Como todos los tiranos del Caribe, Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado de bustos y cuadros del Emperador, que tenía, según él, su mismo perfil. Creía en la disciplina militar: militarizó a los empleados de correo, a los niños de las escuelas y a la orquesta sinfónica. Los integrantes de la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve dólares mensuales, las piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por él dispuestos. Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo que los pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los corredores, si tenían la desgracia de ser pobres además de enfermos.
En 1944, Ubico cayó de su pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello liberal que encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media. Juan José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de las ciudades. Nacieron varios sindicatos; la United Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de reformas. Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de la frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia. En junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a más de cien mil familias, aunque sólo afectaba a las tierras improductivas y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit sólo cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos océanos.
La reforma agraria se proponía «desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general», pero una furiosa campaña de propaganda internacional se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está descendiendo sobre Guatemala», vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la OEA.
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El coronel Castillo Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión. «Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder», diría nueve años más tarde, Dwight Eisenhower.
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Las declaraciones del embajador norteamericano en Honduras ante una subcomisión del Senado de los Estados Unidos, revelaron el 27 de julio de 1961 que la operación
libertadora
de 1954 había sido realizada por un equipo del que formaban parte, además de él mismo, los embajadores ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua. Allen Dulles, que en aquella época era el hombre número uno de la CIA, les había enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida. Anteriormente, el bueno de Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su sillón fue ocupado, un año después de la invasión, por otro directivo de la CIA, el general Walter Bedell Smith Foster Dulles, hermano de Allen, se había encendido de impaciencia en la conferencia de la OEA que dio el visto bueno a la expedición militar contra Guatemala. Casualmente, en sus escritorios de abogado habían sido redactados, en tiempos del dictador Ubico, los borradores de los contratos de la United Fruit.
La caída de Arbenz marcó a fuego la historia posterior del país. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el período de Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), quien proporcionó a la dictadura el decorado de un régimen democrático. Méndez Montenegro había prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización para que los terratenientes portaran armas, y las usaran. La reforma agraria de Arbenz había saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió su misión devolviendo las tierras a la United Fruit y a los otros terratenientes expropiados.
1967 fue el peor de los años del ciclo de la violencia inaugurado en 1954. Un sacerdote católico norteamericano expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville, informaba al
National Catholic Reporter
en enero de 1968: en poco más de un año, los grupos terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían «intentado combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca». El cálculo del padre Melville se hizo en base a la información de la prensa, pero de la mayoría de los cadáveres nadie informó nunca: eran indios sin nombre ni origen conocidos, que el ejército incluía, algunas veces, sólo como números, en los partes de las victorias contra la subversión. La represión indiscriminada formaba parte de la campaña militar de «cerco y aniquilamiento» contra los movimientos guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en vigencia, los miembros de los cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal por homicidios, y los partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los juicios. Los finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad de autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática carnicería, no llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se escucharon voces de condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala sufría una larga noche de San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres, y a los de la aldea Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de Piedra Parada los desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de Ipala, previamente baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo, llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velázquez; el cuerpo de Ricardo Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, al borde de la carretera a San Salvador; en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se arrojaban los cadáveres a los barrancos.
Después no cesó la violencia. Todo a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera inaugurado en 1954, la violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de Guatemala. Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos o al borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que no serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en el
Washington Post
, en 1968, a esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos».
A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió el tiempo de la desdicha. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y al ritmo de las intrigas de los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los partes de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades, brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. ¿Pero qué «burguesía nacional» era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo, pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido como simples instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver «la cuestión agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XIX. La reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social, frustración nacional: una historia de traiciones sucedió a la independencia, y América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el Decreto de Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos pese a los buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y transcurriría un siglo antes de que rebrotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas.
Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820. Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreinato de Río de la Plata, y fue el más importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el centralismo aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy ocupa el Uruguay; provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del caudillo, en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas, con las caballadas y las carretas y en el norte establecería, poco tiempo después, su gobierno. En 1815, Artigas controlaba vastas comarcas desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi —narraba un viajero inglés
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— ¡El Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos...» De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios —no existía el papel carbón— tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental», hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al invasor, ante los altares de la catedral.
Anteriormente, Artigas había promulgado también un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y artesanías de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones hoy argentinas comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba la importación de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y adjudicaba un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba y el tabaco de Paraguay.
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Los sepultureros de la revolución también enterrarían el reglamento aduanero.