L'auberge. Un hostal en los Pirineos (9 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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El aire brotó de sus labios y levantó una lengua de fuego que atravesó danzando el hogar para ir a parar directamente al papel. Primero hubo un crepitante parpadeo y después el papel se encendió.

Jacques se volvió a sentar y se echó a reír con tanta violencia que creyó que se iba a morir. Como la otra vez.

ϒ

El olor fue lo que primero llamó la atención de Josette. Había estado evitando intencionadamente entrar en el bar, porque no tenía la paciencia para aguantar más al alcalde esa mañana ni la fuerza para soportar a Jacques. Algunos días su presencia la entristecía demasiado.

Entonces, sin embargo, mientras colocaba el pan que acababan de traer, olió algo raro proveniente de la sala de al lado. Era como cuando su padre vertía agua escaldada encima de los cerdos recién sacrificados: una mezcla de bacon carbonizado y carne quemada.

Levantó la cabeza y husmeó el aire. Sí, olía a quemado.

—¡Joseeeeeeeeeeeeeette!

Al oír el grito de socorro, dejó caer las barras de pan y corrió hacia el bar. Una vez cruzado el umbral, se encontró con una escena digna de Moliere.

Jacques se revolcaba en el suelo presa de un silencioso ataque risa mientras el alcalde daba brincos alrededor de la mesa gritando y dándose infructuosas palmadas en el trasero, que le ardía.

—¡Josette! ¡Josette! ¡Ayúdame! —chillaba Serge mientras las llamas no cesaban de crecer.

Obedeciendo a un impulso instintivo, Josette cogió la jarra de la mesa con una mano y con la otra empujó al alcalde boca abajo contra la mesa, antes de arrojarle una buena cantidad de agua en las posaderas.

Las llamas desaparecieron con un chisporroteo, reducidas a una espiral de humo, dejando visibles las flambeadas nalgas del alcalde.

Josette lo soltó y retrocedió, dudando si era indicado permanecer tan cerca del alcalde cuando todavía le humeaba el trasero. No parecía nada grave, sólo un poco de carne chamuscada que asomaba entre el raído contorno del bolsillo quemado del pantalón.

—Iré a buscar una pomada… —ofreció.

El alcalde ya había recuperado, no obstante, la dignidad y no estaba de humor para soportar mayores vejaciones.

—No te molestes. Está bien así —contestó con tono hosco mientras inspeccionaba cautelosamente los daños con las puntas de los dedos antes de sacar del bolsillo lo que le quedaba de cartera.

De modo que aquello explicaba el olor a cerdo, pensó Josette mirándolo depositar la carbonizada cartera en la mesa. Tal vez.

—¿Cómo diantre…?

—¡La chimenea! —murmuró el alcalde—. Debería tener un parachispas como es debido. Es peligrosa así.

Josette miró el fuego, que ardía mansamente en el hogar, y después observó a Jacques, sentado con aire inocente al lado. Aunque le dispensó una sonrisa digna de un ángel, no se dejó engañar.

—Quizá no deberías sentarte tan cerca —replicó, con la repentina urgencia de que el alcalde y el olor que de él emanaba salieran del bar, por su propio bien—. ¿Estás seguro de que no quieres que te aplique una pomada?

Con una mirada de enojo, el alcalde recogió el móvil y los restos de la cartera y se fue a buscar la compra a la tienda. Sin decir ni una palabra, se encaminó hacia el coche más tieso que John Wayne. Hasta que se hubo sentado con cautela, esbozando una leve mueca de dolor en la cara, Josette retuvo las carcajadas.

Luego rio y rio sin poderse contener.

Cuando paró para recobrar aliento, abrazándose las costillas, Jacques apareció a su lado, riendo también. Fue como en los viejos tiempos. Hacía mucho que no se sentía así de bien.

Capítulo 5

C
uando, a media tarde, el autobús escolar se detuvo en el área de descanso de delante del hostal, Chloé sintió que se le levantaba el ánimo. Todos los días de la semana debía soportar aquello. No era porque fuera algo corta o porque no pudiera seguir bien el ritmo académico que se imponía en la pequeña escuela situada en la ladera del otro lado del río, en Sarrat, más bien al contrario. Para desespero de madame Soum, pese a su tendencia a mirar por la ventana y a ensimismarse sin cesar, Chloé era siempre la primera de la clase.

No, no era eso lo que la agobiaba. Era simplemente que no estaba hecha para verse confinada entre cuatro paredes durante mucho rato.

Las mañanas solían comenzar con buenas resoluciones. Chloé se hacía el propósito de concentrarse y despertar al menos una sonrisa en el enjuto rostro de madame Soum. No obstante, a medida que transcurría el tiempo, con la pausada cadencia de las lecciones, Chloé sentía la vista atraída hacia las ventanas, a través de las cuales se ponía a contemplar las elevadas montañas que hacían las veces de frontera con España. En días claros se erguían con gran majestad, a menudo coronadas de nieve, perfiladas sobre el cielo azul; en los días nubosos eran como unas tenues sombras, apenas discernibles. En los escasos días en que no se veían en absoluto, Chloé se limitaba a imaginar que la pantalla gris del cielo era la lona de la carpa sobre cuyo fondo ella trazaba acrobacias y volteretas, por encima de los valles, mientras su cuerpo permanecía atado a un pupitre y a un aula que era demasiado pequeña para contenerla.

