L'auberge. Un hostal en los Pirineos (25 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Bonjour!
¡Disculpen el retraso!

Stephanie entró como un torbellino de color por la puerta de atrás, que dejó cerrar por su propio impulso mientras depositaba sus bolsas en la mesa más próxima y se quitaba el abrigo.

—Soy Stephanie Morvan. Encantada de conocerla —se presentó, atravesando la sala para estrechar la mano de madame Dubois con tanta energía que a la inspectora se le soltaron unos cuantos mechones más del pasador.

Mientras ésta hacía lo posible para recolocar los rebeldes mechones, Stephanie dio un beso a Lorna.

—Va muy magggón, ¿no? Su gggopa, su gggopa. ¡Hasta tiene una augggeola magggón! —susurró en inglés.

Lorna contuvo un resoplido mientras Stephanie se volvía de cara a la inspectora.

—¿Qué, cómo va? —preguntó sonriente—. ¿Todo discurre sin inconveniente?

Madame Dubois señaló su bloc con desdén.

—¡Esto es de lo más irregular! —exclamó, dando un golpe con el bolígrafo.

—¿El qué?

—No tienen cualificaciones de relevancia.

—¡Bah! —Stephanie hizo ondular con elegancia la mano en el aire, produciendo un tintineo de pulseras—. ¡Cualificaciones! Hoy en día se les da demasiada importancia. ¿Usted cree que Scoffie, el emperador de los chef, tenía titulaciones? ¿O Taillevent, el creador de nuestra cocina nacional? ¡Quién se iba a atrever a pedirles unos inútiles papeles cuanto tenían tanto talento, tanta pasión!

Manifiestamente en su elemento, Stephanie evolucionaba en torno a la inspectora, agitando las manos con celeridad como si la estuviera hechizando.

—¿Desde cuándo permitimos los franceses que la mera noción de un pedazo de papel adquiera más importancia que el deseo? ¿Que la capacidad? ¡Bah! Nos estamos volviendo peores que nuestros vecinos anglosajones, con su afición a la precisión y a la conformidad. —Para entonces madame Dubois asentía ya con entusiasmo—. ¿Cree que a las personas que crearon esta magnífica república les pidieron qué cualificaciones tenían para liderar una revolución? —continuó despotricando Stephahie—. ¿O que los descubrimientos de Pasteur le vinieron dados porque tenía los diplomas adecuados? —Se paró de repente delante de la inspectora y elevó los brazos en el aire—. ¡La pasión! Eso es lo que los franceses sabemos que es importante, ¿no le parece, señora?

—Sí, sí. ¡Tiene razón!

—Y estas personas… —prosiguió Stephanie, volviéndose para abarcar con el gesto a Paul y a Lorna, que estaban hipnotizados por su representación—. Estas personas han venido desde Inglaterra para vivir aquí, en Francia, porque su pasión es llevar un hotel y un restaurante.

Rodeando a madame Dubois con un brazo, la condujo con ligereza hacia el vestíbulo y siguió hablando con un tono de voz normal.

—Bueno, después decidiremos qué conviene poner en ese papel en lo relativo a cualificaciones. Por ahora, continuemos con la inspección.

Se llevó hacia las escaleras a la inspectora, muy apaciguada ya, y al alejarse dirigió un guiño a Lorna, que las observaba con cara de desconcierto.

Con Stephanie al mando, la inspección se desarrolló a la perfección. Al cabo de menos de una hora habían medido y evaluado todos los dormitorios y se encontraban de nuevo abajo, reunidos en torno a una mesa disfrutando de un café y del
moelleux au chocolat
que Lorna había preparado esa mañana.

—¡Está muy bueno! —elogió madame Dubois, después de dar el último bocado al pastel, que saboreó cerrando los ojos, como si también aquello formara parte de la inspección—. ¡Y ahora —prosiguió con una sonrisa un tanto irónica— ha llegado el momento de ocuparnos de los papeles!

Cuando apoyó en la mesa el bloc, lleno de casillas con cruces, Lorna sintió que se le aceleraba el pulso.

—Tal como he indicado arriba, hay un par de cuestiones que resolver. Se tiene que cambiar la moqueta del pasillo y de la habitación Tres, la cama de la Cuatro y hay que volver a pintar las habitaciones Tres y Seis, que tienen manchas de goteras en el techo. Aparte, tiene que haber una lámpara por ocupante, con lo cual deberán añadir una más en las habitaciones Uno, Dos y Tres, y en la Dos y en la Cuatro faltan las cortinas. ¿De acuerdo?

