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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Ensayo

Las venas abiertas de América Latina (9 page)

BOOK: Las venas abiertas de América Latina
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Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante.
Los indios han padecido y padecen —síntesis del drama de toda América Latina— la maldición de su propia riqueza
. Cuando se descubrieron los placeres de oro del río Bluefields, en Nicaragua, los indios cartas fueron rápidamente arrojados lejos de sus tierras en las riberas, y ésta es también la historia de los indios de todos los valles fértiles y los subsuelos ricos del río Bravo al sur. Las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados, en el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado de los latifundios ganaderos.
[56]
La horda se revolvió desesperada, cayendo uno tras otro
sus
mocetones bravíos, como toros heridos en la nuca.» Varios caciques murieron. Los pocos indios que pudieron romper el cerco de fuego se vengaron
poco
después. Perseguidos por el hermano de Rivera, le tendieron una emboscada y
lo
acribillaron a lanzazos junto con
sus
soldados. El cacique Sepe «hizo cubrir con algunos nervios del cadáver el extremo de la moharra de
su
lanza».

En la Patagonia argentina, a fines de siglo,
los
soldados cobraban contra la presentación de cada par de testículos. La novela de David Viñas
Los dueños de la tierra
(Buenos Aires, 1959) se abre con la cacería de los indios: «Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba y después se sentía hambre... Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente había quedado algún cuerpo enhorquetado en uno de esos ñidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negruzca entre
los
muslos...».

Los indios yaquis, del estado mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán. Así, la península de Yucatán se convirtió no sólo en el cementerio de los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yaquis, que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del henequén disponían de más de cien mil esclavos indígenas en sus plantaciones. Pese a su excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos tercios de los yaquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo
[57]
.

En nuestros días, la fibra de henequén sólo puede competir con sus sustitutos sintéticos gracias al nivel de vida sumamente bajo de sus obreros. Las cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como se cree, al menos para los indígenas de Yucatán: «Las condiciones de vida de esos trabajadores se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla Sánchez". En las pendiente andinas cercanas a Bogotá, el peón indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que el hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia parcela: «Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer deudas, el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡El trabaja gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña!»
[58]
.

No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo de las selvas. A principios de este siglo, sobrevivían aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización: el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el contacto con la muerte. Las disposiciones legales que desde 1537 protegen a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto de todas las constituciones brasileñas, son «los primitivos y naturales señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen. La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario de un nuevo
sueño americano
. En tren de conquista, hombres y empresas de los Estados Unidos se han abalanzado sobre la Amazonia como si fuera un nuevo Far West. Esta invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se les ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castelo Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.

La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta. Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando para el mercado mundial o peleando por sus vencedores. En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus
tierras sagradas
, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis o paludismo. El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos.
[59]
La expropiación de los indígenas —usurpación de sus tierras y de su fuerza de trabajo— ha resultado y resulta simétrica al desprecio— racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones rotas por la conquista. Los efectos de la conquista y todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin embargo, esa identidad triturada es la única que persiste en Guatemala. Persiste en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo. Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso durante el interminable ascenso del Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección
[60]
.

V
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ICA DE
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RETO: LA
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OTOSÍ DE ORO

La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.

Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes y dispersas. Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir, por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su paso de conquista.

Los
bandeirantes
[61]
de la región de São Paulo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río São Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro de las rocas y los había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones de las montañas. Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalho de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo.

«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, y su mirada planea sobre las torres de las iglesias. «Había oro en las veredas, crecía como pasto». Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirão do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de la otra».

En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora... «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve? ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajaban día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquél por los blancos. Y aquélla es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos».

A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores.
[62]
Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población... que el que España aportó a todas sus colonias de América».
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Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde Africa, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.

Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad del-oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades, campamentos nacidos del boom y bruscamente acrecidos en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, —vagabundos y malhechores» —según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de la civilización del oro. Simão Ferreira Machado la describía, veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil». Otro escritor de la época, Francisco Tavares de Brito, definía en 1732 a Ouro Preto como «la Potosí de oro»
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.

Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, São João d'El Rei, Ribeirão do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, «para entregarse con ella a continuos y escandalosos pecados», pero los hombres de sotana no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera. En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el distrito minero.

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