L'auberge. Un hostal en los Pirineos (13 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Crispado, Serge le agarró el brazo y le clavó los nudosos dedos. Bernard se quedó paralizado, con la mirada fija en los ojos del alcalde, que lo conminó en silencio a permanecer quieto.

—Necesito que me escuches con atención, con mucha atención. ¿Crees que podrás?

Bernard tragó saliva y luego asintió.

—Bueno —prosiguió Serge, taladrándolo todavía con la vista—. Esto es lo que quiero que hagas…

Christian llegaba tarde, cosa que no era habitual en él. Resultaba comprensible que las reuniones del Ayuntamiento tuvieran lugar más pronto en invierno, ya que nadie quería circular por aquellas carreteras de montaña de noche, cuando ya había empezado a helar. El inconveniente era que no le había dado tiempo a terminarlo todo y ese día ni siquiera se había podido afeitar.

Se miró un instante en el espejo de la entrada, que de tan viejo devolvía sólo un esporádico reflejo turbio. Tendría que ir así; tampoco iba a ver a nadie a quien tuviera que impresionar. De todas maneras, se pasó la mano por el pelo todavía húmedo en un vano intento de sofocar los rizos que se formarían luego.

—¿Te vas?

Salió al pasillo desde donde le hablaba su madre y asintió.

—¿Quieres que te guarde un poco de cena?

Christian hizo como que no veía a su padre, que decía que no vigorosamente con la cabeza detrás de su mujer.

—No, no te preocupes —declinó reprimiendo una sonrisa—. Comeré algo por ahí.

No estaba seguro de dónde, pues el restaurante del hostal estaba cerrado, pero la comida de su madre ya era bastante mala recién cocinada sin tener que pasar por la fase de recalentado. Su padre le hizo saber que era de la misma opinión dirigiéndole un guiño de complicidad.

—¡Lo he visto!

—¿El qué?

—¡Ese guiño!

—¿Qué guiño? Tenía algo en el ojo…

Riendo de las bromas de sus padres, Christian se puso el abrigo y salió. Por el oeste, el sol comenzaba a esconderse tras las montañas, dejando tras de sí un cielo arrebolado y gélido. Las previsiones meteorológicas anunciaban nieve para los próximos días, y con la caída de la temperatura y la formación de nubes, Christian estaba seguro de que así iba a ser. Esperaba que aquel invierno no fuera a ser tan crudo como el anterior. Después de lo que le habían costado las vacunas contra la lengua azul, sólo le faltaría tener que comprar forraje varios meses. Lo ideal sería un invierno corto que diera paso a una primavera temprana y que a ésta la sucediera un verano bien largo.

Pese al frío, el Panda arrancó a la primera. Christian puso la calefacción al máximo e inició el descenso hacia Picarets. A su izquierda se sucedían los prados que cubrían la suave pendiente de la montaña; su tierra, cultivada durante generaciones por la familia Dupuy, aunque ya no estaba tan claro qué ocurriría después de él…

Ahuyentando aquel pensamiento se concentró en
Sarko
, el toro de raza limusina premiado en diversas ferias que raspaba el suelo resoplando en uno de los campos. Si no hubiera llegado tarde quizás habría cedido a la tentación de parar para cerciorarse de que todo estaba en orden, pero pasó de largo, ya que además sabía por experiencia que aquel comportamiento era algo cotidiano en aquel animal, uno de los más irritables que había tenido la desgracia de poseer. Por el retrovisor vio, no obstante, que ya se había calmado. En el ángulo del espejo atisbó algo naranja, pero cuando trató de precisar qué era sólo alcanzó a ver el bosquecillo que rodeaba el campo.

Christian devolvió la atención a la carretera y pronto apareció ante su vista la primera casita del pueblo, con su inmaculado jardín y sus contraventanas de color azul oscuro, que aparecían pintadas con enormes soles cuando estaban abiertas y de diminutas estrellas cuando las cerraban. Siempre sonreía al verlas. Stephanie conseguía imprimir su personalidad hasta en algo tan funcional como eso.

Christian observó automáticamente la casa al pasar y advirtió que uno de las contraventanas tenía una bisagra suelta. Al día siguiente pasaría a repararla antes de que Stephanie volviera el viernes.

La vivienda pertenecía en realidad a la madre de Christian, quien la había heredado de su madre, y había permanecido vacía durante mucho tiempo antes de que Stephanie llegara a la zona siete años atrás con una necesidad acuciante de tener un lugar donde alojarse. Christian había dudado antes de aceptar como inquilina a una madre soltera sin trabajo en una región sin grandes perspectivas de empleo, pero su madre había insistido y había tenido razón: Stephanie mantenía la casita impecable, siempre pagaba a tiempo y se había convertido en un miembro vital de la comunidad, llegando a ganarse incluso la confianza de Annie Estaque. Para él, además, era una gran amiga.

