L'auberge. Un hostal en los Pirineos

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Lo mejor que puedes hacer para ganarte el odio de un pueblo del pirineo francés es ser inglés y querer abrir un restaurante… ¡La guerra está servida!

El pequeño pueblo de Fogas en los Pirineos franceses está revolucionado: el Auberge des Deux Vallées ha sido adquirido por una pareja de ingleses en lugar de por el cuñado del alcalde, como estaba planeado. Todo el mundo está horrorizado ante la idea de que unos ingleses regenten un restaurante y se temen los peores desastres gastronómicos. El alcalde Serge Papon quiere venganza y tan sólo unas horas después de enterarse de la noticia empieza a poner en marcha su plan para echar a los recién llegados. Pero lo que el alcalde no sabe es que uno de sus concejales, Christian Dupuy un hombre íntegro, no se lo va a poner nada fácil. Poco a poco otros vecinos del pueblo irán cogiéndole cariño a los ingleses y estos no se verán completamente solos a la hora de enfrentarse al malvado alcalde.

Julia Stagg

L'auberge

Un hostal en los Pirineos

ePUB v1.1

Enylu
13.06.12

Título original:
L'auberge

Julia Stagg, 2011.

Traducción: Dolors Gallart

Nº Páginas: 230

Editor original: Enylu (v1.1)

Corrección de erratas: Enylu

ePub base v2.0

A Mark,

mi chef particular en un restaurante francés

Capítulo 1

—¿
V
endido? ¿Cómo que lo han vendido?

Josette se recolocó las gafas en el puente de la nariz y, tras apartar de un manotazo los embutidos colgados que le obstruían la visión, fijó la mirada en la persona que traía la noticia más sensacional que habían oído en el municipio de Fogas desde… bueno, desde el día en que el cura fue sorprendido en una comprometedora postura junto a madame Sentenac. El 9 que irrumpió en la habitación fue ni más ni menos que monsieur Sentenac, que esgrimía una escopeta con expresión enloquecida. En menos de un segundo, el cura saltó por la ventana y huyó, abandonando a un tiempo a su amante y a sus feligreses, a raíz de lo cual la iglesia había permanecido sin sacerdote durante los últimos veinte años.

Aunque, claro, aquello era mucho más extraordinario.

—Pues que lo han vendido —reiteró la más alta de las dos mujeres que tenía enfrente, al otro lado del mostrador.

Josette observó cómo Véronique, la cartera de Fogas, efectuaba una pausa de gran efecto durante la cual transfirió la baguette que asía a su mano izquierda (por no dejarla encima del mostrador de cristal abarrotado de cuchillos de caza), para después cepillarse con parsimonia la harina que se le había prendido a la rebeca. En cuanto había entrado en la tienda, con la mirada brillante y aquella sonrisa maliciosa, Josette había tenido la certeza de que iban a escuchar interesantes habladurías, y también de que Véronique iba a tomarse su tiempo para revelarlas.

Tras ajustarse la crucecilla que llevaba colgada del cuello, Véronique se decidió a proseguir la explicación.

—Lo han vendido y ya han empezado a firmar papeles.

Se oyó una exclamación de asombro, exhalada por la otra testigo de tan increíble revelación, descontando a Jacques. Aquello demostró la insuperable habilidad de Véronique para enterarse de los pormenores de la vida del pueblo, sobre todo cuando otras personas como la mujer que tenía al lado, Fatima Souquet, esposa del teniente de alcalde, aún no sabían absolutamente nada.

—Pero ¿cómo puedes estar tan segura? —preguntó Fatima con brusquedad.

Josette advirtió con regocijo el mal disimulado enojo que despuntaba en su voz.

Con una ladina sonrisa, Véronique se inclinó para revelar los detalles del chisme.

—¡Porque yo estaba arriba en el Ayuntamiento y oí al alcalde hablando por teléfono con el notario! La semana pasada firmaron el compromiso de venta y en menos de un mes el Auberge des Deux Vallées tendrá nuevos propietarios.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, las tres mujeres se volvieron para mirar por la ventana el imponente edificio de piedra encumbrado en la orilla del río al final del pueblo, recubierto de glicinias que crecían descontroladas hasta los canalones del techo, con los postigos medio descolgados y un aire general de abandono.

