Dos años más y podría abrir el negocio. Hasta entonces necesitaba el trabajo en el hostal para salir adelante y por eso aquella inspección iba a tener una gran repercusión en sus planes. Por desgracia, no podría estar presente para ver cómo se desarrollaba.
A raíz de la llamada urgente que había recibido el sábado del centro de yoga de Toulouse para el que trabajaba de vez en cuando, había aceptado dar una tanda de clases de cinco días, que se iniciaba precisamente el lunes, para sustituir a un profesor enfermo de gripe. Había dudado un poco, pero necesitaba dinero. Además, si las cosas salían mal en el hostal aquel día, necesitaría aceptar toda oferta de trabajo que pudieran ofrecerle del centro de yoga en un futuro.
Stephanie reparó en el petirrojo que aterrizó con un leve resbalón en la mesa que tenía reservada para los pájaros en el jardín. Viéndolo picar en vano las semillas heladas y las migas de pan solidificadas, la invadió un sentimiento de impotencia.
Así se sentía ella en relación a aquel embrollo del hostal: impotente, y también desconcertada por la participación de Christian en todo aquello. Como había estado ausente todo el fin de semana, porque había llevado a su madre a ver a su hermana en Perpiñán, no había tenido ocasión de hablar con él.
Quizá se estaba preocupando por nada. Después de todo, no era propio de Christian involucrarse en asuntos turbios. Aun así, obedeciendo a un impulso instintivo de protegerlo, había evitado decirle a Annie que el nombre de Christian aparecía en la carta oficial cuando ésta fue a verla el viernes por la noche, pues preveía la reacción desaprobatoria de la anciana. Él siempre se había portado bien con ella y con Chloé desde que habían llegado a la zona.
Al darse cuenta de que perdía el tiempo, el petirrojo renunció a tratar de obtener allí su desayuno y alzó el vuelo. Stephanie lo siguió con la mirada y después dio media vuelta y se puso a dar voces para meter prisa a Chloé, movida por el repentino deseo de iniciar las actividades del día. Hasta que no volviese de dar las clases de yoga, le sería imposible hacer nada con respecto al hostal.
Enjuagó la taza, la puso a escurrir y, después de cerciorarse de que tenía todo lo que necesitaba para la semana, volvió a llamar a Chloé. La respuesta fue un aluvión de ruidosos pasos en las escaleras, acompañado de los golpes de la cartera que Chloé arrastraba con una mano mientras trataba de recogerse el pelo con la otra.
Para alguien que pasaba tanto tiempo soñando con ser trapecista, tenía un andar muy pesado, se dijo Stephanie mientras cogía las llaves del coche y hacía salir a Chloé delante de ella.
Cuando la furgoneta de Stephanie pasó por delante de la granja de Annie Estaque, ésta ya había ordeñado las vacas y dejado en la carretera los bidones de leche que Christian bajaría hasta el área de descanso de la carretera principal. No es que tardase mucho tiempo en ordeñar con el poco ganado que tenía ahora, pero de todas maneras resultaba duro en una mañana como aquella en que los dedos se pegaban, entumecidos, al metal de la máquina de ordeñar y el aliento formaba nubes visibles delante de su cara y del hocico de las vacas.
Tras verter los restos de la cena del día anterior en un par de escudillas, abrió la puerta que daba al patio, donde aguardaban pacientemente el desayuno sus dos perros pastores de raza pirenaica. Mientras comían, acarició con cariño a los animales, aunque estaba distraída observando la furgoneta azul que descendía por las curvas en dirección al valle.
Después de que Stephanie fuese a verla el viernes por la noche y la pusiera al corriente de lo que sucedía en el hostal, Annie tomó la resolución de hacer algo que había dejado de hacer mucho tiempo atrás: implicarse en asuntos ajenos. Durante treinta y cinco años, había mantenido la cabeza gacha y se había limitado a ocuparse de la explotación familiar, evitando las fiestas mayores, el mercado semanal de St. Girons y todo acontecimiento donde pudieran concentrarse a chismorrear sus vecinos. Treinta y cinco años atrás, ella había sido el blanco de todas las habladurías, y sabía muy bien lo que era que la gente se pusiera a cuchichear cuando uno daba media vuelta, o incluso en la propia cara.
Ahora había decidido ayudar en todo lo que pudiera a aquellos forasteros del hostal. Aunque no sabía nada de ellos, tenía el convencimiento de que estaba mal lo que les hacían. Además, aquel malnacido de Papon era el que movía los hilos. Eso sólo bastaba para inducirla a la acción, eso y el hecho de que Stephanie y Chloé iban a verse directamente afectadas por el resultado de la inspección que se iba a realizar ese día.
La furgoneta desapareció por una curva y Annie regresó con paso decidido a la casa, tosiendo contra la manga. Esbozó una sonrisa, imaginando que Véronique la reprendía por su vulgaridad. Lo que ésta no comprendía era que Annie había cultivado a propósito aquella basta fachada años atrás a fin de disuadir a cualquiera que quisiera acercarse a ella. Ahora se había transformado en puro hábito.
