Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
El mensaje estaba contenido en un estuche de plomo sellado, de cinco centímetros de lado y medio centímetro de espesor. El estuche mismo estaba contenido en una red de malla de oro que colgaba de una banda de acero inoxidable encajada en el tallo que podía llamarse el cuello de Salo.
Salo tenía órdenes de no abrir la red y el estuche hasta que no llegara a destino. Su destino no era Titán. Su destino estaba en una galaxia que empezaba a dieciocho millones de años luz más allá de Titán. Los planeadores de las ceremonias en las que había participado Salo no sabían qué iba a encontrar Salo en la galaxia.
Salo no ponía en tela de juicio el buen sentido de su misión porque, como todos los tralfamadorianos, era una máquina. Como máquina debía hacer lo que se suponía que era su objetivo.
De todas las órdenes que Salo había recibido antes de despegar de Tralfamadore, la más importante era la de que
no debía abrir el mensaje en el camino, por ningún motivo.
Tanto se había insistido en esa orden, que se convirtió en el núcleo mismo del ser del pequeño mensajero tralfamadoriano.
En el año terrestre 203117 antes de Cristo, Salo se vio obligado a bajar al Sistema Solar debido a dificultades mecánicas. Lo obligó la total desintegración de una pequeña parte de la central eléctrica de su nave espacial, parte del tamaño de un abridor de latas de cerveza. Salo no tenía inclinación por la mecánica y tenía apenas una vaga idea de cómo era o debía ser la parte que faltaba. Como la nave de Salo era propulsada por vulls, la Voluntad Universal de Llegar a Ser, su central energética no se prestaba a los chapúceos de un mecánico aficionado.
No es que la nave de Salo estuviera totalmente fuera de uso. Todavía funcionaba, pero renqueando, a sólo unas sesenta y ocho mil millas por hora. Podía hacer cortos saltos alrededor del Sistema Solar, aun mutilado, y copias de la nave estropeada prestaron inestimables servicios al esfuerzo bélico de Marte. Pero la nave mutilada era de una lentitud imposible para los propósitos de la gestión intergaláctica de Salo.
De modo que el viejo Salo saltó a Titán y mandó a Tralfamadore noticias de su trance.
Envió el mensaje con la velocidad de la luz, lo cual significaba que tardaría ciento cincuenta mil años terrestres en llegar a Tralfamadore.
Se dedicó a distintos
hobbies
que lo ayudaron a pasar el tiempo. El principal era la escultura, el cultivo de margaritas titánicas y la observación de las diversas actividades de la Tierra. Podía hacerlo mediante el visor del tablero de comando de la nave, hecho añicos. El visor era suficientemente potente como para que Salo pudiera seguir las actividades de las hormigas terrestres, si así lo deseaba.
A través de ese visor obtuvo la primera respuesta de Tralfamadore. La respuesta estaba escrita en la Tierra con grandes piedras en una llanura de lo que ahora es Inglaterra. Las ruinas de la respuesta aún existen, y son conocidas con el nombre de Stonehenge. El significado de Stonehenge en tralfamadoriano, visto desde arriba es el siguiente:
«Sustituir
parte aplastada a mayor velocidad posible
»
.
Stonehenge no era el único mensaje que había recibido el viejo Salo.
Había habido otros cuatro, todos ellos escritos en la Tierra.
La Gran Muralla China, vista desde arriba, significaba en tralfamadoriano:
«Sé paciente.
No te hemos olvidado
»
.
La Casa Dorada del emperador romano Nerón significaba:
«Estamos haciendo lo mejor
que podemos
»
.
El significado del Kremlin, en Moscú, cuando se hicieron las primeras murallas, era:
«Estarás en camino antes de lo que piensas
»
.
El significado del Palacio de la Liga de las Naciones en Ginebra, Suiza, era el siguiente:
«Alista tus cosas y prepárate para partir a corto plazo
»
.
La simple aritmética revelará que estos mensajes llegaron todos a velocidades muy superiores a la velocidad de la luz, y que tardaron ciento cincuenta mil años en llegar a Tralfamadore. Salo había recibido una respuesta de Tralfamadore en menos de cincuenta mil años.
Para alguien tan primitivo como un terráqueo es grotesco explicar cómo se efectuaron esas rápidas comunicaciones. Baste decir, para tan primitiva compañía, que los tralfamadorianos eran capaces de hacer rebotar ciertos impulsos de la Voluntad Universal de Llegar a Ser en la arquitectura abovedada del Universo a una velocidad unas tres veces superior a la de la luz. Y eran capaces de enfocar y modular esos impulsos para influir en criaturas muy, muy alejadas, e incitarlas a servir a los fines de Tralfamadore.
