Las sirenas de Titán (25 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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Permítasenos insistir aquí en que, por muy aficionado que Rumfoord fuera a los grandes espectáculos, nunca había caído en la tentación de declararse a sí mismo Dios o algo que se le pareciera.

Sus peores enemigos lo admiten. El doctor Mamice Rosenau en su
Patraña Pangaláctica o
Tres mil Millones de Incautos,
dice:

Winston Niles Rumfoord, el fariseo, tartufo y Cagliostro interestelar, se ha tomado la molestia de declarar que él no es Dios Todopoderoso, que no es un pariente cercano de Dios Todopoderoso y que no ha recibido instrucciones directas de Dios Todopoderoso. A estas palabras del Amo de Newport podemos decir ¡Amén! ¡Y podemos añadir que Rumfoord está tan lejos de ser un pariente o agente de Dios Todopoderoso que toda comunicación con Dios Todopoderoso Mismo es completamente imposible mientras Rumfoord se entrometa!

Por lo común la conversación de los veteranos marcianos en los puestos cerrados estaba alegremente erizada de divertidas irreverencias y salidas sobre la venta de despreciables artículos religiosos a los papanatas.

Ahora que Rumfoord y el Vagabundo del Espacio iban a encontrarse, a los concesionarios les costaba mucho no interesarse.

El sargento Brackman levantó su mano sana hasta la coronilla. Era el gesto característico de un veterano marciano. Se tocaba la zona de la antena, de la antena que alguna vez había pensado por él todo lo que importaba. Echó de menos las señales.

—¡Traigan al Vagabundo del Espacio aquí! —bramó la voz de Rumfoord desde los altoparlantes en lo alto de las paredes.

—Quizá... quizá deberíamos ir —dijo Brackman.

—¿Qué? —murmuró Bee. Estaba de pie, con la espalda apoyada en los postigos corridos.

Tenía los ojos cerrados, la cabeza gacha. Parecía helada.

Siempre se estremecía cuando se estaba produciendo una materialización.

Crono frotaba lentamente el amuleto con la yema del pulgar, observando un halo de niebla en el metal frío, un halo alrededor del pulgar.

—Que se vayan al carajo, ¿eh, Crono? —dijo Brackman.

El hombre que vendía pájaros cantores mecánicos agitaba distraídamente la mercadería por encima de su cabeza. Una granjera lo había ensartado con una horquilla en la batalla de Toddington, Inglaterra, dándolo por muerto.

El Comité Internacional de Identificación y Rehabilitación de los Marcianos, con ayuda de las impresiones digitales había identificado al hombre de los pájaros como Bernard K.

Winslow, un violador de menores ambulante que había desaparecido de la sala de alcohólicos de un hospital londinense.

—Muchas gracias por la información —había dicho Winslow al Comité—. Ahora ya no me siento desorientado.

El sargento Brackman había sido identificado por el Comité como el soldado Francis J.

Thompson, desaparecido al final de la noche mientras hacía la ronda de guardia alrededor de un pozo mecánico en Fort Bragg, North Carolina, U.S.A.

Bee había desconcertado al Comité. Sus impresiones digitales no estaban registradas. El Comité pensaba que era o bien Florence White, una muchacha sencilla y cordial que había desaparecido de una lavandería de Cohoes, Nueva York, o Darlene Simpkins, una muchacha sencilla y cordial que había sido vista por última vez en momentos en que aceptaba la invitación a salir en coche con un forastero moreno en Brownsville, Texas.

Y siguiendo la línea de tenderetes a partir de los de Brackman, Crono y Bee, estaban el común de los marcianos que habían sido identificados como Myron S. Watson, un alcohólico que había desaparecido de su puesto de encargado de los lavabos en el aeropuerto de Newark; Charlene Heller, ayudante dietista en la cafetería de la Escuela Secundaria Stivers de Dayton, Ohio; Krishna Garu, un cajista técnicamente prófugo, aún, y acusado de bigamia, proxenetismo y abandono de personas a cargo, en Calcuta, India; Kurt Schneider, alcohólico también, administrador de una agencia de viajes en quiebra, de Bremen, Alemania.

—El todopoderoso Rumfoord... —dijo Bee.

—¿Cómo dices? —preguntó Brackman.

—Nos arrancó de nuestras vidas —dijo Bee—. Nos hizo dormir. Nos lavó el cerebro como quien limpia de semillas una calabaza. Nos manejó como a robots, nos adiestró, nos destinó...

nos quemó por la buena causa. —Se encogió de hombros.

«¿Lo hubiéramos hecho mejor si nos hubiera confiado nuestras propias vidas? —dijo Bee— ¿Hubiéramos llegado a ser algo más o algo menos? Me parece que me alegro de que me haya utilizado. Sospecho que tenía un montón de ideas mejores sobre lo que se podía hacer conmigo que Florence White o Darlene Simpkins o quien quiera que fuese.

«Pero de todos modos lo detesto —dijo Bee.

—Ese es tu privilegio —dijo Brackman—. El dijo que era el privilegio de todos los marcianos.