De manera inevitable se veía obligada a descender a la tierra y a los sombríos muros de la clase por culpa de los contundentes golpes de regla que la maestra descargaba en su mesa, seguidos de un chasquido de desaprobación. Después Chloé hundía la cabeza en los libros y empezaba a contar las inacabables horas que faltaban para concluir el día.

Entonces, después de una jornada especialmente aburrida durante la cual había batido un récord de siete golpes de regla, doce chasquidos de desaprobación y una amonestación verbal, se encontraba libre por fin. Lo malo era que tenía más deberes de la cuenta porque había intentado explicar que su falta de atención no guardaba ninguna relación con las habilidades docentes de madame Soum, sino con la extraordinaria belleza que irradiaba del Mont Valier con el sol invernal. No sabía por qué, pero aquello había acabado de enfadar a madame Soum.

Espantando aquel recuerdo, Chloé se bajó del autobús detrás de los gemelos Rogalle y Gérard Lourde y experimentando cierta pena por los alumnos que todavía debían soportar el ascenso hasta Fogas para poder dar por concluida la jornada escolar. Después de volverse para despedirse de ellos con la mano, advirtió un camión muy grande aparcado delante del hostal. Mientras lo miraba, el motor arrancó y se puso en marcha, para alejarse por el valle en dirección a St. Girons.

Su madre, que estaba charlando con su vecina, Annie Estaque, también parecía observar el camión. Al ver a Chloé corriendo hacia ellas, Annie interrumpió la conversación para darle un beso con aquella piel seca y áspera que tenía. Aunque adoraba a Annie, Chloé procuraba no respirar cuando se veía envuelta en el ritual abrazo, porque Annie siempre olía a vaca… y no solamente a leche.

—¿Ycómoessshtássshniña?¿Hasshidotanhorrriblecomosshiemprrrelaessshcuela?

Chloé asintió con una mueca.

—¡Me ha puesto deberes de más!

—¿Otra vez? —preguntó Stephanie con aspereza—. ¿Estás en la luna? Sabes que ya hemos hablado de eso otras veces.

Chloé cruzó y descruzó las piernas, cabizbaja.

Annie soltó un bufido y posó una arrugada mano en la cabeza de Chloé, acariciando la negra masa de rizos.

—DaigualChloé —se mofó—. ¡EssshamadameSoumessshunaviejabrrruja!

—¡Annie! ¡No le des la razón! —Chloé vio, sin embargo, que su madre reprimía una sonrisa—. Bueno, vamos un momento al hostal y después tendrás que ir a hacer los deberes a casa, señorita.

Mientras se inclinaba para recoger la cartera que Chloé había arrojado al suelo, deshaciéndose de manera instintiva de lo que quedaba del día de clase, Stephanie reparó en las dos abultadas bolsas de la compra que había junto a los pies de Annie.

—¿Seguro que no quieres que te las suba, Annie? —se ofreció.

Incapaz de conducir y sin haber querido aprender tampoco, Annie efectuaba una compra por semana en el colmado para cubrir la mayoría de sus necesidades y para el resto recurría a las tiendas ambulantes. No obstante, como era muy orgullosa e independiente en aquella cuestión, respondió como de costumbre.

—Nogrrrraciasssh. Aúnnomehemuerrrtohassshtaahorrraporrresssho.

—Si estás segura…

—Essshtoyssshegurrra. Perrroyamedirrráscómovanlassshcossshassshallí.

Señaló con la cabeza el hostal y, tras dar una palmadita a Chloé como si se tratara de su perro favorito, recogió las bolsas y emprendió el lento ascenso por la ladera hacia su pequeña granja de Picarets.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Stephanie a Chloé en cuanto Annie se hubo alejado.

Chloé reparó por primera vez en la apariencia de su madre. En lugar de su atuendo habitual consistente en un jersey holgado y una ahuecada falda multicolor, llevaba puestos sus mejores vaqueros, una camisa blanca y una elegante americana. ¡Además, Chloé tuvo la impresión de que los pantalones y la camisa estaban planchados! El pelo lo llevaba lo más arreglado posible, con los rizos pelirrojos recogidos en una cola de caballo, y en lugar de los grandes pendientes de aro lucía otros de oro más convencionales.

Chloé no sabía cómo describir el cambio.

—Se te ve más… ¿cuidada?

—¿Como una camarera?

—Síii… supongo. ¿Por qué? —Stephanie señaló hacia el hostal—. ¡No! ¡No puedes, mamá! Ya sabes lo que pasó la otra vez.

Stephanie echó a andar y Chloé advirtió que estaba decidida.

