Las venas abiertas de América Latina (41 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Ensayo

BOOK: Las venas abiertas de América Latina
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Como todas las demás máquinas traganíqueles de las altas finanzas internacionales, el Banco constituye también un eficaz instrumento de extorsión
, en beneficio de poderes muy concretos. Sus sucesivos presidentes han sido, desde 1946, prominentes hombres de negocios de los Estados Unidos. Eugene R. Black, que dirigió el Banco Mundial desde 1949 a 1962, ocupó posteriormente los directorios de numerosas corporaciones privadas, una de las cuales, la Electric Bond and Share, es el más poderoso monopolio de la energía eléctrica del planeta.
[389]
Casualmente, el Banco Mundial obligó a Guatemala, en 1966, a aceptar un
acuerdo honroso
con la Electric Bond and Share, como condición previa para la puesta en práctica del proyecto hidroeléctrico de Jurún-Marinalá: el
acuerdo honroso
consistía en el pago de una indemnización abultada por los daños que la empresa pudiera sufrir en una cuenca que le había sido gratuitamente otorgada pocos años atrás, y, además, incluía un compromiso del Estado en el sentido de no impedir que la Bond and Share continuara fijando libremente las tarifas de la electricidad en el país. Casualmente también, el Banco Mundial impuso a Colombia, en 1967, el pago de treinta y seis millones de dólares de indemnización a la Compañía Colombiana de Electricidad, filial de la Bond and Share, por sus envejecidas maquinarias recién nacionalizadas. El Estado colombiano compró así lo que le pertenecía, porque la concesión a la empresa había vencido en 1944. Tres presidentes del Banco Mundial integran la constelación de poder de los Rockefeller. John J. McCloy presidió el organismo entre 1947 y 1949, y poco después pasó al directorio del Chase Manhattan Bank. Lo sucedió, al frente del Banco Mundial, Eugene R. Black, que había hecho el camino inverso: venía del directorio del Chase. George D. Woods, otro hombre de Rockefeller, heredó a Black en 1963. Casualmente, el Banco Mundial participa en forma directa, con un décimo del capital y sustanciales empréstitos, de la mayor aventura de los Rockefeller en Brasil: Petroquímíca União, el complejo perroquímico más importante de América del Sur. Más de la mitad de los préstamos que recibe América Latina proviene, previa luz verde del FMI, de los organismos privados y oficiales de los Estados Unidos; los bancos internacionales suman también un porcentaje importante. El FMI y el Banco Mundial ejercen presiones cada vez más intensas para que los países latinoamericanos remodelen su economía y sus finanzas en función del pago de la deuda externa. El cumplimiento de los compromisos contraídos, clave de la buena conducta internacional, resulta cada vez más difícil y se hace al mismo tiempo más imperioso. La región vive el fenómeno que los economistas llaman
la explosión de la deuda
. Es el círculo vicioso de la estrangulación: los empréstitos aumentan y las inversiones se suceden y en consecuencia crecen los pagos por amortizaciones, intereses, dividendos y otros servicios; para cumplir con esos pagos se recurre a nuevas inyecciones de capital extranjero, que generan compromisos mayores, y así sucesivamente. El servicio de la deuda devora una proporción creciente de los ingresos por exportaciones, de por sí impotentes —por obra del inflexible deterioro de los precios— para financiar las importaciones necesarias; los nuevos préstamos se hacen imprescindibles, como el aire al pulmón, para que los países puedan abastecerse. Una quinta parte de las exportaciones se dedicaba, en 1955, al pago de amortizaciones, intereses y utilidades de inversiones; la proporción continuó creciendo y está ya próxima al estallido. En 1968, los pagos representaron el 37 por ciento de las exportaciones.
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Si se siguiera recurriendo al capital extranjero para cubrir la
brecha
del comercio y para financiar la evasión de las ganancias de las inversiones imperialistas, en 1980 nada menos que el ochenta por ciento de las divisas quedaría en manos de los acreedores extranjeros, y el monto total de la deuda llegaría a exceder en seis veces el valor de las exportaciones.
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El Banco Mundial había previsto que en 1980 los pagos de servicios de deuda anularían por completo el influjo de nuevo capital extranjero hacia el mundo subdesarrollado, pero ya en 1965, la afluencia de nuevos préstamos y de nuevas inversiones hacia América Latina resultó menor que el capital drenado de la región, sólo por amortizaciones e intereses, para cumplir con los compromisos anteriormente contraídos.

