No obstante, lo que de veras había decantado el resultado había sido el hecho de que fue Christian quien propuso inicialmente la inspección. Por más que ella hubiera asegurado que no estaba de acuerdo con el cierre del hostal y que había cambiado de opinión respecto a los nuevos dueños, aquél era un precedente irrebatible.
Tal como había señalado René antes de dar su voto, Christian lo había convencido para que prestara su apoyo a la inspección y él se sentía obligado a aprobar las consecuencias que de ésta se derivaban. El hostal no se ajustaba a las normativas y por lo tanto el Ayuntamiento tenía la responsabilidad de cerrarlo. Alain se había expresado en el mismo sentido, de modo que al final la propuesta se aprobó por una amplia mayoría de siete contra cuatro, con la oposición tan sólo de Philippe Galy y Monique Sentenac, que apoyaron la postura de Josette y Christian.
—Ya hemos llegado —anunció alegremente Fatima, igual de contenta que Josette de poner punto final al trayecto.
—Gracias por llevarme y traerme —logró articular Josette mientras se bajaba del coche.
—Ya me dirás algo si te enteras de cómo le ha ido a Christian con el toro. Pascal tenía muchas ganas de ir a ayudar, pero con sus alergias… ya sabes. —Con una afectada sonrisa, Fatima efectuó un gesto de despedida y puso marcha atrás.
Josette se quedó delante de la tienda mirando a Fatima mientras ésta hacía una laboriosa maniobra para girar, desgranando pensamientos nada compasivos en relación a Pascal y a sus alergias. Lo único a lo que tenía alergia era a mancharse los zapatos de mierda de vaca y a ensuciarse las uñas. Jacques lo despreciaba tanto o más por sus suaves manos, que nunca habían realizado un trabajo físico, que por sus aires de su superioridad.
Cuando las luces posteriores del coche de Fatima desaparecieron en la distancia, Josette entró en la tienda. Véronique se había encargado de dejarlo todo en orden y todos los postigos estaban cerrados y las luces apagadas, con excepción de la lamparilla de la parte de atrás. De pronto, Josette se alegró de aquella oscuridad, que le permitió no verse reflejada en el vidrio del mostrador cuando se hundió en el taburete. También se congratulaba de hallarse lejos de la condescendencia de Pascal y Geneviève, que la trataban con desprecio a la menor ocasión hasta hacerle perder la confianza. Se alegró asimismo de que nadie pudiera ver las lágrimas que le resbalaban por la cara.
Había sido por su culpa. Había hecho lo posible, pero resultaba evidente que no estaba a la altura y había decepcionado a todo el mundo. A causa de ella, la pareja de ingleses iba a perder su negocio.
De su pecho brotó un sollozo que le obstruyó la garganta, oprimiéndole la respiración hasta que al final salió. Jadeando, dio rienda suelta a los sollozos y al dolor mientras la tensión de la noche daba paso a las emociones que tanto se había esforzado por controlar a lo largo de los seis meses anteriores. Con la cabeza apoyada en el aparador, lloró y lloró hasta que creyó que se iba a disolver, con el enjuto cuerpo estremecido, manchando de lágrimas el prístino vidrio. Lloró por su fracaso, por los Webster, por haberle fallado a Christian.
Y sobre todo, lloró por el mejor amigo que había perdido cuando perdió a Jacques.
Jacques no pudo hacer nada. Sólo pudo permanecer de pie y ver como su mujer lloraba a lágrima viva, con la mano apoyada en su cabeza, acariciándole el cabello como le gustaba que le hiciera antes.
Ella no se daba cuenta, sin embargo.
Sentía un dolor en el pecho teniéndola allí al lado sin poderla ayudar. Era un dolor intenso, como cuando el corazón le latió por última vez y el mundo se le fue esfumando, perdiendo la luz hasta desaparecer del todo para luego permitirle regresar a aquella existencia en blanco y negro.