—Pero si tú lo dijiste, mamá. Dijiste… —Calló un instante, sin resuello, tratando de expresar sus argumentos y no quedar rezagada—. Después de que monsieur Loubet te despidiera, dijiste que no volverías a trabajar de camarera. ¡No te gustó nada!

Stephanie se detuvo de repente y se volvió hacia su hija, en cuyo rostro se manifestaba un nivel de preocupación normalmente reservado a los adultos. Colocándole las manos a ambos lados de la cara, le acarició con cariño las mejillas.

—Tengo que hacerlo, hija. Necesitamos el dinero.

—Pero yo podría dejar la escuela y trabajar.

Stephanie se echó a reír quedamente.

—Tienes nueve años, Chloé. Por más que lo intentes, no te vas a librar de la escuela. Ahora vamos —dijo mientras le encaraba el rostro hacia arriba para que la mirase—. No va a ser tan horrible. Además, parecen unas personas muy agradables.

—No lo serán tanto… seguro que no, si vuelves a tener un ataque de mal genio.

—Eso pasó una sola vez —replicó Stephanie—. ¡Ese hombre no debió pellizcarme el culo! Y menos cuando llevaba un plato de
cassoulet
en la mano.

Chloé se puso a reír pese a su inquietud, regocijada con la idea de la cara que debió de poner el lascivo cliente cuando la camarera le estampó el plato de judías y salchichas en la cabeza.

—Y además no debí de pasarme tanto —concluyó Stephanie con una carcajada—. ¡Su mujer me dejó una gran propina!

Dirigiendo un guiño a su hija, la tomó del brazo y juntas atravesaron la carretera en dirección al hostal.

ϒ

—¡Uff, qué alivio que se hayan marchado! —exclamó Paul después de cerrar la puerta, una vez se hubo ido la furgoneta de la mudanza.

Lorna no respondió. Estaba en el centro del inmenso comedor, rodeada de cajas, con cara de extenuación.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó con un hilo de voz—. ¡Se supone que vamos a abrir dentro de apenas una semana!

—Empezamos con una taza de té y después abrimos el correo. Lo demás puede esperar.

Paul le posó el brazo en el hombro y la condujo hacia la única mesa que aún seguía visible. Las otras estaban sepultadas bajo cojines de sofá, material informático, edredones, almohadas y, por supuesto, cajas, cajas y más cajas.

Lorna se dejó caer con ganas en una silla y comenzó a inspeccionar la pila de cartas desparramadas encima del ordenador portátil de Paul. Cuando éste regresó con el té, la gata perseguía una pelotita confeccionada con un sobre y Lorna ya había abierto tres tarjetas de amigos que les deseaban lo mejor en su nueva empresa, una factura de electricidad que monsieur Loubet había tenido la picardía de dejar sin pagar y un catálogo de mobiliario de restauración. La última carta que abrió fue la que retuvo su atención, provocándole pliegues en la frente.

Como no tenía sello, al principio le pareció algo inocuo, pero una de las hojas del interior tenía el membrete del Ayuntamiento.

—¿Qué es? —preguntó Paul, sentándose a su lado.

—No estoy segura, pero parece algo oficial. —Colocó la primera página en la mesa para que pudieran leerla ambos—. Es algo de… ¿una especie de visita?

Paul leyó por encima la misiva, pero aparte de reparar en lo que parecía una fecha y una hora y unos cuantos nombres, no descifró nada más.

—¡El traductor automático! —declaró, acercando el ordenador.

Después de introducir el texto en francés, apretó el botón y los dos se inclinaron delante de la pantalla:

Señor:

Me cabe el gran honor de informarle, como propietario de la posada de los Dos Valles, que el Grupo de Visita de la Comisión de Seguridad precederá a la visita de control de seguridad en su establecimiento el 15 diciembre a las 10.00 horas.

La visita se efectúa a petición del señor teniente de alcalde Christian Dupuy del municipio y la razón de la petición es el cambio de propietario.

La persona responsable, convocada por el señor teniente de alcalde Christian Dupuy del municipio, efectuará todas las medidas necesarias para permitir el control de su establecimiento y en particular las instalaciones técnicas.

Encontrará un ejemplar adjunto de la carta del Servicio Departamental de Incendios y Ayuda de Ariège.

Le pedimos que crea, querido señor, en la garantía de nuestros dedicados sentimientos

Señor el Alcalde de Fogas.

—Hombre, así queda muchísimo más claro —dijo Paul con sarcasmo mientras releían la aproximativa traducción—. ¿Qué rayos es eso de una visita de controles de seguridad?

—¡No lo sé, pero implica la participación de mucha gente!

Lorna le enseñó la segunda página, que básicamente reiteraba el contenido de la primera pero con una lista adicional de nombres al final, precedidos todos por un tratamiento.

—¿No pone ahí «policía»?

—Me parece que sí.

—¿Que va a venir la policía? —A Paul se le aflautó la voz—. Aquí en Francia llevan armas, ¿verdad?

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