnudo, y las ropas le irían como un guante. El traje sólo podía convenir a un hombre determinado, no a cualquiera. Era de una pieza, color amarillo limón, engomado, con un cierre relámpago y perfectamente ajustado a la piel.

No era ropa a la moda. Se trataba de una creación especial para añadir brillo al milagro.

Cosidos a la delantera y trasera del traje había signos de interrogación color naranja de unos treinta centímetros. Significaba que el Vagabundo del Espacio no sabía quién era.

Nadie sabría quién era hasta que Winston Niles Rumfoord, jefe de todas las iglesias de Dios el Absolutamente Indiferente dijera el nombre al mundo.

Cuando llegase el Vagabundo del Espacio, Redwine daría la señal echando a volar locamente la campana de la iglesia.

Cuando la campana sonara locamente, los feligreses caerían en éxtasis, abandonarían todo lo que estaban haciendo, reirían, llorarían, acudirían.

El cuartel de bomberos voluntarios de West Barnstable estaba tan dominado por miembros de la iglesia de Redwine que enviaría el camión contra incendios, por ser el único vehículo cuyo esplendor lo hacía digno del Vagabundo del Espacio.

Los aullidos de la alarma de incendio en el cuartel se añadirían a la enloquecida alegría de la campana. Un aullido de la alarma significaba el incendio de un prado o un bosque. Dos aullidos significaba el incendio de una casa. Tres aullidos significaban salvamento. Diez aullidos significaban que el Vagabundo del Espacio había llegado.

El agua se colaba por el marco de una ventana desvencijada. El agua se deslizaba por un tablón suelto del tejado, goteaba a través de una grieta y caía en cuentas brillantes desde una viga hasta la cabeza de Redwine. La buena lluvia mojaba la campana del viejo Paul Reveré en el campanario, se escurría por la cuerda de la campana, empapaba el muñeco de madera atado en el extremo de la cuerda de la campana, goteaba de los pies del muñeco y hacía un charco en las losas del piso del campanario.

El muñeco tenía un significado religioso. Representaba una forma repelente de vida que ya no existía. Se le llamaba un
Malachi.
No había casa ni lugar de trabajo de un miembro de la fe de Redwine donde no hubiese un Malachi colgando en alguna parte.

Había una sola manera correcta de colgar un Malachi: por el cuello. Había un solo nudo correcto en ese caso: el nudo para ahorcar.

Y la lluvia goteaba de los pies del Malachi de Redwine en el extremo de la cuerda de la campana.

La fría primavera de los duendes y los crocos había pasado.

La frágil y fresca primavera de las hadas y los narcisos había pasado.

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