«Pensaréis tal vez, señores —decía Karl Marx en 1848—, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar».
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La división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano y gracia del Espíritu Santo; sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a causa del desarrollo mundial del capitalismo.
En realidad, Barbados fue la primera isla del Caribe donde se cultivó el azúcar para la exportación en grandes cantidades, desde 1641, aunque con anterioridad los españoles habían plantado caña en la Dominicana y en Cuba. Fueron los holandeses, como hemos visto, quienes introdujeron, las plantaciones en la minúscula isla británica; en 1666 ya había en Barbados ochocientas plantaciones de azúcar y más de ochenta mil esclavos. Vertical y horizontalmente ocupada por el latifundio naciente, Barbados no tuvo mejor suerte que el nordeste de Brasil. Antes, la isla disfrutaba el policultivo; producía, en pequeñas propiedades, algodón y tabaco, naranjas, vacas y cerdos. Los cañaverales devoraron los cultivos agrícolas y devastaron los densos bosques, en nombre de un apogeo que resultó efímero. Rápidamente, la isla descubrió que sus suelos se habían agotado, que no tenía cómo alimentar a su población y que estaba produciendo azúcar a precios fuera de competencia
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Ya el azúcar se había propagado a otras islas, hacia el archipiélago de Sotavento, Jamaica y, en tierras continentales, las Guayanas. A principios del siglo XVIII, los esclavos eran, en Jamaica, diez veces más numerosos que los colonos blancos. También su suelo se cansó en poco tiempo. En la segunda mitad del siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo esponjoso de las llanuras de la costa de Haití, una colonia francesa que por entonces se llamaba Saint Domingue. Al norte y al oeste, Haití se convirtió en un vertedero de esclavos: el azúcar exigía cada vez más brazos. En 1786, llegaron a la colonia veintisiete mil esclavos, y al año siguiente cuarenta mil. En el otoño de 1791 estalló la revolución. En un solo mes, septiembre, doscientas plantaciones de caña fueron presa de las llamas; los incendios y los combates se sucedieron sin tregua a medida que los esclavos insurrectos iban empujando a los ejércitos franceses hacia el océano. Los barcos zarpaban cargando cada vez más franceses y cada vez menos azúcar. La guerra derramó ríos de sangre y devastó las plantaciones. Fue larga. El país, en cenizas, quedó paralizado; a fines de siglo la producción había caído verticalmente. «En noviembre de 1803 casi toda la colonia, antiguamente floreciente, era un gran cementerio de cenizas y escombros», dice Lepkowski.
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La revolución haitiana había coincidido, y no sólo en el tiempo, con la revolución francesa, y Haití sufrió también, en carne propia, el bloqueo contra Francia de la coalición internacional: Inglaterra dominaba los mares. Pero luego sufrió, a medida que su independencia se iba haciendo inevitable, el bloqueo de Francia. Cediendo a la presión francesa, el Congreso de los Estados Unidos prohibió el comercio con Haití, en 1806. Recién en 1825 Francia reconoció la independencia de su antigua colonia, pero a cambio de una gigantesca indemnización en efectivo. En 1802, poco después de que cayera preso el general Toussaint-Louverture, caudillo de los ejércitos esclavos, el general Leclerc había escrito a su cuñado Napoleón, desde la isla: «He aquí mi opinión sobre este país: hay que suprimir a todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, conservando sólo a los niños menores de doce años, exterminar la mitad de los negros de las llanuras y no dejar en la colonia ni un solo mulato que lleve charreteras».
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El trópico se vengó de Leclerc, pues murió «agarrado por el vómito negro» pese a los conjuros mágicos de Paulina Bonaparte, sin poder cumplir su plan, pero la indemnización en dinero resultó una piedra aplastante sobre las espaldas de los haitanos independientes que habían sobrevivido a los baños de sangre de las sucesivas expediciones militares enviadas contra ellos. El país nació en ruinas y no se recuperó jamás: hoy es el más pobre de América Latina
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La crisis de Haití provocó el auge azucarero de Cuba, que rápidamente se convirtió en la primera proveedora del mundo. También la producción cubana de café, otro artículo de intensa demanda en ultramar, recibió su impulso de la caída de la producción haitiana, pero el azúcar le ganó la carrera del monocultivo: en 1862 Cuba se verá obligada a importar café del extranjero. Un miembro dilecto de la «sacarocracia» cubana llegó a escribir sobre «las fundadas ventajas que se pueden sacar de la desgracia ajena»
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A la rebelión haitiana sucedieron los precios más fabulosos de la historia del azúcar en el mercado europeo, y en 1806 ya Cuba había duplicado, a la vez, los ingenios y la productividad.
