L'auberge. Un hostal en los Pirineos (33 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Al final Stephanie no tuvo que utilizar sus poderes de persuasión femenina. Quince minutos antes de la hora prevista para la inspección, la lavandería había quedado reconvertida en un alegre dormitorio. La cama, flanqueada por dos mesitas de noche provistas cada una de una lámpara distinta, no se veía afectada por su reciente inmersión en el yeso. Puesto que la colcha anterior había quedado inservible, ahora estaba cubierta con otra de un vivo color amarillo a juego con las cortinas, que habían ido a buscar a toda prisa a la habitación de Chloé. Stephanie había traído asimismo un jarrón con narcisos, que había colocado en una mesa del rincón, y había colgado ramilletes de lavanda seca en el pasillo para mitigar el olor a humedad. La puerta de la habitación con los desperfectos la habían cerrado con llave.

—Has estado genial —felicitó Christian a Véronique cuando se sentaron a tomar café en los taburetes del bar, cansados por el esfuerzo físico—. Y también veo que eres increíblemente mañosa. ¡No sabía que tuvieras tantas cualidades!

Véronique recibió los elogios con un remedo de reverencia.

—De tal palo tal astilla —murmuró Annie, dando una afectuosa palmada en la espalda a su hija, aunque sin especificar a qué palo se refería en concreto.

—¡Está aquí! —chilló René desde fuera, adonde había salido a fumar un cigarrillo. Luego se puso a apagarlo con frenética precipitación mientras abría la puerta—. ¡Está aquí, está aquí!

Percibiendo el pánico que impregnaba la voz de René, todos se apiñaron en las proximidades del bar movidos por un primitivo instinto de defensa grupal. Paul se quedó asombrado al caer en la cuenta de que sólo faltaban Monique Sentenac y Josette, que se habían disculpado por no poder seguir prestando su apoyo en el momento más crucial. Consciente del riesgo político que asumían los presentes, Paul sintió una oleada de afecto por sus vecinos, que en el curso de aquellas diez noches de colaboración se habían convertido ya en amigos.

—Podéis ir, si tenéis prisa —dijo, señalando la puerta de atrás.

René dirigió una mirada hacia la vía de escapatoria como si calculara si alcanzaría a correr lo bastante deprisa para salir por la puerta de atrás antes de que el alcalde entrase por la de delante, pero Annie soltó un bufido.

—¡De nada sirrrve esconderrrse ahorrra! —declaró—. Demasiado tarrrde. Ya sabe que estamos implicados.

Con aquellas palabras suspendidas en el aire a la manera de una sentencia de muerte, aguardaron mientras la potente voz del alcalde sonaba cada vez más cercana, hasta que vieron cómo desdoblaba los recios dedos para accionar la manecilla de la puerta.

—¡Ya está! —murmuró Christian.

Luego notó que alguien le apretaba la mano con un gesto solidario. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que era Véronique antes de que el alcalde entrara en la sala.


Bonjour monsieur, mad…
—El alcalde interrumpió el saludo al reparar en el grupo de personas que tenía delante—.
Messieurs, mesdames
—corrigió, con tono nada amigable.

Después de clavar una acerada mirada a cada uno, como si registrara en la memoria su acto de traición, los despachó sacudiendo la cabeza y se acercó a Paul y a Lorna, tendiendo la mano.

—Monsieur Webster, madame Webster. Espero que se encuentren bien.

—Bien, gracias —respondió Paul mientras Lorna trataba de contener la respiración, envuelta en la loción de afeitado del alcalde.

—Creo que ya conocen a todos los que me acompañan.

El edil señaló a los miembros del grupo de inspección que habían entrado tras él y que parecían igual de sorprendidos por la presencia de tanta gente. Madame Dubois se destacó entre los demás y se aproximó para estrecharles la mano.

—¿Han conseguido arreglarlo todo? —susurró al oído de Lorna.

Lorna asintió con un discretísimo movimiento de cabeza y a madame Dubois se le iluminó la expresión.

—¡Excelente! —dijo antes de reintegrarse al grupo.

—¿Por dónde empezamos, pues? —inquirió el alcalde.

Paul decidió tomar la iniciativa.

—Bueno, quizá a monsieur Gaillard le interese ver la nueva caldera… ¿O quizás el nuevo depósito de gasoil?

El alcalde parpadeó un instante, pero aquella fue su única reacción perceptible.

—Y yo acompaño a madame Dubois a las habitaciones —añadió Lorna—. Todo está a punto.

Los dos inspectores aceptaron enseguida y al sentir que le arrebataban el poder, al alcalde se le puso morada la cara. Pese a que ya había sospechado que algo se cocía cuando pasó por delante del hostal la noche anterior, no se había formado una idea del alcance de su derrota estratégica. Jamás había pensado que pudieran terminar todas las obras a tiempo y, pese a que había llegado a la conclusión de que era mejor que se volviera a abrir el hostal, le enfurecía ver cómo le usurpaban la autoridad de ese modo y de manera tan pública.