En su dormitorio de arriba, Annie se quitó la gastada rebeca que usaba para ordeñar y optó por un jersey de forro polar que Véronique le había regalado por Navidad y que aún no había estrenado. Después sustituyó los pantalones manchados con excrementos de vaca por otros limpios, de pana, y a continuación sacó del armario el grueso abrigo de invierno y le dio un breve cepillado. Con un trapo que cogió en la cocina, limpió por encima el estiércol de las botas y las dejó junto a la puerta. Luego encendió el fuego para tenerlo preparado a su regreso.
Por fin, considerando que estaba lista para irse, Annie se sentó a la gran mesa de madera que dominaba la cocina, picada y desgastada por el uso de varias generaciones, y se puso a hacer la lista de la compra. No necesitaba mucho, sólo algunas cosas en previsión de las cuatro noches que Chloé se iba a quedar con ella. La perspectiva de tener consigo a la pequeña la llenaba de entusiasmo.
Una vez terminada la lista, consultó la hora. Era demasiado temprano para marcharse ya. La inspección no era hasta las doce. Si calculaba bien el tiempo, podría estar en la tienda mientras la efectuaban y después pasar por el hostal justo cuando hubieran terminado. A partir de allí decidiría qué iba a hacer a continuación.
Permaneció sentada mirando pasar los minutos en el viejo reloj de pared del rincón y dejó vagar el pensamiento a la época en que las cosas habían sido distintas, antes de que se quedara embarazada de Véronique. Automáticamente, crispó los puños en desafiante actitud.
La gente de aquel municipio le había hecho la vida imposible sólo porque había cometido un error. Ahora no pensaba quedarse cruzada de brazos viendo como hacían lo mismo a otras personas.
Abajo en el valle, La Rivière seguía envuelta en una niebla tras cuyo denso velo el sol apareció sólo como una vaga promesa. La escarcha se había instalado por todas partes, resaltando cada rama con sus recios cristales blancos, dibujando formas en los vidrios y transformando el río en una imprecisa franja que se intuía apenas a través de las arremolinadas nubes de vapor que de él brotaban.
Paul encendió la máquina de café y después de darle un preventivo golpe en un lado fue a abrir la puerta. Al otro lado de la carretera vio a Stephanie en la vieja furgoneta azul, que pese a que conducía con cautela, coleó un poco al doblar la curva.
Placas de hielo. Eso atrasaría un poco a los de la inspección, pensó.
—¿Una taza de té? —Lorna, que había llegado con sigilo tras él, le rodeó el pecho con los brazos apoyando la cabeza entre sus hombros. Paul se volvió y le dio un beso en la cabeza.
—Encantado. ¿Has dormido bien?
Ella le dirigió una irónica mirada que, combinada con sus marcadas ojeras, hizo innecesaria la respuesta.
—Yo tampoco. Qué contento estaré cuando haya pasado esta inspección.
—Sí, también yo —convino Lorna, estrechándolo con fuerza—. Entonces podremos dedicarnos sólo a llevar el hostal.
Al final resultó que la única persona que pareció sufrir los efectos adversos del hielo para circular fue el alcalde. Eso fue cuando menos lo que dedujo Paul para explicar su retraso.
A las diez y media, Paul y Lorna comenzaban a desfallecer, después de haber pasado media hora esforzándose por dar conversación al oficial de la brigada de bomberos, monsieur Gaillard, a monsieur Chevalier del Departamento de Veterinaria, a monsieur Peloffi del misterioso DDE y a dos policías cuyos apellidos Paul no había alcanzado a retener porque estuvo demasiado concentrado observando sus armas. Por otra parte, había logrado aprovechar el tiempo para esclarecer por qué se incluía un veterinario en la inspección, ya que la cuestión lo había tenido intrigado todo el fin de semana. Monsieur Chevalier le explicó amablemente que entre sus atribuciones no sólo estaba velar por la salud de los animales, sino también por la higiene de los alimentos. Paul todavía trataba de hallar un sentido a la explicación cuando la puerta se abrió por fin.
—¡Buenos días! ¡Buenos días a todos!
Por fin el alcalde entró con aire despreocupado en el hostal, sin disculparse por el retraso, tendiendo los brazos para saludar a Lorna. Su presencia animó de inmediato el ambiente, pues los mismos hombres que antes conversaban con voces apagadas se pusieron a rivalizar para hacerle llegar sus expresiones de acogida.
Una vez liberada de su oloroso abrazo, Lorna lo observó circular, dispensando palmadas en la espalda y apretones de brazo, disfrutando del poder que le confería su cargo. Una vez que hubo saludado a todo el mundo y viendo que se producía un movimiento general para dar inicio al trámite, aprovechó para preguntarle dónde estaba el teniente de alcalde Dupuy.
—Ah, sí, monsieur Dupuy. —El alcalde se volvió hacia Lorna con una sonrisa de disculpa—. Por desgracia, madame Webster, está demasiado ocupado para asistir.