Los ingleses se habían apoderado fugazmente de la Habana en 1762. Por entonces, las pequeñas plantaciones de tabaco y la ganadería eran las bases de la economía rural de la isla; La Habana, plaza fuerte militar, mostraba un considerable desarrollo de las artesanías, contaba con una fundición importante, que fabricaba cañones, y disponía del primer astillero de América Latina para construir en gran escala buques mercantes y navíos de guerra. Once meses bastaron a los ocupantes británicos para introducir una cantidad de esclavos que normalmente hubiese entrado en quince años y desde esa época la economía cubana fue modelada por las necesidades extranjeras de azúcar: los esclavos producirían la codiciada mercancía con destino al mercado mundial. y su jugosa plusvalía sería desde entonces disfrutada por la oligarquía local y los intereses imperialistas. Moreno Fraginals describe, con datos elocuentes, el auge violento del azúcar en los años siguientes a la ocupación británica. El monopolio comercial español había saltado, de hecho, en pedazos; habían quedado deshechos además los frenos al ingreso de esclavos. El ingenio absorbía todo, hombres y tierras. Los obreros del astillero y la fundición y los innumerables pequeños artesanos, cuyo aporte hubiera resultado fundamental para el desarrollo de las industrias, se marchaban a los ingenios; los pequeños campesinos que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en las huertas, víctimas del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se incorporaban también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba reduciendo la fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos las torres de los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras. El fuego devoraba las vegas tabacaleras y los bosques y arrasaba las pasturas. En 1792, el tasajo, que pocos años antes era un artículo cubano de exportación, llegaba ya en grandes cantidades del extranjero, y Cuba continuaría importándolo en lo sucesivo»
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Languidecían el astillero y la fundición, caía verticalmente la producción de tabaco; la jornada de trabajo de los esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras humeantes se consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del siglo XVIII, euforia de la cotización internacional por las nubes, la especulación volaba: los precios de la tierra se multiplicaban por veinte en Güines; en La Habana el interés real del dinero era ocho veces más alto que el legal; en toda Cuba la tarifa de los bautismos, los entierros y las misas subía en proporción a la desatada carestía de los negros y los bueyes.
Los cronistas de otros tiempos decían que podía recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los bosques frondosos, en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los dagames. Se puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y en las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real de Madrid, pero la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos, los mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los mismos años en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña, cultivo de rapiña, no sólo implicó la muerte del bosque sino también, a largo plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad de la isla».
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Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión no demoraba en morder los suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. Actualmente, el rendimiento por hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es inferior en más de tres veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de Hawai.
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El riego y la fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la revolución cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas, mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras, los abonos.
La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al tiempo que sellaba la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía quedó enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que sabían reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes viajes a París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos franceses y biombos Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas británicos. Me sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana, una gigantesca caja fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar la vajilla. Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el ritmo de las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de Trinidad es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en Trinidad más cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados por la violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que antes exportaba carne, comía carne traída de fuera. Brotaron palacios coloniales, con sus portales de sombra cómplice, sus aposentos de altos techos, arañas con lluvias de cristales, alfombras persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué, los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros de peluquín y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los grandes esqueletos de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las calesas invadidas por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo»; porque sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo el poder y la gloria. Pero vino
la
crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar y la ciudad cayó con ellos, para no levantarse nunca más
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Un siglo después, cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino atado a la cotización del azúcar. «El pueblo que confía su subsistencia a un solo producto, se suicida», había profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por habitante, superando incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso
per capita
de América Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Sólo sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos.
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Una economía tan dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar, posteriormente, al impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos: el precio del azúcar llegó a bajar a mucho menos de un centavo en 1932, y en tres años las exportaciones se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El índice de desempleo de Cuba en esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en ningún otro país».
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El desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del azúcar en el mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos, Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen de sangre y fuego.
Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los que recibían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares concedidos al ingreso de los artículo norteamericanos en Cuba. Todos estos
favores
consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende a más de uno», había dicho Martí y repitió el
Che
Guevara en la conferencia de la OEA, en Punta del Este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba siendo el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro
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La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar de las Antillas. Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que España, aunque la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos.
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Las principales calles de La Habana, fueron empedradas con bloques de granito de Boston.