El sonido del móvil le evitó efectuar ningún comentario. Se alejó al otro extremo de la sala mientras los demás se ponían a hablar. Cuando volvió al cabo de unos minutos, estaba muy pálido.

—Ehm, por desgracia me tengo que ir —anunció con un sombrío tono que interrumpió las conversaciones—. Se trata de un asunto urgente.

—Pero ¿y la inspección? —Paul sospechaba que aquello podía ser otra triquiñuela—. Usted tiene que estar aquí.

El alcalde extendió las manos, falto de palabras por primera vez hasta donde recordaban los presentes. Advirtiendo su incapacidad para responder, Annie sintió compasión por él, porque sospechaba que la llamada provenía del hospital.

—Lo siento —dijo con genuino pesar—. Lo siento mucho.

Salió a toda prisa del hostal y pronto vieron pasar su coche a toda velocidad en dirección a St. Girons.

Monsieur Gaillard, entre tanto, había comenzado a guardar los documentos que tenía en la mano.

—¿Usted también se va? —preguntó Lorna con voz temblorosa.

—Lo siento, pero no podemos llevar a cabo la inspección sin el alcalde. No sería válida.

Se encogió de hombros como para dar a entender que todos ellos se habían visto superados por un gran maestro de la estrategia.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Stephanie con rabia—. ¡Qué caradura! Ha vuelto a estropear la inspección. Ese hombre no tiene ningún escrúpulo.

Mientras otros comenzaban a murmurar expresando su acuerdo, Annie, que hasta entonces había guardado silencio, se adelantó y tomó la palabra con un brusco tono que hizo callar a los demás.

—Su mujer se está muriendo —dijo castigándolos con la verdad—. Por eso se ha tenido que ir con tanta prisa.

Todos se quedaron de piedra. Solamente se oía el sonido de fondo del reloj. Al final Christian recuperó el habla.

—No es posible. ¿Thérèse se está muriendo? Creía que estaba en Toulouse.

—No —respondió Annie—. Está en el hospital de St. Girons.

—Pero ¿cuánto tiempo lleva…

Christian calló, sin saber qué debía preguntar mientras en su mente iban encajando las piezas que explicaban el errático comportamiento del alcalde.

—La ingrrresaron en Nochevieja. Ella no querrría que nadie lo supierrra y yo sólo me enterrré por casualidad. Por eso cuando todos empezasteis a hacerrr corrrerrr rrrumorrres sobrrre Serrrge, él no pudo defenderrrse.

Apabullados por el peso de sus palabras, tomaron conciencia de la carga que había tenido que soportar y del poco tino que habían tenido ellos aumentándola.

—Por eso, a pesarrr de su naturrral tendencia a la superrrcherrría, creo que esta vez no tenía intención de engañarrros. Teniendo esto prrresente, veamos si hay alguna manerrra de conseguirrr que se lleve a cabo esta condenada inspección. —Annie se volvió hacia monsieur Gaillard—. ¿Porrr qué tiene que estarrr aquí el alcalde? ¿No servirá igual que haya otro rrreprrresentante del Ayuntamiento?

—Lo siento, pero tiene que ser el alcalde. Como fue él quien solicitó la inspección al principio, tiene que estar presente él.

—¡No! ¡No fue el alcalde! —intervino Lorna. Luego apuntó con el dedo a Christian—. Él solicitó la inspección.

La sala se llenó de un zumbido de voces. Estaban tan excitados deduciendo la implicación de lo dicho que nadie se dio cuenta de que Lorna acababa de conjugar correctamente por primera vez el verbo en pasado.

—¿Es cierto? —preguntó el jefe de bomberos a Christian—. ¿Consta su nombre en la notificación de inspección?

Christian sonrió, reconociendo la paradoja de la situación.

—Sí, mi nombre consta en ella. Fue el alcalde el que se encargó de que apareciera.

Monsieur Gaillard también sonrió cuando Lorna fue a recuperar de una carpeta la primera carta de notificación y señaló con aire triunfal la frase relevante.

—En ese caso, ¿a qué esperamos? ¡Adelante con la inspección!

ϒ

A Pascal Souquet lo embargaba un sentimiento de aprensión y no sabía por qué. La semana de esquí en les Houches había sido fantástica. Su hermana y su riquísimo marido los habían invitado a su lujoso chalet, donde habían recibido a toda una serie de invitados de categoría pertenecientes a la élite parisina. Con ellos Pascal se había encontrado en su elemento, rodeado de conversación inteligente, discusiones eruditas y vino de primera. No había oído ni una vez hablar de enfermedades de vacas ni de métodos para adiestrar perros de caza, y no había olido siquiera un pastís. No obstante, al cabo de un día tan sólo de regresar a Fogas ya sentía el agobio de la vida, que le irritaba la piel igual que un collar demasiado pequeño para su cuello.

Primero había sido el incidente en el Ayuntamiento. Céline se había manifestado con su insolencia habitual, obligándolo a hacerse el propósito de averiguar cuánto le costaría despedirla cuando asumiera el mando. Sin saludarlo apenas, lo había interrogado sobre una carta que supuestamente debía haber entregado a los Webster antes de irse de vacaciones. Al parecer era muy importante y el alcalde había preguntado por ella.