Se preguntó de qué habría querido hablarle el fin de semana anterior. El padre de Christian sólo le había explicado que ella había pasado a verlo; el hombre estaba muy regocijado, eso sí. Los padres de Christian adoraban a su inquilina y no paraban de tirarle indirectas, nada sutiles, para darle a entender que sería una nuera ideal. Y si a eso se añadía Chloé, una nieta ya medio criada, la combinación era perfecta.

Pobre Stephanie. Había tenido que soportar innumerables comidas preparadas por su madre y nunca había declinado una invitación, pese a su horrenda calidad. Incluso se había acomodado al vago concepto de comida vegetariana de su madre, que incluía jamón y bacon. A veces Christian se sentía culpable de que sólo fueran amigos, pero por más que lo intentaba, no podía imaginar nada más. Se revolvió en el asiento, sintiendo el peso de la presión paterna incluso cuando estaba solo.

Con la esperanza de distraerse con los incesantes anuncios y la nostalgia musical que destilaba, conectó la emisora de Radio Couserans, la radio local, y se adentró en Picarets. La mayoría de las casas, que formaban dos filas a ambos lados de la carretera, tenían ya los postigos cerrados a esa hora del anochecer y algunas de ellas, que servían de segunda residencia, permanecerían cerradas hasta las próximas vacaciones escolares. No se veía un alma; era como una población fantasma. No tenía comparación con el recuerdo del pueblo que Christian guardaba de su infancia, cuando siempre había niños jugando fuera y los mayores se reunían a charlar a la sombra del viejo tilo en verano.

La mayoría de sus compañeros de escuela habían tenido que irse de allí para encontrar trabajo; a Toulouse, Marsella o París, e incluso a Estados Unidos en más de un caso. Eran pocos los que habían regresado salvo para las vacaciones. Por eso el pueblo se estaba asfixiando muy despacio, replegado en sí mismo sin nueva savia para sostenerlo. Lo mismo ocurría en Fogas y en La Rivière, y ése era el motivo principal por el que Christian se había integrado en el Ayuntamiento. El problema no era, con todo, fácil de resolver.

Para Annie Estaque la cosa no era tan complicada, sin embargo.

Christian dejó atrás el pueblo y se desvió por la carretera flanqueada de árboles de La Rivière. El valle se ensanchaba un poco más adelante, dejando libre una amplia franja de buenos pastos que interrumpía el terreno arbolado. Allí destacaba con garbo la casa de los Estaque, uno de los edificios más antiguos de la zona, construido a mediados del siglo XIX por un familiar que había ganado dinero llevando en verano bloques de hielo desde el pico de Trois Seigneurs para venderlos en las ciudades y pueblos de Couserans e incluso en Toulouse.

Aquella vida dura había forjado gente curtida. Se rumoreaba que aquel mismo hombre había cargado a hombros desde St. Girons el enorme reloj de pared de la cocina porque no se fiaba de trasladarlo con un caballo o un carro. Aquél era un individuo decidido, obstinado y muy franco en el hablar. ¡Annie había salido sin duda a él!

Al llegar cerca de la granja, la vio dando de comer a los perros detrás de la casa e hizo sonar el claxon. Ella se enderezó, haciendo pantalla con las manos para ver el coche y después levantó un brazo a modo de respuesta. Christian interpretó el gesto como un saludo aunque, conociéndola, también podía significar «vete a la mierda».

Sonrió al recordar su llamada. Siempre había sido muy directa expresando su punto de vista, pero en todo el tiempo que la conocía, nunca la había oído expresarse sobre nada que no tuviera que ver con el ganado y la tierra. Cómo había que ordeñar las vacas, el momento adecuado para recoger el heno, el sitio ideal para comprar el pienso… Hasta entonces, jamás la había oído dar una opinión sobre los asuntos del municipio. Se mantenía al margen de todo y se había ganado respeto por ello.

Ahora aquello había cambiado. En primer lugar había criticado los planes del alcalde de comprar el hostal y suscitado la oposición de Christian a los mismos. Después, el lunes, lo había llamado a la hora de comer, furiosa por la inspección del hostal y decidida a impedir que el alcalde pudiera cerrarlo.

Christian había quedado convencido de que Annie tenía razón, cosa que le había servido de paso para apaciguar su propia conciencia.

Lo que más le preocupaba del municipio era su pervivencia. Para preservar aquellos pueblos se necesitaba que se instalara gente nueva en la zona, gente con hijos para mantener abiertas las escuelas y garantizar un mínimo de ingresos de impuestos que mantuvieran en marcha la economía.

No obstante, lo más importante era que hubiera puestos de trabajo para mantenerlos allí porque, si no, también ellos acabarían teniendo que marcharse, tal como lo habían hecho antes los miembros de la generación de Christian y lo haría pronto la generación siguiente. De este modo, Fogas, La Rivière y Picarets se convertirían en una colección de casas sin habitar, como las cabañas situadas en alta montaña, que sólo se utilizaban para aprovechar los pastos en verano.