L
A INDUSTRIALIZACIÓN NO ALTERA LA ORGANIZACIÓN DE LA DESIGUALDAD EN EL MERCADO MUNDIAL

El intercambio de mercancías constituye, junto a las inversiones directas en el exterior y los empréstitos, la camisa de fuerza de la división internacional del trabajo. Los países del llamado Tercer Mundo intercambian entre sí poco más de la quinta parte de sus exportaciones, y en cambio dirigen las tres cuartas partes del total de sus ventas exteriores hacia los centros imperialistas de los que son tributarios.
[392]
En su mayoría, los países latinoamericanos se identifican, en el mercado mundial, con una sola materia prima o con un solo alimento.
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América Latina dispone de lana, algodón y fibras naturales en abundancia, y cuenta con una industria textil ya tradicional, pero apenas participa en un 0,6 por ciento de las compras de hilados y tejidos de Europa y Estados Unidos. La región ha sido condenada a vender sobre todo productos primarios, para dar trabajo a las fábricas extranjeras, y ocurre que esos productos
«son exportados, en su gran mayoría, por fuertes consorcios con vinculaciones internacionales, que disponen de las relaciones necesarias en los mercados mundiales para colocar sus productos en las condiciones más convenientes»
,
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pero en las más convenientes para ellos, que por lo general expresan los intereses de los países compradores: es decir, a los precios más bajos. Hay en los mercados internacionales un virtuaI monopolio de la demanda de materias primas y de la oferta de productos industrializados; a la inversa, operan dispersos los ofertantes de productos básicos, que son también compradores de bienes terminados: los unos, fuertes, actúan congregados en torno a la potencia dominante, Estados Unidos, que consume casi tanto como todo el resto del planeta; los otros, débiles, operan aislados, compitiendo los oprimidos contra los oprimidos. Nunca ha existido en los llamados mercados intemacionales el llamado libre juego de la oferta y la demanda, sino la dictadura de una sobre la otra, siempre en beneficio de los países capitalistas desarrollados. Los centros de decisión donde los precios se fijan se encuentran en Washington, Nueva York, Londres, París, Amsterdam, Hamburgo; en los consejos de ministros y en la bolsa. De poco o nada sirve que se hayan suscrito, con pompa y estrépito, acuerdos internacionales para proteger los precios del trigo (1949), del azúcar (1953), del estaño (1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta contemplar la curva descendente del valor relativo de estos productos, para comprobar que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los países fuertes han presentado a los países débiles cuando los precios de sus productos habían alcanzado niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos lo que América Latina vende y, comparativamente, cada vez es más caro lo que compra.

Con el producto de la venta de veintidós novillos, Uruguay podía comprar un tractor Ford Major en 1954; hoy, necesita más del doble. Un grupo de economistas chilenos que realizó un informe para la central sindical estimó que, si el precio de las exportaciones latinoamexicanas hubiera crecido desde 1928 al mismo ritmo que ha crecido el precio de las importaciones, América Latina hubiera obtenido, entre 1958 y 1967, 57 mil millones de dólares más de lo que recibió, en ese período, por sus ventas al exterior.
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Sin remontarse tan lejos en el tiempo, y tomando como base los precios de 1950, las Naciones Unidas estiman que América Latina ha perdido, a causa del deterioro del intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares en la década transcurrida entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó. La brecha de comercio —diferencia entre las necesidades de importación y los íngresos que se obtienen de las exportaciones— será cada vez más ancha si no cambian las actuales estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se cava más profundamente este abismo para América Latína. Si la región se propusiera lograr, en los próximos tiempos, un ritmo de desarrollo ligeramente superior al de los últimos quince años, que ha sido bajísimo, enfrentaría necesidades de importación que excederían largamente el previsible crecimiento de sus ingresos de divisas por exportaciones. Según los cálculos del ILPES, la brecha de comercio ascendería, en 1975, a 4 600 millones de dólares, y en 1980 llegaría a los 8 300 millones.
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Esta última cifra representa nada menos que la mitad del valor de las exportaciones previstas para ese año. Así, sombrero en mano, los países latinoamericanos golpearán cada vez más desesperadamente a las puertas de los prestamistas internacionales.

A. Emmanuel sostiene' que la
maldición de los precios bajos no pesa sobre determinados productos, sino sobre determinados países
.
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Al fin y al cabo, el carbón, uno de los principales productos de exportación de Inglaterra hasta no hace mucho, no es menos primario que la lana o el cobre, y el azúcar contiene más elaboración que el whisky escocés o los vinos franceses; Suecia y Canadá exportan madera, una materia prima, a precios excelentes. El mercado mundial funda la desigualdad del comercio, según Emmanuel, en el intercambio de más horas de trabajo de los países pobres por menos horas de trabajo de los países ricos: la clave de la explotación reside en que existe una enorme diferencia en los niveles de salarios de unos y otros paises, y que esa diferencia no está asociada a diferencias de la misma magnitud en la productividad del trabajo. Son los salarios bajos los que, según Emmanuel, determinan los precios bajos, y no a la inversa: los países pobres exportan su pobreza, con lo que se empobrecen cada vez más, al tiempo que los países ricos obtienen el resultado inverso. Según las estimaciones de Samír Amin,
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si los productos exportados por los países subdesarrollados en 1966 hubieran sido producidos por los países desarrollados con las mismas técnicas pero con sus mucho mayores niveles de salarios, los precios hubieran variado a tal punto que los países subdesarrollados hubieran recibido catorce mil millones de dólares más.