Poco a poco notó que Josette se calmaba bajo su mano. Las lágrimas cesaron y su respiración se apaciguó. Se había quedado dormida, como le ocurría cuando le acariciaba el cabello antaño. Quizás había conseguido sosegarla después de todo. Le pasó los dedos por última vez por el pelo y después se alejó, procurando no hacer ruido, aunque sabía que era imposible.
Se acercó de puntillas a la puerta, que aún no tenía el postigo cerrado, y miró hacia el hostal. A juzgar por las lágrimas de Josette, la reunión de aquella noche no había ido bien y el alcalde se iba a salir con la suya. Aquello ya era malo de por sí, pero lo peor era que para conseguirlo les había hecho daño a Christian y a Josette. A Jacques casi le hervía la sangre sólo de pensarlo. O le habría hervido, de haberle quedado sangre en el cuerpo.
Exhaló un suspiro y el letrero de Cerrado se agitó un poco. No se había sentido tan impotente en toda su vida.
—Por allí. Me parece que he…
merde
!
El incorpóreo grito de René resonó con claridad en el oscuro espacio de la montaña y Christian interpretó en el acto su significado. Después de irse a toda prisa a la parte trasera de la furgoneta y bajar la puerta, se asomó a tiempo para ver una luz que se acercaba, bamboleante, por la carretera bañada por los rayos de la luna.
—Está… está… —dijo jadeando René desde detrás de la linterna, incapaz de completar la frase.
Christian ya estaba listo, sin embargo, con la puerta posterior de la furgoneta abierta.
—¡Más deprisa, René, más deprisa! —gritó cuando en la oscuridad se perfiló una masa de músculos y cuernos que iba ganando terreno al fontanero.
—Aaay, Dios mío… aaay…
René pasó como una bala junto a Christian y subió la rampa hacia el interior de la furgoneta seguido por el furibundo toro. Una vez hubo cerrado la puerta y echado el cerrojo, atrapando al animal dentro, Christian experimentó un instante de pánico, temiendo que René no encontrara la vía de escapatoria. Al mirar por el lado del vehículo, lo alivió verlo echado en el asfalto junto a la puerta lateral, con la respiración anhelante.
—¡Decidido! —anunció, casi sin aire—. ¡Dejo el tabaco!
Riendo, Christian alargó el brazo para levantar al fontanero de la carretera, que ya relucía a causa del hielo. A lo lejos se veían las luces de las linternas de los otros miembros de la partida que bajaban de las arboledas y los prados. Si no los hubiera alertado el alarido de René, de todos modos habrían oído el ruido que hacía
Sarko
en la furgoneta y habrían deducido que lo habían encontrado.
—¿Ya lo tienes? —preguntó Alain.
Cuando Christian confirmó que sí, todos lanzaron vítores. Vio que su padre le daba un gran abrazo de alivio a Philippe Galy y hasta el alcalde sonrió.
Observando al grupo de hombres que se habían congregado con precipitación, Christian experimentó un sentimiento de orgullo. Aquello era la esencia del municipio. En momentos de apuro, todos dejaban a un lado sus diferencias y arrimaban el hombro juntos. Así era como debía ser.
—Eh, ¿quién quiere venir a tomar un bocado a casa? —preguntó su padre. Al ver que nadie respondía, sonrió adivinando el motivo de su silencio y modificó la invitación—. Bueno, ¿y qué tal una copa?
—¡Eso está mejor! —gritó René, recuperado del ahogo—. Yo creo que al menos me he ganado una copa de algo. Por poco no pierdo la hombría allá, con uno de los cuernos de
Sarko
.
—¡Eso suponiendo que la tuvieras antes! —replicó alguien.
Los hombres emprendieron el regreso hacia la granja, riendo y bromeando, contentos de que la aventura hubiera tenido un final feliz.