Pascal había respondido de manera categórica que nadie le había pedido nada por el estilo y que dicho documento no existía. Ella había insistido, no obstante, murmurando entre dientes. Al final había entrado con paso decidido a la oficina del alcalde, donde Pascal trabajaba, y se había puesto a buscar la carta, rebuscando por el escritorio y removiendo las pilas de papeles hasta que al fin le hizo caer la taza de café. Al verterse por el filo de la mesa, el caliente líquido había ido a parar a sus piernas. Escaldado, se levantó de un salto y la descubrió tapándose la boca para ocultar la risa.

En un intento de disimular su impertinencia, se inclinó para recoger la taza. Cuando se enderezó tenía una carta en la mano y una expresión de suficiencia en la cara.

—Debió de caérsele al suelo la última vez que estuvo aquí —dijo blandiendo el sobre como un trofeo de guerra—. Al alcalde no le gustará nada cuando se entere de que no la recibieron. Más valdrá que vaya ahora mismo al hostal a entregársela.

Pascal no tenía la perspicacia de su esposa y en ese momento ni siquiera podía beneficiarse de ella, porque se había quedado en les Houches a aprovechar la nieve y no tenía cobertura en el móvil. De todas maneras, mientras conducía hacia La Rivière, percibía que algo no iba bien, y como era demasiado corto para desenmarañar el embrollo, comenzó a preocuparse.

Cuando aparcó delante del hostal, su ansiedad fue en aumento, porque a su lado había un vehículo del Departamento de Seguridad contra Incendios de Foix. Y al otro lado había una furgoneta azul, pero no una cualquiera, sino una de la policía. También había varios coches, como si en el hostal se hubiera concentrado un nutrido grupo de personas.

Pascal se mordió el borde de una cuidada uña preguntándose a qué se podía deber todo aquello. Cuando más roía la uña, más clara se perfilaba la respuesta: una inspección. Pero no podía ser… Ni siquiera Céline llegaría a un extremo de insubordinación tal como para no informarlo en caso de que se hubiera organizado algo tan monumental durante su ausencia. Además, no veía por ninguna parte el coche del alcalde y, sin él, era imposible llevar a cabo una inspección.

Previendo gracias a un reflejo inconsciente que estaba a punto de poner el pie en una trampa, Pascal bajó del coche y con la carta en la mano, se encaminó a la puerta.


Bonjour
—dijo elevando el tono, al oír voces en la cocina.

Madame Webster acudió a toda prisa y antes de que la puerta de la cocina se cerrara tras ella percibió un atisbo de monsieur Gaillard, inspector general de seguridad contra incendios del Ariège. Y a su lado, contando una anécdota que había hecho reír a carcajadas al bombero, estaba ni más ni menos que el otro teniente de alcalde, Christian Dupuy.

Pascal se quedó inmóvil, como un conejo sacado a la fuerza de la madriguera, con el sobre en la mano. Intuía el peligro, pero aún no lograba desentrañar qué forma iba a adoptar, ni cómo evitarlo.

—¿Qué quiere? —preguntó madame Webster, que por lo visto había asistido a la misma escuela de buenos modales que Céline.

Al ver la carta la cogió. En ese instante, Pascal tiró de ella con un reflejo instintivo, porque acababa de comprender de qué manera iba a saltar la trampa.

—Es para nosotros ¿no? —dijo ella, tirando con firmeza del papel.

Pascal supo entonces que estaba condenado.

—¿Algo más? —inquirió madame Webster, apretando el sobre contra el pecho.

El hombre negó con la cabeza.

—Por si querría saber —añadió ella con tono triunfal— hoy pasamos la inspección. Mañana estamos abriendo el hostal.

Pascal se alejó del edificio con toda la dignidad de que fue capaz. Se dejó caer en el asiento del coche, escuchando el eco de las últimas palabras. De improviso supo muy bien por qué estaba nervioso. Había metido la pata hasta el fondo, y Fatima lo iba a matar.

Transcurrió un rato antes de que a alguien se le ocurriera abrir la carta de Pascal. Lorna la había dejado apoyada contra la máquina de café para regresar a la cocina, donde monsieur Chevalier, del Departamento de Veterinaria, terminaba de analizar el aceite de la freidora. Se trataba de una mera cuestión de rutina, dado que el principal obstáculo para la aprobación de la anterior inspección había sido superado ya y monsieur Gaillard había anunciado en medio de sonoros vítores que tenía el gran placer de conceder su visto bueno al hostal. Con madame Dubois el desenlace había sido el mismo. Efectuó un gesto de extrañeza al observar el cambio de distribución de las habitaciones de arriba, pero si sospechó algo no dijo ni una palabra. Sí realizó, en cambio, una discreta indagación en torno a la estatua de santa Germaine colocada en el vestíbulo y manifestó un inmenso alivio cuando Stephanie le explicó que su presencia era transitoria.

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