Era una manera maravillosa de conseguir que se hicieran las cosas en lugares muy, muy alejados de Tralfamadore. Era con mucho la manera más rápida.
Pero no resultaba barato.
El viejo Salo no estaba equipado para comunicar y conseguir que las cosas se hicieran de esa manera, aun a distancias cortas. El mecanismo y la cantidad de Voluntad Universal de Llegar a Ser utilizados en el proceso eran colosales, y exigían los servicios de miles de técnicos.
Y aun el poderoso aparato tralfamadoriano, de poderosa energía y poderosa dotación, no era particularmente preciso. El viejo Salo había observado muchas fallas en las comunicaciones con la Tierra. En la Tierra empezaban a florecer las civilizaciones, y los participantes empezaban a construir tremendas estructuras que evidentemente serían mensajes en tralfamadoriano, y entonces las civilizaciones se desinflaban sin haberlas terminado.
El viejo Salo había visto ocurrir eso cientos de veces.
El viejo Salo le había dicho a su amigo Rumfoord una cantidad de cosas interesantes sobre la civilización de Tralfamadore, pero nunca le había hablado de los mensajes y las técnicas de envío.
Todo lo que le había dicho a Rumfoord era que había enviado a su patria un mensaje para avisar que estaba en dificultades y que esperaba que de un momento a otro llegara una pieza de repuesto. La mente del viejo Salo era tan diferente de la de Rumfoord, que éste no podía leer en su pensamiento.
Salo estaba agradecido a esa barrera existente entre sus pensamientos, porque tenía un miedo mortal de lo que Rumfoord diría al descubrir que las gentes de Salo habían tenido mucho, que ver en el emporcamiento de la historia de la Tierra. Aunque Rumfoord había sido infundibulado cronosinclásticamente y cabía esperar que tuviera una visión más amplia de las cosas, Salo había descubierto que seguía siendo un terráqueo sorprendentemente provinciano en el fondo del corazón.
El viejo Salo no quería que Rumfoord descubriera lo que los tralfamadorianos estaban haciendo a la Tierra, porque estaba seguro de que se ofendería, de que se volvería contra Salo y contra todos los tralfamadorianos. Y Salo no podía soportarlo, porque amaba a Winston Niles Rumfoord.
No había nada ofensivo en este amor. Es decir, no era homosexual. No podía serlo, pues Salo no tenía sexo.
Era una máquina, como todos los tralfamadorianos.
Estaba armado con clavijas, grampas, tuercas, pernos e imanes. Su piel color mandarina que era tan expresiva cuando estaba emocionalmente perturbado, se podía poner o sacar como una camiseta. Un cierre relámpago magnético la mantenía cerrada.
Según Salo, los tralfamadorianos se manufacturaban el uno al otro. Nadie sabía con certeza cómo había llegado a la existencia la primera máquina.
La leyenda era la siguiente:
Hubo una época en que en Tralfamadore había criaturas que no eran como máquinas. No eran dependientes. No eran eficientes. No eran dignas de confianza. No eran duraderas. Y esas pobres criaturas estaban obsesionadas por la idea de que todo lo que existía debía tener una finalidad y que algunas finalidades eran más elevadas que otras.
Esas criaturas se pasaban la mayor parte del tiempo tratando de descubrir cuál era su finalidad. Y cada vez que encontraban lo que parecía ser una finalidad de ellos, parecía tan baja que las criaturas se llenaban de asco y vergüenza.
Y antes de servir una finalidad tan baja, las criaturas hacían una máquina que la sirviera.
Así las criaturas quedaban libres de ponerse al servicio de finalidades más elevadas. Pero cada vez que encontraban una finalidad elevada, resultaba que no era lo bastante.
Entonces se hacían máquinas para ponerlas al servicio de finalidades aún más elevadas.
Y las máquinas lo hacían todo con tanta pericia que finalmente se les confió la tarea de descubrir cuál debía ser la finalidad más elevada de las criaturas.
Las máquinas informaron con toda honestidad que no lo sabían realmente.
A continuación las criaturas empezaron a asesinarse entre si, porque detestaban por encima de todo las cosas sin finalidad.
Y descubrieron que ni siquiera servían para asesinar. De modo que confiaron ese trabajo a las máquinas, también. Y las máquinas terminaron el trabajo en menos tiempo del que se tarda en decir «Tralfamadore».
Por medio del visor del tablero roto de su nave espacial, el viejo Salo observaba ahora el acercamiento a Titán de la nave espacial que transportaba a Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba preparada para aterrizar automáticamente en la orilla del mar Winston.
Debía aterrizar entre dos millones de estatuas del tamaño de seres humanos. Salo había hecho las estatuas a un ritmo de unas diez por año terrestre.