Tras comprobar los pestillos de atrás, Christian se agarró a la puerta lateral, que aún permanecía abierta, y subió para mirar al toro, que ya se había calmado. Le iluminó con la linterna todas las partes del cuerpo, para cerciorarse de que realmente estaba allí, sin ninguna herida ni huesos rotos. Habría podido ser mucho peor. Christian se puso a sudar sólo de pensarlo en la cantera con sus peligrosos huecos y la carretera con su tráfico poco denso pero rápido.
Tragando saliva, enfocó la linterna a la cabeza de
Sarko
, que le devolvió una lúgubre mirada.
—¡Mira que eres pesado! —murmuró Christian con afecto. Había sido preciso sentir que estaba a punto de perderlo para darse cuenta del apego que le tenía pese a sus repetidos intentos de fuga—. ¡Aunque ésta ha sido la primera vez que consigues abrir la puerta!
El animal exhaló un bufido por toda respuesta.
—Sí, ya sé. Puede que esta vez tú no seas el responsable, pero cuando averigüe quién ha…
Al principio Christian se había extrañado de que la valla eléctrica siguiera en su sitio y la puerta permaneciera intacta después de la huida de
Sarko
. Normalmente, cuando éste escapaba se llevaba la valla consigo. Aquella vez, no obstante, parecía que era inocente.
Varias personas de Picarets le habían dicho que habían visto a una pareja que llevaba un mapa y mochilas bajando por la carretera desde la zona del campo donde estaba
Sarko
más o menos a la hora en que este había desaparecido. Seguramente habían estado caminando por allí y habían dejado la puerta abierta. Christian emitió un gruñido al pensar en aquellos descuidados e idiotas bichos de ciudad.
Notando que estaba intranquilizando al toro, Christian se dispuso a bajar pero entonces algo reflejó la luz de la linterna, algo que tenía prendido en un cuerno.
—¿Qué has estado haciendo? —inquirió mientras alargaba el brazo y acercaba con cautela la mano a la acerada punta del cuerno.
Palpó un objeto suave y velludo. Después de soltarlo, lo acercó al círculo de luz. Era un retazo raído de tela naranja, de unos cinco centímetros de ancho. Christian lo observó, esperando que lentamente llegara a la superficie lo que ya sabía a un nivel profundo. Al final cayó en la cuenta de qué se trataba.
Una boina de cazador.
Eso era lo que parecía, un retal de una boina de cazador.
Christian lo frotó entre los dedos y dejó vagar la mirada, consciente de otro recuerdo que permanecía agazapado en un recoveco de su conciencia, de alguien o algo que había visto.
Sarko
mugió y propinó una patada al costado de la furgoneta. Con un sobresalto, volvió a la realidad del frío de la noche y, guardando la tela en el bolsillo, cerró la puerta y subió al asiento de delante.
Ya le vendría a la memoria. Había tiempo. Por el momento necesitaba comer y beber. Tenía tanta hambre que incluso estaba dispuesto a tomar algo cocinado por su madre.
La furgoneta se alejó de los bosques donde se había escondido
Sarko
para perderse en la oscuridad mientras comenzaban a caer los primeros copos de nieve. Éstos fueron bajando mansamente hasta la tierra a través de las desnudas ramas de los árboles, pegándose a las piedras y recubriendo las ramas caídas y las hojas secas, hasta que el suelo del bosque se transformó en una vasta superficie blanca salpicada tan sólo por algunas manchas naranja provenientes de los jirones de tela desparramados debajo de un fresno lleno de muescas. Al final, también los guiñapos quedaron recubiertos.
A
l cabo de cuarenta y ocho horas de nevar sin tregua, el municipio se hallaba en una situación de emergencia. Las carreteras más elevadas estaban impracticables, los cables de la luz se habían venido abajo en los tres pueblos, la mayoría de los teléfonos no funcionaban y el silencio de los bosques se veía quebrado con frecuencia por el crujido de otro árbol que cedía bajo el peso de la nieve. Aquélla era la peor tormenta de nieve que Serge Papon había visto nunca. Estaba convencido de que para su mujer probablemente sería la última.