—Pero eso no es todo —prosiguió Véronique, adoptando un sombrío tono—. El nuevo propietario no es el cuñado del alcalde.

Aquello fue demasiado para Fatima, que se volvió como una centella, con expresión estupefacta.

—¡No puede ser! —aseguró—. Ya habían cerrado el trato. Su cuñado ya había mandado hacer incluso tarjetas de presentación.

—¡Bah! —replicó Véronique, quitándole importancia—. Pues de poco le van a servir ahora. En el último momento salió alguien que ofrecía más.

En ese momento Josette comenzó a experimentar cierta ansiedad. Si Véronique estaba en lo cierto, como de costumbre, aquello sólo podía acarrear complicaciones para el pueblo, habida cuenta de la legendaria cólera con que solía reaccionar el alcalde. La idea la indujo a lanzar una mirada a Jacques, que permanecía como siempre en el rincón más oscuro de la tienda, con la blanca aureola del cabello recortada sobre el telón de fondo de las latas de
cassoulet
, pastillas para encender el fuego y cordones de zapatos, y se le encogió el corazón. No le convenían para nada las complicaciones. Se le veía tan indefenso y tan molesto… aunque Josette no estaba segura de si su irritación se debía a las últimas noticias o a la presencia de Fatima Souquet en su amada tienda.

—Ah, bueno —dijo con un suspiro, mientras limpiaba distraídamente con la manga el cristal del mostrador, por si acaso residía allí la raíz del disgusto de Jacques—. Al menos volverán a abrir el hostal, y de todos modos el restaurante no puede ser peor que el de antes.

—¡Ja! Eso es lo que crees —la contradijo Véronique, a punto de enseñar el as que guardaba en la manga—. Los nuevos propietarios, agarraos bien, ¡son ingleses!

Fatima retrocedió y, con el efecto de la sorpresa, se agarró al mostrador de vidrio para equilibrar la postura. Aquella vez, sin embargo, no recibió ninguna reprimenda por ello, porque Josette estaba demasiado anonadada.

Habían vendido el hostal a los ingleses. ¿Cómo se iba a recuperar el municipio de aquello?

«Merde, merde
y
merde.»
Serge Papon volvió a aporrear con su artrítica mano el volante, provocando un brusco giro en la trayectoria del coche por la estrecha carretera que iba de Fogas a La Rivière. Con mano experta entrenada a base de frecuentes arranques de mal genio y de aún más frecuentes trayectos realizados bajo los efectos del alcohol, Serge dio un volantazo, encarando el vehículo hacia la montaña antes de que se fuera por el borde del barranco.

Alguien iba a pagar por aquello, de eso no cabía duda. Se había pasado los últimos seis meses colmando de atenciones a Gérard Loubet para asegurarse de que aceptaría la oferta de su cuñado para comprar el hostal. Hasta le había perdonado los impuestos municipales al viejo zorro, convencido de que ya tenían en el bolsillo el hostal, y ahora Loubet iba y se lo vendía a otro para luego retirarse a la costa del Mediterráneo. Y lo peor de todo era que ese otro era un inglés. ¡Agh!

Echando humo ante tamaña audacia, Serge dobló la cerrada curva que rodeaba la iglesia románica situada al principio de La Rivière con menor pericia que de costumbre, y poco le faltó para rozar la pared.

Como punto de intersección de los dos valles presididos por los pueblos de montaña de Fogas y Picarets, La Rivière cumplía un papel aglutinador dentro del municipio de Fogas. A lo largo del tiempo había servido a menudo de elemento pacificador entre los dos pueblos en las eternas luchas por el poder, seguramente debido al hecho de que para ir de una punta del municipio a la otra, era necesario bajar a La Rivière para subir al otro lado. De todas maneras, con el estado de ánimo actual de Serge Papon, iba a ser preciso algo más que una adecuada situación de diplomacia geográfica para calmarlo.