—¿Demasiado ocupado? Pero él… ha solicitado esta inspección —replicó Lorna, molesta porque el mismo hombre que les había impuesto aquel trastorno ni siquiera se presentara. Señaló con un gesto la carta en la que aparecía destacado en negrita el nombre del teniente de alcalde—. Tiene que estar aquí, ¿no?
El alcalde se limitó a darle una palmadita en la mano.
—No se preocupe por eso —dijo antes de volverse bruscamente hacia monsieur Gaillard—. ¿Empezamos?
Acto seguido se alejó, dejando a Lorna con la inconfundible sensación de que, con o sin barrera del idioma, aquel hombre acababa de tratarla con gran condescendencia. Observando al grupo que se encaminaba a la cocina, tuvo la impresión de que la mayoría de sus integrantes no se percatarían si ella, una simple mujer, se reunía con ellos en la cocina.
¡A la mierda! Cogió el cuaderno y se fue tras ellos. Acabó de afianzar su resolución el hecho de que Paul le dirigía frenéticos gestos para que acudiera, al parecer aterrorizado ante la perspectiva de que lo dejara solo con aquello.
Una vez en la cocina, monsieur Chevalier asumió la iniciativa. Siguiendo sus instrucciones, los demás abrieron armarios, examinaron productos de limpieza, comprobaron la calidad del aceite de la freidora y las temperaturas de las neveras y congeladores mientras él tomaba abundantes notas en un bloc. Mientras el grupo tocaba, rebuscaba, fisgaba e investigaba, Lorna y Paul permanecieron a un lado, con el sentimiento de que estaban diseccionando sus propias vidas.
—¡Jesús, sí que se lo toman en serio! —susurró Paul cuando monsieur Chevalier cogió una botella de aceite, la examinó al trasluz y se puso a escribir algo, mientras el alcalde observaba por encima de su hombro como un halcón, con rostro impasible.
—¿Y qué están buscando?
Lorna señaló con la cabeza a los dos policías, quienes mantenían una acalorada discusión en torno a su máquina de hacer pan, que uno de ellos había levantado para observar su interior.
—Quién sabe —musitó Paul con cara de desconcierto—. Pero no voy a decirles que paren. ¡Ya sabes que van armados!
Lorna intentó en vano reprimir la risa. Al oírla, los policías los miraron y el más joven se ruborizó un poco, de modo que se apresuró a volver a ensamblar el aparato con un despreocupado encogimiento de hombros.
—Es por mi mujer —explicó—. Quiere una y querría saber si el pan sale bueno.
—¡Bah! —intervino su compañero, para impedir que Lorna y Paul respondieran—. ¿Cómo va a estar tan bueno como el pan fresco de la panadería? ¡Son esas moderneces americanas que no valen nada!
—Pero es más práctico…
—¿Práctico? ¿Y crees que va a ser práctico cuando cierre la panadería?
—Nosotros no compramos el pan en la panadería. Lo cogemos en el supermercado.
—¡¿En el supermercado?! ¿Compras esa basura? Eso es lo malo de los jóvenes…
Volvieron a reanudar la discusión con más vehemencia aún. Aunque sólo captaban pedazos sueltos, Paul y Lorna estaban hipnotizados con su apasionamiento, sus gestos y lo alto que hablaban. Justo cuando Paul pensaba que iban a desenfundar las armas para zanjar el asunto, monsieur Chevalier indicó que habían terminado y todos volvieron a la sala principal, olvidándose al instante de la pelea a cuenta de la máquina del pan.
Después de la cocina, recorrieron metódicamente, de arriba abajo, el resto del hostal. Descolgaron e inspeccionaron los extintores, anotaron la capacidad de las habitaciones, probaron la alarma antiincendios y examinaron por encima la instalación eléctrica. Lorna, mientras tanto, concibió la sospecha de que algunos de los hombres habían acudido por mera curiosidad, ya que parecía que los únicos que sabían lo que había que hacer eran monsieur Gaillard y monsieur Chevalier.
Finalmente salieron al exterior para bajar al sótano, la última etapa de la visita. Paul abrió la puerta doble y ante ellos aparecieron la vieja caldera y el depósito de gasoil agujereado. La brusca inspiración de monsieur Gaillard resultó bien audible y por primera vez desde el inicio de la inspección, Lorna sintió el agobio de la preocupación. Al volverse para mirar a Paul, vio que se esfumaba el rastro de una sonrisa en la cara del alcalde. Sus ojos destacaban, relucientes, en la penumbra.
Estaba claro que había problemas. Paul tuvo que contestar una multitud de preguntas relacionadas con el sistema de calefacción que pusieron a prueba su dominio del francés y la paciencia de monsieur Gaillard, pero no pareció que sus respuestas mitigaran la expresión cada vez más ceñuda del bombero. Al cabo de un momento que se les antojó una eternidad, guardó el bolígrafo en el soporte de su bloc y declaró que habían terminado.