¡Eso sería si el maldito no le causaba antes un ataque de corazón!
Con un suspiro, Serge cogió su abrigo, resignado a ayudar a la mujer a poner las cadenas si quería que el correo llegara a sus destinatarios. Deslizó los brazos por las mangas y cuando surgieron sus manos, hinchadas y deformes, de repente tomó consciencia de la inapelable realidad de su edad. Probablemente no sería capaz de manipular los fríos eslabones de metal o de tensarlos lo bastante para conseguir un buen agarre.
Se quedó contemplando sus inservibles manos, con un desprecio aún más intenso contra Pascal, confrontado de improviso a su propia fragilidad.
Qué desperdicio era otorgar la salud a un hombre como ése. Era como ponerle testículos a una oveja.
El grito que sonó en el patio lo atrajo de nuevo hasta la ventana.
Era Bernard, con una gorra nueva y unos andares que él suponía seductores y con los que sólo lograba un marcado bamboleo del trasero. Serge lo observó mientras atravesaba el parking y se arrodillaba junto a la joven, apartándola a un lado con bienintencionada condescendencia.
Encogiéndose de hombros, la mujer cogió las otras cadenas y se desplazó al otro lado del coche. Al cabo de unos minutos volvió a aparecer con aire de satisfacción mientras Bernard intentaba por enésima vez cerrar el gancho del cable. El metal se le escapaba de las manos, dejando las cadenas enredadas al pie de la rueda. Sonriente, la mujer le hizo algún comentario que Serge no pudo oír pero que hizo ruborizar a Bernard, induciéndolo a tirar una vez más de las cadenas. Entre tanto, ella lanzó una ojeada al folleto y señaló los eslabones de metal dispuestos en perpendicular a media altura de la rueda.
Serge rio entre dientes mientras Bernard lanzaba una sonora maldición, advirtiendo su error. Enseguida desenganchó el cierre frontal que había ocasionado el problema y terminó en cuestión de minutos. Al arrancar, la cartera se despidió con la mano y después desapareció entre la ventisca. Bernard se quedó mirándola con cara de desconcierto, como si acabara de encontrarse con una extraterrestre.
—Idiotas y eunucos —murmuró Serge para sí mientras se quitaba el abrigo y se sentaba a trabajar, acercando la estufa de queroseno al escritorio. Sí, estaba rodeado de idiotas y eunucos. ¿Adónde irían a ir parar cuando una chica como aquella no podía ni siquiera confiar en los hombres para poner las cadenas a un coche? A ella tampoco parecía molestarle la cuestión, y eso era aún peor.
Se rascó las piernas con contrariedad, aquejado por el picor del eczema. Aunque el médico le había dicho que aquella última alteración de salud era una mera consecuencia de la edad, él estaba convencido de que era una manifestación física de la irritación que últimamente parecía acosarlo sin cesar, y siempre en algún punto que quedaba fuera de su alcance.
Con un gran esfuerzo de voluntad, paró de rascarse y se concentró en la pila de papeles que tenía delante. Miró por encima los primeros, entre los que se contaba una solicitud de Philippe Gay para transformar en casa rural unas dependencias de su propiedad. Había dos cartas del consejo general de la capital del departamento, Foix, en las que reclamaban su presencia en otras inútiles reuniones. La última retuvo, con todo, su atención y logró temperar su mal humor.
Era el informe oficial de inspección de monsieur Gaillard.
Serge recorrió el texto con la vista hasta posarla en la palabra que contaba, al final de la página: Desfavorable.
Murmuró la palabra como un encantamiento, saboreando el regusto que le dejaba en la lengua, como el
bouquet
de un Burdeos. Desfavorable. Se arrellanó en el sillón y cruzó los brazos encima del pecho, satisfecho, respirando hondo, embriagado con el poder que comportaba el papel que tenía ante sí.
Lo había conseguido. El hostal era prácticamente suyo. Bueno, de su cuñado, lo cual venía a ser lo mismo. Y su nombre no había aparecido para nada. Pascal, que siempre pecaba de ambicioso, se había apresurado a asumir la propuesta de la moción para comprar el hostal y, tal como había previsto, incapaz de prestar respaldo a algo tan turbio, Christian había presentado una contrapropuesta.
Serge rio en voz baja. Había corrido sus riesgos con Christian, pero había valido la pena. Su reacción había superado sus expectativas. El hecho de que se le hubiera ocurrido por sí solo la idea de la inspección le había evitado tener que intervenir y gracias a la capacidad de persuasión natural de Christian, se había podido permitir incluso el lujo de abstenerse en la votación.
Su nombre no constaba en ninguna parte.
De ese modo, cuando Jean-Louis comprara el hostal por un precio muchísimo más bajo al cabo de unos meses, nadie podría levantar un dedo y acusar al alcalde de corrupción.
Aparte de Bernard, claro.