Serge apretó la mandíbula al pasar frente a la oficina de correos, cerrada en su pausa de mediodía. Seguro que a la cartera, Véronique Estaque, le había faltado tiempo para propagar sus chismorreos y ahora todo el municipio debía de estar mofándose de él. Además, todavía tenía que comunicarle la noticia a su hermana, y no se moría precisamente de ganas.

Serge apretó aún más fuerte la mano en el volante, proyectando la cabeza hacia el parabrisas.

Ya les enseñaría a todos. Él era alcalde de Fogas, con todo el poder que le proporcionaba su cargo, y no le daba miedo usarlo.

Después de doblar la última curva pisó el freno delante de la señal de ceda el paso. Mientras miraba a la izquierda por si venía algún vehículo, atrajo su vista el letrero metálico del edificio situado un poco más allá, que se balanceaba agitado por la leve brisa:
AUBERGE DES DEUX VALLÉES
.

Serge Papon asestó una airada mirada a la casona, como si le hubiera infligido una ofensa personal.

Con un bufido, torció hacia la carretera principal y prosiguió murmurando para sí.

Alguien iba a pagar por aquello.

ϒ

El ambiente de conmoción que aún impregnaba el oscuro interior del colmado tras la revelación de Véronique se vio interrumpido por el ruido de la gravilla que se proyectó contra la ventana tras el frenazo de un coche en el exterior.

Josette fue la primera en reaccionar.

—¡Es el alcalde! —musitó, agitando las manos para avisar a las dos mujeres con las que estaba charlando.

Las clientas se separaron bruscamente. Demostrando un repentino interés por la vitrina de los quesos, Véronique quedó absorta en la contemplación de las porciones de Bethmale y Rogallais, mientras Fatima se ponía a observar con suma atención las pastillas para el fuego. A Josette sólo le dio tiempo de reparar en el empeoramiento de la mala cara de Jacques, causado por la proximidad de Fatima, antes de que la puerta se abriera de golpe dando paso al alcalde, que evidentemente no llegaba de muy buen humor.

—¡Pastís! —pidió con aspereza a Josette.

Luego se encaminó a la sala de al lado, que cumplía las funciones de bar del pueblo, sin prestar atención a las dos mujeres, quienes se esforzaban por confundirse con las paredes.

Josette lo siguió y se puso a prepararle la bebida mientras él revolvía en el bolsillo en busca del teléfono móvil antes de coger la silla más cercana al fuego y dejarse caer en ella con un suspiro de contrariedad. A continuación se puso a teclear en el aparato y necesitó varias tentativas para marcar el número correcto, debido por una parte a sus regordetes dedos y por otra a su vana negativa a ponerse gafas. Al final se pegó el teléfono a la oreja.

—¿Christian? ¿Christian? —gritó—. Ven aquí ahora mismo. Una reunión de urgencia… ¿Cómo? Me da igual que tengas el brazo metido en el culo de una vaca. Ven aquí de inmediato. Y tráete a ese idiota de Pascal también —añadió, justo antes de colgar para no oír las objeciones que aún brotaban por el auricular.

Mientras llevaba la bandeja con la bebida del alcalde hasta la mesa, Josette advirtió por un instante la demacrada cara de Fatima a través de la puerta de la tienda. Seguro que estaría furiosa por oír aplicar tal calificativo a su marido Pascal, y más aún estando Véronique presente, pensó al tiempo que colocaba el vaso de pastís en la mesa. Derramó unas gotas al depositar la jarra de agua al lado, pues se dio cuenta de que Jacques, con una leve sonrisa en el rostro, estaba sentado en el rincón de la chimenea, sin reparar en el vigor de las llamas, justo detrás del alcalde. Éste no le dedicó, no obstante, ni una mirada, limitándose a atraer el vaso hacia sí para luego añadir un chorro de agua. Después tomó un largo trago del opaco líquido con los ojos entornados, absorto en sus pensamientos.

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