Tal como había destacado Annie, los nuevos propietarios del hostal no sólo estaban dispuestos a retomar un negocio cerrado y hacerlo funcionar, sino a emplear también a una persona del pueblo. Eso era exactamente lo que se necesitaba allí.

El que no supieran cocinar tan bien como los franceses era una cuestión secundaria. Lo que contaba era que el municipio acogiera a esa gente e hiciera todo lo posible por mantenerlos allí, y para eso había que respaldar su negocio.

Christian había asumido pues la misión por la que abogaba Annie. No iba a ser fácil. Al fin y al cabo, él fue quien aconsejó primero que se hiciera la inspección, aunque sólo fuera con intención de conseguir que no se aprobase la propuesta inicial del alcalde. No obstante, tenía la confianza de que lograría convencer a los miembros más sensatos del consejo de que al municipio le convenía conceder a los nuevos propietarios el tiempo suficiente para llevar a cabo las mejoras recomendadas, manteniendo el establecimiento abierto para que dispusieran de una entrada de dinero. Como era de prever, desde que había adoptado aquella postura Christian había dormido mucho mejor.

Al doblar la última curva vio el hostal más abajo, en la zona donde ya no daba el sol. Observándolo inmerso en la sombra invernal, se preguntó si los propietarios tendrían alguna idea de las maquinaciones que se habían puesto en marcha ya antes de su llegada. Siguió conduciendo, contento de representar un papel de agente conciliador en el que se sentía mucho más cómodo.

Sin saberlo, Christian ya había cumplido una función conciliadora ese mismo día. En el preciso momento en que miró por el retrovisor para ver qué hacía el toro
Sarko
, Lorna y Paul se encontraban en plena discusión sobre cómo iban a poner fin a su paseo de la tarde. Habían subido caminando por la carretera hasta Picarets, con la intención de recorrer el circuito que atravesaba el municipio por un sendero de montaña que comunicaba con Fogas y luego bajaba hasta la carretera de La Rivière. Lo malo fue que no contaron con lo empinado del trayecto ni con lo cortos que eran los días en esa época del año. Subieron a buen ritmo hasta Picarets y tomaron el camino que partía de allí, pero luego, lejos de la carretera, viendo las alargadas sombras de los árboles, se enzarzaron en una acalorada discusión.

—Mira. —Paul señaló la piña de edificios que había en la lejanía—. Esa granja de allá está aquí en el mapa. Tenemos que pasar por allí y después ya casi habremos llegado.

—¿Casi? —replicó Lorna levantando la voz—. Te olvidas de la subida que viene después, y luego la bajada y después la otra subida que queda hasta Fogas. Y eso sin contar con que luego hay que empezar a bajar hasta el hostal.

—Eso no es nada —se mofó Paul—. Veinte minutos hasta Fogas como mucho y después treinta de bajada. Lo habremos recorrido sin problema antes de que oscurezca.

Lorna tendió la vista hacia el oeste, donde el sol se aproximaba a la línea del horizonte, y sacudió la cabeza.

—De ninguna manera, Paul. Hoy no.

Antes de que Paul pudiera contestar, por la carretera pasó un coche pequeño azul. A Lorna le llamó la atención el conductor, que alargó el cuello para mirar algo por el retrovisor.

—¡Ése es el hombre que nos saludó la otra vez! —exclamó—. ¿Te acuerdas, en noviembre, el día en que fuimos a ver el hostal?

—¿Ehhh? —Paul despegó la mirada del mapa—. ¿Es ése? Parece demasiado gordo.

—¿Demasiado gordo? —Lorna se volvió, desconcertada, y vio que Paul miraba a otro individuo vestido con una gorra de color naranja chillón y unos pantalones de camuflaje que acababa de salir de entre los árboles en el campo del otro lado de la carretera—. ¡No ése no, el del coche!

El coche ya había desaparecido, sin embargo, y el hombre del campo resultaba muchísimo más interesante.

Intrigados, observaron cómo avanzaba dando eses y quiebros por el prado de abajo como quien se ha tomado una copa de más. Después se arrojó al suelo y recorrió los últimos metros a rastras, como una ballena varada en la playa que intentara regresar al mar, moviendo constantemente la cabeza a un lado y a otro, como si recelara algún peligro.

—¿Qué diablos…? —susurró Paul.

—Hoy es miércoles. ¡Debe de estar cazando!

—¿Cazando qué? ¿Y dónde está la escopeta?

El hombre levantó con cautela la cabeza en el borde del campo e inspeccionó la carretera. Tras comprobar que no había ningún vehículo ni nadie en los alrededores, procedió a pasar por debajo del único alambre que se interponía en su camino, y casi lo tapó de la vista debido a su corpulencia.

—¿No es una valla… —se planteó Lorna cuando las prominentes posaderas del hombre rozaron el alambre.

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