El intempestivo rugido de un motor quebró el silencio y Serge corrió hacia la ventana para ver cómo Bernard salía del cobertizo dando marcha atrás con el tractor, provisto entonces con el accesorio quitanieves. En los dos días que estuvo conduciendo el vehículo municipal, el Ayuntamiento había recibido más quejas de las compañías de seguros que en los diez años previos. Había logrado la proeza de destruir una valla en la cerrada curva de La Rivière, aplastar los retrovisores de cuatro coches, estar a punto de atropellar el caniche de Monique Sentenac y, por fin, la más espectacular de todas, chocar por detrás contra el flamante 4x4 de Pascal.
Aquel hombre no traía más que complicaciones.
La gente, de todas formas, lo invitó a tomar más de una copa en el bar cuando corrió la noticia de la embestida contra el Range Rover de Pascal. Se lo tenía bien merecido por comprar esa porquería extranjera.
Una vez concluida sin percance la maniobra de retroceso, el tractor avanzó dando sacudidas y, antes de salir a la carretera, el quitanieves pasó rozando el poste de la verja. No estaba mal del todo; no había causado desperfectos en ninguno de los coches aparcados delante y el poste sólo tenía un arañazo. ¡Quizás es que era lento aprendiendo!
Aunque con el incidente del toro había faltado poco, muy poco, para que lo echara todo a perder, el condenado.
Lo único que Serge necesitaba era una distracción para mantener apartado a Christian de la reunión del Ayuntamiento. Sospechaba que el teniente de alcalde podía cambiar de parecer en lo del cierre del hostal y no se equivocaba, en vista de cómo había votado Josette. Menos mal que utilizó a aquella víbora de Fatima para impedir que se vieran la noche de la reunión, pues de lo contrario Josette podría haber aportado algún argumento más persuasivo.
Por eso habló con Bernard, para encomendarle una tarea sencilla, algo que obligara a Christian a ausentarse y neutralizara su capacidad para convencer a la gente. El estúpido
cantonnier
no se limitó, sin embargo, a abrir la puerta y dejar salir a
Sarko
, tal como sabía hacer muy bien. No, él tuvo que convertirse en blanco humano y enfurecer tanto al animal que éste subió enloquecido hasta el bosque.
Quizá debería haber tenido la sensatez de no mandar a un idiota a realizar aquello, reconoció Serge. Al fin y al cabo, con la relación que mantenía con Bernard desde hacía tantos años gracias a un leve parentesco por el lado de su esposa, sabía muy bien que aquel hombre era capaz de distraer hasta a un santo, y con más razón a un toro bravo. Incluso él mismo se sentía con ganas de embestir unos cuantos árboles si llegaba a pasar media hora con aquel imbécil.
Se rascó con aire ausente las piernas mientras se volvía a sentar. Las consecuencias habrían podido ser catastróficas; un animal que pesaba una tonelada corriendo desbocado por las montañas, echando espuma por la boca… no quería ni pensarlo. Aquello habría podido acarrear la ruina de Christian.
Para su sorpresa, Serge sintió un cosquilleo en los polvorientos recovecos de la conciencia. Como la llama de una vela que tratara de abrirse paso en la asfixiante oscuridad del pozo de una mina, vaciló un momento y luego se apagó.
Antes de que pudiera volverse a encender, el alcalde de Fogas sacó la pluma y se puso a redactar una carta: iría a entregarla ese mismo día junto con una copia del informe. Ahora ya no había vuelta atrás: el consejo municipal lo había votado y su palabra era definitiva. Además, al fin y al cabo aquella era la mejor opción para el municipio.
Después de estampar su rúbrica la dejó en la oficina de al lado, luego cogió el abrigo y se fue por la escalera. Mientras la secretaria, Céline, pasaba la carta a máquina, tenía tiempo para ir a ver a su mujer. Al ponerse el abrigo se preguntó cuánto tiempo les quedaría antes de que tuvieran que ingresarla en el hospital. Seguramente poco. El médico había declinado pronunciarse, aconsejando que se tomaran cada día tal y como se presentaba. Para él era muy fácil decir eso.
Con la perspectiva de un futuro tan desapacible como el tiempo, Serge salió a la calle y encogió instintivamente los hombros, no sólo para resguardarse del glacial frío sino también de las gélidas garras de la pena que habían comenzado a crisparse en torno a su corazón.
—
Vous voulez une chambre? Quelle date?… Allo?… Allo?
¡Vaya! —Paul emitió un exasperado bufido y colgó con violencia el teléfono.
—¿Te han colgado? —preguntó Lorna frente al ordenador.
Paul confirmó con la cabeza.
—¿Otra llamada publicitaria?
—Me parece que sí. Típico. ¡Estamos toda la mañana sin teléfono ni luz y en cuanto lo arreglan, el primero que llama es para intentar vender algo!
—¿Qué era esta vez?