Por cierto que los países ricos han utilizado y utilizan las barreras aduaneras para proteger sus altos salarios internos en los renglones en que no podrían competir con los países pobres. Los Estados Unidos emplean al Fondo Monetario, al Banco Mundial y los acuerdos arancelarios del GATT, para imponer en América Latina la doctrina del comercio libre y la libre competencia, obligando al abatimiento de los cambios múltiples, del régimen de cuotas y permisos de importación y exportación, y de los aranceles y gravámenes de aduana, pero no predican en modo alguno con el ejemplo. Del mismo modo que desalientan fuera de fronteras la actividad del Estado, mientras dentro de fronteras el Estado norteamericano protege a los monopolios mediante un vasto sistema de subsidios y precios privilegiados, los Estados Unidos practican también un agresivo proteccionismo, con tarifas altas y restricciones rigurosas, en su comercio exterior. Los derechos de aduana se combinan con otros impuestos y con las cuotas y los embargos.
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¿Qué ocurriría con la prosperidad de los ganaderos del Medio Oeste si los Estados Unidos permitieran el acceso a su mercado interno, sin tarifas ni imaginativas prohibiciones sanitarias, de la carne de mejor calidad y menor precio que producen Argentina y Uruguay? El hierro ingresa libremente en el mercado norteamericano, pero si se ha convertido en lingotes, paga 16 centavos por tonelada, y la tarifa sube en proporción directa al grado de elaboración; otro tanto ocurre con el cobre y con una infinidad de productos: alcanza con secar las bananas, cortar el tabaco, endulzar el cacao, aserrar la madera o extraer el carozo a los dátiles para que los aranceles se descarguen implacablemente sobre estos productos.
[400]
En enero de 1969, el gobierno de los Estados Unidos dispuso la virtual suspensión de las compras de tomates en México, que dan trabajo a 170 mil campesinos del estado de Sinaloa, hasta que los cultivadores norteamericanos de tomate de la Florida consiguieron que los mexicanos aumentasen el precio para evitar la competencia.

Pero la más quemante contradicción entre la teoría y la realidad del comercio mundial estalló cuando la guerra del café soluble cobró, en 1967, estado público. Entonces se puso en evidencia que
sólo los países ricos tienen el derecho de explotar en su beneficio las «ventajas naturales comparativas»
que determinan, en la teoría, la división internacional del trabajo. El mercado mundial del café soluble, de asombrosa expansión, está en manos de la Nestlé y la General Foods; se estima que no pasará mucho tiempo antes de que estas dos grandes empresas abastezcan más de la mitad del —café que se consume en el mundo. Estados Unidos y Europa compran el café en granos a Brasil y Africa; lo concentran en sus plantas industriales y lo venden, convertido en café soluble, a todo el mundo. Brasil, que es el mayor productor mundial de café, no tiene, sin embargo, el derecho de competir exportando su propio café soluble, para aprovechar sus costos más bajos y para dar destino a los excedentes de producción que antes destruía y ahora almacena en los depósitos del Estado. Brasil sólo tiene el derecho de proporcionar la materia prima para enriquecer a las fábricas del extranjero. Cuando las fábricas brasileñas —apenas cinco en un total de ciento diez en el mundo— comenzaron a ofrecer café soluble en el mercado internacional, fueron acusadas de competencia desleal. Los países ricos pusieron el grito en el cielo, y Brasil aceptó una imposición humillante: aplicó a su café soluble un impuesto interno tan alto como para ponerlo fuera de combate en el mercado norteamericano
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.

Europa no se queda atrás en la aplicación de barreras arancelarias, tributarias y sanitarias contra los productos latinoamericanos. El Mercado Común descarga impuestos de importación, para defender los altos precios internos de sus productos agrícolas, y a la vez subsidia esos productos agrícolas para poderlos exportar a precios competitivos:
con lo que obtiene por los impuestos financia los subsidios. Así, los países pobres pagan a sus compradores ricos para que les hagan la competencia
. Un kilo de carne de lomo de novillo vale, en Buenos Aires o en Montevideo, cinco veces menos que cuando cuelga de un gancho en una carniceria de Hamburgo o Munich.
[402]
«
Los países desarrollados quieren permitir que les vendamos jets y computadoras, pero nada que estemos en condiciones de producir con ventaja"
, se quejaba, con razón, un representante del gobierno chileno en una conferencia internacional
[403]
.

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