Desde la ventana de su despacho del Ayuntamiento contemplaba los copos, tratando de seguir la danza que ejecutaban ante sus ojos, atrayéndolo a las profundidades de su monocromo mundo hasta que notó que empezaba a darle vueltas la cabeza y tuvo que agarrarse al alféizar.
El ruido de un entrechocar de metal lo liberó del hechizo, impulsándolo a mirar la zona de aparcamiento, donde una joven permanecía agachada delante de la rueda delantera de un pequeño coche amarillo.
La nueva cartera.
Serge lanzó un gruñido al ver que tendía un juego de cadenas nuevas en el suelo junto a la rueda para luego consultar las instrucciones. ¡Típico! No tenía ni idea de cómo se ponían unas cadenas. ¿Qué diantre pensaba Correos para asignar una chavala como aquella para un trabajo de hombres?
Desde que Yves Rogalle se había jubilado dos años atrás, el municipio había padecido una sucesión de carteros y carteras, ninguno de los cuales se quedó mucho tiempo a causa de lo arduo de los circuitos y lo magro de la paga. Era de lo más irritante, pero pese a haber mandado multitud de cartas en su condición de representante oficial, Serge no había logrado enderezar la situación.
¡Bah! El progreso. Eso era lo que estaba royendo el mismo corazón del lugar.
Monsieur Mené, el cartero de su infancia, subía y bajaba a pie por las montañas todos los días sin falta, sin coche, sin cadenas, usando zapatos especiales para nieve sólo en excepcionales circunstancias. En el municipio no ocurría nada sin que él lo supiera. Después Correos introdujo la motocicleta y luego el coche, hasta que al final la relación entre el cartero y los vecinos se desintegró, dejando un servicio más rápido que carecía del aspecto humano de su predecesor.
Ahora, en lugar de una charla acompañada de un café o de algo más fuerte mientras se ponían al corriente de las habladurías cuando recibían el correo, los ancianos que vivían solos en las montañas tenían más probabilidades de ver un coche amarillo que desaparecía a toda velocidad. ¡Aparte de cuando al final del año los carteros y carteras se presentaban para vender sus dichosos calendarios! Serge nunca había tenido inconveniente en comprar un calendario que no necesitaba a Yves en compensación por su duro trabajo, pero últimamente ni siquiera reconocía las caras de los que acudían a solicitar su aguinaldo.
La cartera aún leía el folleto de instrucciones cuando Pascal llegó, dejando un flamante camino de pisadas con sus botas de nieve, pertrechado con un anorak de esquí de color púrpura y verde lima que no pegaba nada con su maletín de piel. Contestando con una seca respuesta al animado saludo de la mujer, pasó de largo hacia la entrada del edificio, haciendo caso omiso del trance en que se hallaba.
Serge sacudió la cabeza con incredulidad. Era capaz de tolerar las tendencias narcisistas de su teniente de alcalde e incluso su carácter superficial, pero la apatía que demostraba con sus vecinos lo ponía fuera de sí. Lo de la otra noche había sido un buen ejemplo de su actitud: mientras todo el mundo arrimaba el hombro tratando de encontrar el toro, Pascal Souquet permanecía sentado en su casa haciéndose la manicura. Como si estuviera por encima de ellos, cuando en realidad era un individuo cargado de deudas que había conseguido perderlo todo en una insensata inversión especulativa, una especie de sistema de pirámide que el alcalde no acababa de entender. Lo único que sabía era que de no haber sido por la casa familiar que Fatima había heredado en el pueblo, Pascal estaría viviendo en una caja de cartón en los Campos Elíseos. La soberbia de aquel hombre no tenía excusa. Pensándolo, Serge crispó la mano en el alféizar, jurándose hacer todo lo posible para impedir que llegara a ser el próximo alcalde de Fogas.