Las estatuas estaban concentradas en la región del mar Winston porque estaban hechas de turba titánica. La turba titánica abunda junto al mar Winston, a sólo centímetros bajo la superficie del suelo.
La turba titánica es una sustancia curiosa y, para un escultor natural y sincero, atractiva.
Al extraerla, la turba titánica tiene la consistencia de la masilla terrestre.
Después de una hora de exposición a la luz y el aire de Titán, la turba tiene la cohesión y la dureza del yeso de París.
Después de dos horas de exposición, es dura como el granito y debe ser trabajada con escoplo.
Después de tres horas de exposición, nada sino el diamante raya la superficie de la turba titánica.
Para hacer tantas estatuas Salo se había inspirado en las llamativas conductas de los terráqueos. Lo que inspiraba a Salo no era tanto lo que los terráqueos hacían, sino cómo lo hacían.
Los terráqueos se comportaban en todas las ocasiones como si hubiera un gran ojo en el cielo y como si ese gran ojo estuviera ansioso de diversión.
El gran ojo tenía un hambre glotona de gran teatro. El gran ojo era indiferente a que los espectáculos de la Tierra fueran comedia, tragedia, farsa, sátira, atletismo o
vaudeville.
Su exigencia, que al parecer los terráqueos consideraban tan irresistible como la gravedad, era que los espectáculos fuesen grandes.
La exigencia era tan poderosa que los terráqueos casi no hacían otra cosa que actuar para satisfacerla, noche y día, incluso en sus sueños.
El gran ojo era el único público que a los terráqueos les interesaba realmente. Las actuaciones más fantásticas que Salo había visto eran las de terráqueos que estaban terriblemente solos. Imaginaban que el gran ojo era su único público.
Salo, con sus estatuas duras como el diamante, había tratado de conservar algunos de los estados mentales de esos terráqueos que habían montado los espectáculos más interesantes para el gran ojo imaginado.
No menos sorprendentes que las estatuas eran las margaritas titánicas que abundaban junto al mar Winston. Cuando en el año 203117 antes de Cristo, Salo llegó a Titán, las margaritas titánicas eran flores minúsculas, estrelladas, amarillas, de apenas medio centímetro de diámetro.
Entonces Salo comenzó a hacer un cultivo selectivo.
Cuando Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono llegaron a Titán, la típica margarita titánica tenía un tallo de un metro veinte de diámetro y una flor lavanda manchada de rosa de más de una tonelada.
Salo, que había observado la cercanía de la nave espacial de Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono, infló sus pies hasta darles el tamaño de pelotas de fútbol. Caminó por las aguas esmeralda claro del mar Winston, cruzándolas hasta el Taj Mahal de Winston Niles Rumfoord.
Entró en el patio cerrado del palacio, dejó salir el aire de los pies. El aire silbó. El silbido repercutió en las paredes.
La reposera lavanda de Winston Niles Rumfoord estaba vacía junto a la piscina.
—¿Skip? —llamó Salo. Usaba el más íntimo posible de todos los nombres de Rumfoord, el de su infancia, a pesar de que a Rumfoord le fastidiaba que lo usara. No lo usaba para hacerlo sufrir. Lo usaba para afirmar la amistad que sentía por Rumfoord, para probar un poco la amistad y verla triunfar elegantemente de la prueba.
Había una razón para que Salo sometiera la amistad a una prueba de colegial. Nunca había visto, nunca había oído hablar de la amistad antes de llegar al Sistema Solar. Era una novedad fascinante para él. Tenía que jugar con ella.
—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.
El aire tenía un sabor desusado. Salo lo identificó a tientas como ozono. Era incapaz de explicarlo.
Aún ardía un cigarrillo en el cenicero junto a la silla, de modo que no hacía mucho que Rumfoord se había ido.
—¿Skip? ¿Kazak? —llamó Salo. Era insólito que Rumfoord no estuviera dormitando en su silla, que Kazak no dormitara a su lado. El hombre y el perro se pasaban la mayor parte del tiempo junto a la piscina, controlando las señales procedentes de sus otros yoes a través del espacio y del tiempo. Rumfoord estaba por lo general inmóvil en su silla, con los dedos de una mano lánguida, colgante, enterrada en el pelo de Kazak. Kazak por lo general se quejaba y contraía en sueños.
Salo miró el agua de la piscina rectangular. En el fondo de la piscina, en ocho metros de agua, estaban las tres sirenas de Titán, las tres hermosas hembras humanas que habían sido ofrecidas al lascivo Malachi Constant hacía tanto tiempo.
Eran estatuas hechas por Salo con turba titánica. De los millones de estatuas hechas por Salo, sólo estas tres estaban pintadas con colores naturales. Había sido necesario pintarlas para darles importancia dentro del ambiente suntuoso, oriental, del palacio de Rumfoord.
—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.