—Queda un consuelo —dijo Bee—. Hemos sido usados hasta agotarnos. Él nunca nos usará de nuevo.

—Bienvenido, Vagabundo del Espacio —atronó Rumfoord con una voz de tenor aceitado que salía de las trompetas de Gabriel instaladas en lo alto del muro—. Qué oportuno haber venido hasta nosotros en el carro rojo brillante de un cuerpo de bomberos voluntarios. No puedo imaginar un símbolo más conmovedor de la humanidad del hombre hacia el hombre que un camión de bomberos. Díme, Vagabundo del Espacio, ¿ves algo aquí... algo que te haga pensar que quizá hayas estado antes?

El Vagabundo del Espacio murmuró algo ininteligible.

—Más fuerte, por favor —dijo Rumfoord.

—La fuente... recuerdo esa fuente —dijo el Vagabundo del Espacio—. Sólo que... sólo que...

—¿Sólo qué? —dijo Rumfoord.

—Entonces estaba seca... no sé cuándo. Ahora está tan húmeda —dijo el Vagabundo del Espacio.

Un micrófono cerca de la ventana estaba ahora conectado con el sistema de altoparlantes para el público, de modo que el murmullo real, el ruido de las salpicaduras de la fuente subrayaban las palabras del Vagabundo del Espacio.

—¿Alguna otra cosa familiar, oh Vagabundo del Espacio? —dijo Rumfoord.

—Sí —dijo tímidamente el Vagabundo del Espacio—. Usted.

—¿Te soy familiar? —dijo Rumfoord maliciosamente—. ¿Quieres decir que existe la posibilidad de que yo haya desempeñado antes un pequeño papel en tu vida?

—Lo recuerdo en Marte —dijo el Vagabundo del Espacio—. Usted era el hombre del perro... justo antes de que despegáramos.

—¿Qué pasó después que despegaste? —dijo Rumfoord.

—Algo anduvo mal —dijo el Vagabundo del Espacio. Era como si pidiera disculpas, como si la serie de desventuras fuesen en cierto modo culpa suya—. Un montón de cosas anduvieron mal.

—¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de que todo anduviera perfectamente bien?

—No —dijo el Vagabundo del Espacio con sencillez. La idea no lo desconcertó, no podía desconcertarlo puesto que estaba mucho más allá de su filosofía de pacotilla.

—¿Reconocerías a tu compañera y a tu hijo? —dijo Rumfoord.

—No... no sé —dijo el Vagabundo del Espacio.

—Tráiganme a la mujer y al chico que venden Malachis del otro lado de la puertecita de hierro —dijo Rumfoord—. Traigan a Bee y a Crono.

El Vagabundo del Espacio y Winston Niles Rumfoord con Kazak estaban sobre un tablado delante de la mansión. El tablado quedaba a la altura de los ojos de la multitud de pie. El tablado delante de la casa era parte de un sistema continuado de pasadizos, rampas, escalerillas, púlpitos, escalones y estrados que llegaban a todos los rincones de la propiedad.

El sistema permitía la libre y visible circulación de Rumfoord por el terreno, sin que la multitud lo estorbara. Permitía también que todos los que estaban en el lugar pudieran echar un vistazo a Rumfoord.

El sistema no estaba suspendido magnéticamente, aunque parecía un milagro de levitación.

El aparente milagro se había logrado gracias al uso astuto de pintura. Los puntales estaban pintados de negro liso, en tanto que las superestructuras eran de oro centelleante.

Un sistema de cámaras de televisión y micrófonos permitía seguir todo lo que ocurría en cualquier lugar.

Para las materializaciones nocturnas las superestructuras estaban subrayadas con lámparas eléctricas color carne.

El Vagabundo del Espacio era sólo la trigesimoprimera persona que había sido invitada a encontrarse con Rumfoord en la estructura elevada.

En ese momento se había enviado a un ayudante hasta el puesto de venta de los Malachis para que trajera a las personas trigesimosegunda y trigesimotercera que compartirían la eminencia.

Rumfoord no tenía buen aspecto. Estaba de mal color. Y aunque sonreía como siempre, sus dientes parecían rechinar detrás de la sonrisa. Su complaciente alegría se había convertido en una caricatura, traicionando el hecho de que las cosas no andaban nada bien.

Pero siempre estaba allí su famosa alegría. El magnífico y esnob complacedor de la multitud sujetaba a su gran perro Kazak con una cadena tirante. La cadena se enroscaba incrustándose preventivamente en la garganta del perro. La precaución era necesaria, pues evidentemente al perro no le gustaba el Vagabundo del Espacio.

La sonrisa vaciló un instante, recordando a la multitud la carga que Rumfoord soportaba por ella, advirtiendo a la multitud que quizá no pudiera seguir soportándola siempre.

Rumfoord llevaba en la palma de la mano un micrófono y un trasmisor del tamaño de una moneda. Cuando no quería que su voz llegara a la multitud, simplemente cerraba el puño.

La moneda estaba ahora metida en el puño... pues se dirigía con cierta ironía al Vagabundo del Espacio lo cual hubiera desconcertado a la multitud, de haber podido oírlo.