—Faxes, creo. El problema es que hablan tan deprisa que no he podido entenderlo. ¡Si no oigo las palabras
chambre
o
restaurant
, me pierdo!
Lorna rio manifestando su apoyo. Desde que se habían instalado en Francia, responder al teléfono había pasado de ser una anodina actividad cotidiana a una ruleta rusa. O bien se trataba de un potencial cliente o de una llamada publicitaria, cosa que resultaba difícil de diferenciar escuchando un torrente de frases. Con su limitada comprensión del francés, aquello podía tener consecuencias negativas para la marcha del negocio.
Paul había adoptado la estrategia de formular él las preguntas con la intención de precisar qué querían, y le estaba dando cierto resultado. Hasta el momento habían logrado realizar varias reservas para la apertura de la temporada de caza en marzo, pero lo que era más importante aún, estaban casi al completo para la fiesta de la noche de Año Nuevo, al cabo de dos semanas.
Su técnica, sin embargo, ponía furiosos a los vendedores. Lorna se imaginaba la frustración del pobre diablo que intentaba vender desde París un fax a un extranjero que no paraba de preguntarle si quería una habitación con un tremendo acento. No le extrañaba que le colgasen.
—Más adelante será más fácil —trató de tranquilizarlo mientras se sentaba a su lado en la mesa del comedor donde estaban pasando cuentas—. ¡No como con todo esto!
Paul apartó los extractos bancarios y las facturas. Habían pasado toda la tarde examinando su situación financiera y no habían clarificado mucho las cosas. O más bien, habían llegado a una conclusión demasiado clara: se hallaban a una peligrosa distancia del borde del abismo.
En su condición de nuevos propietarios habían registrado el hostal en la Cámara de Comercio y ahora les exigían pagar las astronómicas cargas de Seguridad Social con que se gravaban en Francia todos los pequeños negocios. Para pagar el primer trimestre tenían que disponer de casi mil euros a finales de enero, antes de que el negocio hubiera comenzado a rendir algo.
A ello se sumaban las facturas del contable, los seguros y el gasoil de calefacción y la comida que habían encargado para el restaurante para Año Nuevo. Basándose en las reservas que tenían, podrían resistir hasta febrero sin tener que recurrir al dinero que habían dejado en su banco de Inglaterra. Además, con la bajada de la libra con respecto al euro, su cojín amortiguador de ocho mil libras ya no era tan sustancioso como cuando habían llegado.
Habían sufrido un considerable sobresalto cuando habían llamado a varios constructores para presupuestar las obras del tejado. El más económico costaba treinta mil euros, mucho más de lo que habían previsto. Y luego decían que Francia era más barata…
Paul recogió los papeles desparramados en la mesa y los guardó en la carpeta. El tejado nuevo tendría que esperar hasta que hubieran ganado lo suficiente para pagarlo o para pedir un préstamo. En cuanto al depósito y a la caldera, el plazo tendría que ser más largo. La situación era demasiado incierta, sobre todo con la recesión de que tanto se hablaba.
—¿Es la cartera? —preguntó Lorna al oír un coche que se paraba fuera.
—Creía que ya había pasado…
Paul se levantó a tiempo para ver un pequeño coche plateado que se alejaba dejando con las cadenas una multitud de surcos entrecruzados en la nieve. Salió temblando de frío a abrir el buzón. Efectivamente, había una carta dentro. Una carta sin sello.
Después de sacudirse la nieve, volvió a entrar y se dispuso a abrir el sobre mientras Lorna acababa de despejar la mesa.
Era del Ayuntamiento, otra vez. Aquello era más que una carta, sin embargo. Parecía que tenía adjuntado una especie de documento oficial.
—Creo que es el informe de la inspección.
—¿Sí? Serán buenas noticias, espero.
Concentrado en leer la carta, Paul no contestó. Cuando llegó al final, tenía la cara blanca como el papel.
—¿Qué pasa? —preguntó Lorna atemorizada—. ¿Necesitas el diccionario de francés?
—No… No es necesario. Está perfectamente claro —dijo Paul mientras dejaba la carta en la mesa y se aferraba al respaldo de la silla buscando apoyo—. Tenemos que cerrar —susurró—. El alcalde nos cierra el hostal.
A
Stephanie le daba igual si no volvía a dar otra clase de yoga en toda su vida. Había tenido suficiente con pasar cinco días rodeada de señoras mayores enfundadas en conjuntos de lycra aplicadas en efectuar diversas contorsiones de lo más artificial. Aparte, se le había antojado una eternidad el tiempo en que había permanecido alejada de Chloé y de las montañas.
Volvió a dar un buen tirón a las cadenas, sintiendo que los músculos de la espalda se le resentían a causa del esfuerzo y el frío. Una vez hubo comprobado que habían quedado bien tensas, se desplazó a la otra rueda y repitió la operación antes de subirse a la furgoneta.