En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque —extraña dictadura— la defiende su pueblo en armas. Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres bancos, cinco minas y doce cabarets. El dictador de Guatemala, Miguel Ydígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las promesas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero contante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota guatemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos.
En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil
marines
dispuestos «a permanecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo
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La Organización de Estados Americanos —que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come— bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba.
El
Che
Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las
vedettes
más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano, sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida.
Pero el azúcar no sólo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes.
El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del Caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar
. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral», decía Augusto Cochin. Las tribus de África occidental vivían peleando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente; la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas. Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional»
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Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos»
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La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al Río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica,
«a los negros es más fácil comprarlos que criarlos»
. Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental
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Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura —sentenció— clama venganza del cielo». Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos II, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, sólo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda.
El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento. ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año.
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Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así, de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de alguna bestia sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos».
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De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos.
Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A los que llegaban al Caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plaza. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Georgia y Louisiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra.
Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con un jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Se propagaban los bancos en Liverpool y Manchester, Bristol, Londres y Glasgow; la empresa de seguros Lloyd's acumulaba ganancias asegurando esclavos, buques y plantaciones. Desde muy temprano, los avisos del
London Gazette
indicaban que los esclavos fugados debían ser devueltos a Lloyd's. Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales.
El capital acumulado en el comercio triangular —manufacturas, esclavos, azúcar— hizo posible la invención de la máquina de vapor
: James Watt fue subvencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna. Eric Williams lo afirma en su documentada obra sobre el tema.
A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios. Además, al establecerse el salario en las colonias inglesas del Caribe, el azúcar brasileño, producido con mano de obra esclava, recuperaba ventajas por sus bajos costos comparativos
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La Armada británica se lanzaba al asalto de los buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los esclavos eran arrojados por la borda: adentro sólo se encontraba el olor, las calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos dólares.
Las pequeñas islas del Caribe habían sido infinitamente más importantes, para Inglaterra, que sus colonias del norte. A Barbados, Jamaica y Montserrat se les prohibía fabricar una aguja o una herradura por cuenta propia. Muy diferente era la situación de Nueva Inglaterra, y ello facilitó su desarrollo económico y, también, su independencia política.
Por cierto que la trata de negros en Nueva Inglaterra dio origen a gran parte del capital que facilitó la revolución industrial en Estados Unidos de América. A mediados del siglo XVIII, los barcos negreros del norte llevaban desde Boston, Newport o Providence barriles llenos de ron hasta las costas de África; en África los cambiaban por esclavos; vendían los esclavos en el Caribe y de allí traían la melaza a Massachusetts, donde se destilaba y se convertía, para completar el ciclo, en ron. El mejor ron de las Antillas, el
West Indian Rum
, no se fabricaba en las Antillas.
Con capitales obtenidos de este tráfico de esclavos, los hermanos Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de cañones al general George Washington para la guerra de la independencia
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Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las «trece colonias» por el aliento que la trata de negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico norte. En gran escala, los navíos fabricados por los astilleros de los colonos del norte llevaban al Caribe peces frescos y ahumados, avena y granos, frijoles, harina, manteca, queso, cebollas, caballos y bueyes, velas y jabones, telas, tablas de pino, roble y cedro para las cajas de azúcar (Cuba contó con la primera sierra de vapor que llegó a la América hispánica pero no tenía madera que cortar) y duelas, arcos, aros, argollas y clavos.