—No hay duda de que es tu día, ¿verdad? —dijo Rumfoord—. Una perfecta fiesta de amor desde el instante en que llegaste. La multitud te adora, sencillamente. ¿Tú adoras a las multitudes?

Las gozosas sacudidas del día habían reducido al Vagabundo del Espacio a una condición pueril, condición en que la ironía e incluso el sarcasmo no daban en el blanco. Había sido cautivo de muchas cosas en sus malos tiempos. Ahora era cautivo de una multitud que lo consideraba maravilloso.

—Han estado extraordinarios —dijo respondiendo a la última pregunta de Rumfoord—.

Han estado grandiosos.

—Oh... son un grandioso rebaño —dijo Rumfoord—. En eso no hay que equivocarse. Me he estado devanando los sesos para encontrar la palabra justa, y tú me la has traído de afuera.

Grandiosos, eso es lo que son. —Evidentemente, el pensamiento de Rumfoord estaba en otra cosa. No le interesaba mayormente el Vagabundo del Espacio como persona, apenas lo miraba. Tampoco parecía muy excitado por la cercanía de la mujer y el hijo del Vagabundo del Espacio.

—¿Dónde están, dónde están? —dijo Rumfoord a un ayudante que estaba abajo—.

Sigamos con la cosa. Acabemos con la cosa.

El Vagabundo del Espacio encontraba sus aventuras tan satisfactorias y estimulantes, tan espléndidamente escenificadas, que le intimidaba hacer preguntas, porque temía parecer desagradecido.

Comprendía que su responsabilidad era terrible en la ceremonia y que lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada, hablar sólo cuando le hablaran y responder a todas las preguntas breve y sencillamente.

La mente del Vagabundo del Espacio no bullía de preguntas. La estructura básica de esa situación ceremonial era obvia, tan neta y adecuada como un taburete para ordeñar. Había sufrido enormemente y ahora era enormemente recompensado.

El súbito cambio de fortuna constituía un espectáculo formidable. Sonrió, porque entendía el placer de la multitud, pretendía formar parte de la multitud misma, compartir su placer.

Rumfoord leyó en el pensamiento del Vagabundo del Espacio.

—Esto les gusta tanto como lo otro, sabes —dijo.

—¿Lo otro? —dijo el Vagabundo del Espacio.

—Cuando la gran recompensa viene primero y luego el gran sufrimiento —dijo Rumfoord—. Lo que les gusta es el contraste. El orden de los acontecimientos no les hace ninguna diferencia. Es el estremecimiento del cambio rápido...

Rumfoord abrió el puño, expuso el micrófono. Con la otra mano hizo señas pontificales.

Las hacía a Bee y a Crono, que habían subido a una adyacencia del andamiaje dorado de tablados, rampas, escalerillas, púlpitos, peldaños y tinglados.

—Por aquí, por favor. No tenemos todo el día, saben —dijo Rumfoord con tono de maestrita.

Durante la tregua, el Vagabundo del Espacio sintió el primer cosquilleo real de los planes para un buen futuro en la Tierra. Todo el mundo era tan bueno, tan entusiasta y pacífico que se podía vivir no una vida buena, sino una vida perfecta en la Tierra.

El Vagabundo del Espacio ya había recibido un hermoso traje nuevo y una prominente situación en la vida, y en cuestión de minutos le serían restituidos su mujer y su hijo.

Lo único que le faltaba era un buen amigo, y el Vagabundo del Espacio se echó a temblar.

Temblaba porque, sabía en el fondo de su corazón que su mejor amigo, Stony Stevenson, estaba escondido por allí en algún lugar, a la espera de una ocasión para presentarse.

El Vagabundo del Espacio sonrió, porque imaginaba la entrada de Stony. Stony llegaría bajando a toda velocidad por una rampa, riendo y un poco borracho. «¡Unk, hijo de puta... —rugiría Stony directamente delante de los altoparlantes—, te he buscado en cuanta taberna he encontrado en esta Tierra de mierda, y te has quedado todo el tiempo colgado en Mercurio!»

Cuando Bee y Crono llegaron a donde estaban Rumfoord y el Vagabundo del Espacio, Rumfoord se apartó. Si se hubiera separado de Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio la distancia de un brazo, su separación podía haber sido entendida. Pero el andamiaje dorado le permitía poner una distancia respetable entre él y los tres, y no sólo eso pues el rococó y algunos azares diversamente simbólicos la volvían intrincada de veras.

Era indiscutiblemente gran teatro, no obstante el capcioso comentario del doctor Maurice Rosenau (op. cit.): «Las gentes que miran con reverencia a Winston Niles Rumfoord bailando en su selvático gimnasio dorado de Newport son los mismos idiotas que uno encuentra en las jugueterías, abriendo la boca reverentes delante de los trenes de juguete que avanzan con su
chuf chuf chuf
por los túneles de papel maché, sobre puentes de mondadientes, a través de ciudades de cartón y de nuevo por túneles de papel maché. ¿Reaparecerán los trencitos o Winston Niles Rumfoord con su
chuf chuf chuf?
¡Oh,
mirabile dictu!
¡Reaparecerán!»

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