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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Ensayo

Las venas abiertas de América Latina (17 page)

BOOK: Las venas abiertas de América Latina
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Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores; a precios de
dumping
y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense para su arroz. Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados internacionales. El
dumping
norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países.

El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio por ellos fijado;
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en México, los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada no sólo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes. Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero; en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes endeudados.
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Cuando el gobierno nacionalista del general Velasco Alvarado llegó al poder en 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso
per capita
de la población era quince veces menor que el de los Estados Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui. Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que sólo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía limeña. Cinco grandes empresas —entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace— tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales» de producción. Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de las familias de asalariados de la costa sólo llegaba a los cinco dólares mensuales
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.

La Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no sólo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La empresa compra a muy bajo precio la excelente fibra de algodón mexicano, porque previamente concede créditos a los productores con la obligación de que le vendan las cosechas al precio con que ella abra el mercado. A los adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando recientemente la conocida empresa Luxus»
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En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffee Corporation. En Brasil es además la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país.

B
RAZOS BARATOS PARA EL CAFÉ

Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café
robusta
, de África, de peor calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte de las divisas que la región obtiene en el exterior proviene, actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur del río Bravo. Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de Colombia.

El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil. Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de São Paulo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el siglo cuando los latifundistas cafetaleros, convertidos en la nueva élite social de Brasil, afilaron los lápices y sacaron cuentas; más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos Se abolió la esclavitud en 1883, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación del café. El valle del río Paraíba se convirtió en la zona más rica del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados; reservas naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo; iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cafetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de São Paulo; con métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café», y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos años, de nuevo Hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay.

En la actualidad, São Paulo es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene el centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra.

En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Sólo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el turno de marcharse.

En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las de algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo de indio.

Para la economía de El Salvador, pequeño país en manos de un puñado de familias oligárquicas, el café tiene una importancia fundamental: el monocultivo obliga a comprar en el exterior frijoles, única fuente de proteínas para la alimentación popular, maíz, hortalizas, y otros alimentos que tradicionalmente el país producía. La cuarta parte de los salvadoreños fallecen víctimas de la avitaminosis. En cuanto a Haití, tiene la tasa de mortalidad más alta de América Latina; más de la mitad de su población infantil padece anemia. El salario legal pertenece, en Haití, a los dominios de la ciencia ficción; en las plantaciones de café, el salario real oscila entre siete y quince centavos de dólar por día.

En Colombia, territorio de vertientes, el café disfruta de la hegemonía. Según un informe publicado por la revista Time en 1962, los trabajadores sólo reciben un cinco por ciento, a través de los salarios, del precio total que el café obtiene en su viaje desde la mata a los labios del consumidor norteamericano.
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A diferencia de Brasil, el café de Colombia no se produce, en su mayor parte, en los latifundios, sino en minifundios que tienden a pulverizarse cada vez más. Entre 1955 y 1960, aparecieron cien mil plantaciones nuevas, en su mayoría con extensiones ínfimas, de menos de una hectárea. Pequeños y muy pequeños agricultores producen las tres cuartas partes del café que Colombia exporta; el 96 por ciento de las plantaciones son minifundios.
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Juan Valdés sonríe en los avisos, pero la atomización de la tierra abate el nivel de vida de los cultivadores, de ingresos cada vez menores, y facilita las maniobras de la Federación Nacional de Cafeteros, que representa los intereses de los grandes propietarios y que virtualmente monopoliza la comercialización del producto. Las parcelas de menos de una hectárea generan un ingreso de hambre: ciento treinta dólares, como promedio, por año
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L
A COTIZACIÓN DEL CAFÉ ARROJA AL FUEGO LAS COSECHAS Y MARCA EL RITMO DE LOS CASAMIENTOS

¿Qué es esto? ¿El electroencefalograma de un loco?
En 1889 el café valía dos centavos y seis años después había subido a nueve; tres años más tarde había bajado a cuatro centavos y cinco años después a dos. Este fue un período ilustrativo.
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Las gráficas de los precios del café, como las de todos los productos tropicales, se han parecido siempre a los cuadros clínicos de la epilepsia, pero la línea cae siempre a pique cuando registra el valor de intercambio del café frente a las maquinarias y los productos industrializados. Carlos Lleras Restrepo, presidente de Colombia, se quejaba en 1967: ese año, su país debió pagar cincuenta y siete bolsas de café para comprar un jeep, y en 1950 bastaban diecisiete bolsas. Al mismo tiempo, el ministro de Agricultura de São Paulo, Herbert Levi, hacía cálculos más dramáticos: para comprar un tractor en 1967, Brasil necesitaba trescientas cincuenta bolsas de café, pero catorce años antes setenta bolsas habían sido suficientes. El presidente Getulio Vargas se había partido el corazón de un balazo, en 1954, y la cotización del café no había sido ajena a la tragedia: «Vino la crisis de la producción de café —escribió Vargas en su testamento— y se valorizó nuestro principal producto. Pensamos defender su precio y la respuesta fue una violenta presión sobre nuestra economía, al punto de vernos obligados a ceder». Vargas guiso que su sangre fuera un precio de rescate.

Si la cosecha de café de 1964 se hubiera vendido, en el mercado norteamericano, a los precios de 1955, Brasil hubiera recibido doscientos millones de dólares más. La baja de un solo centavo en la cotización del café implica una pérdida de 65 millones de dólares para el conjunto de los países productores. Desde 1964, como el precio continuó cayendo hasta 1968, se hizo mayor la cantidad de dólares usurpados por el país consumidor, Estados Unidos, a Brasil, país productor. Pero, ¿en beneficio de quién? ¿Del ciudadano que bebe el café? En julio de 1968, el precio del café brasileño en Estados Unidos había bajado un treinta por ciento en relación con enero de 1964. Sin embargo, el consumidor norteamericano no pagaba más barato su café, sino un trece por ciento más caro. Los intermediarios se quedaron, pues, entre el 64 y el 68, con este trece y con aquel treinta: ganaron a dos puntas. En el mismo espacio de tiempo, los precios que recibieron los productores brasileños por cada bolsa de café se redujeron a la mitad.
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¿Quiénes son los intermediarios? Seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que sale de Brasil, y otras seis empresas norteamericanas disponen de más de la tercera parte del café que entra en los Estados Unidos son las firmas dominantes en ambos extremos de la operación.
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La United Fruit (que ha pasado a llamarse United Brands mientras escribo estas líneas) ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en Estados Unidos. De modo semejante, son empresas norteamericanas las que manejan el negocio del café, y Brasil sólo participa como proveedor y como víctima. Es el Estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la sobreproducción obliga a acumular reservas.

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