Paul y Lorna realizaron un gesto afirmativo. Según el rápido cálculo que habían realizado arriba, creían poder reunir los mil euros que iba a costar aquello.

—Una vez que hayan efectuado esas mejoras, pónganse en contacto conmigo y volveré a visitarlos. A partir de ahí no veo motivos por los que no puedan obtener la homologación.

—¡Estupendo! —exclamó Stephanie.

Lorna se limitó a sonreír al tiempo que apretaba la mano de Paul bajo la mesa.

—Antes de que se entusiasmen demasiado, permítanme que les explique un poco más cómo funciona el sistema de homologación —los previno madame Dubois—. Un hotel debe disponer como mínimo de siete habitaciones para poder acceder a la clasificación por estrellas. Dado que ahora sólo tienen seis dormitorios para clientes, que es el mínimo exigido para la categoría de hotel, no les puedo otorgar ninguna estrella. —Miró a Paul y Lorna para cerciorarse de que la comprendían antes de continuar—. No obstante, una vez que hayan transformado el espacio del desván en vivienda para ustedes y añadido la séptima habitación, entonces podré concederles la clasificación de una estrella. Hasta entonces, serán tan sólo un
hôtel de tourisme
. ¿De acuerdo?

Paul y Lorna asintieron sin lamentar el no poder acceder a la estrella. Para ellos lo que contaba era conseguir la homologación.

—Con eso es suficiente para iniciar las gestiones para la solicitud de la subvención —dijo contenta Stephanie, expresando en voz alta lo que ellos pensaban.

—¿Van a solicitar una subvención? —inquirió madame Dubois mientras se disponía a redactar el informe de la inspección—. En ese caso tienen que darse prisa porque el plazo se acaba a finales de enero.

—¿A finales de enero?

—Sí, como la Unión Europea ha suspendido la financiación, sólo se tomarán en cuenta las solicitudes presentadas hasta esa fecha.

—¡Entonces será mejor que nos pongamos a pintar! —dijo Stephanie riendo, mientras madame Dubois guardaba el bolígrafo y recogía los papeles.

—Falta un último detalle y ya habremos acabado —apuntó la funcionaria, mirando por encima de las gafas a Lorna y a Paul—. Sólo necesito ver una copia de su certificado de seguridad.

En un solo instante, la chispa de esperanza que había ido cobrando fuerza a lo largo de los días anteriores se apagó de repente. Lorna se puso pálida mientras Stephanie lanzaba una queda maldición.

—¿Ocurre algo? —preguntó la inspectora al percibir el repentino cambio de humor.

—¿Necesitamos ese certificado para la homologación? —consultó Lorna, una vez hubo recobrado el habla.

—Sí, por supuesto. Todos los hoteles homologados por el departamento tienen que haber pasado la inspección.

Paul echó atrás el torso y Lorna abatió la cabeza.

—Es inútil —declaró con desánimo al tiempo que señalaba los papeles pulcramente apilados delante de la inspectora—. No podemos hacerlo.

Madame Dubois, que ya había superado hacía rato la irritación causada por su horrendo viaje, manifestó una genuina preocupación.

—¿Qué problema hay? —preguntó a Stephanie, que tabaleaba con cara de fastidio en la mesa.

—Bueno, primero no les aprobaron la inspección de seguridad y el alcalde los mandó cerrar. Como ahora no tienen entrada de dinero requieren la subvención para hacer las obras necesarias para volver a pasar la inspección, pero para obtener la subvención tienen que disponer de la homologación del departamento… —Separó los brazos con gesto de impotencia.

—…y no pueden conseguir la homologación si no tienen el certificado de seguridad contra incendios —concluyó la frase madame Dubois con tono comprensivo—. Es un círculo vicioso.

Stephanie emitió un suspiro de exasperación.

—¡Esto sólo pasa en Francia! —murmuró.

—Lo siento, créanme —lamentó madame Dubois mientras colocaba los papeles en el maletín—, pero yo no puedo hacer nada para ayudarlos. ¿No hay ninguna posibilidad de que puedan realizar las obras antes de finales de mes?

—¡Para eso se necesitaría un milagro! —contestó Paul con una sarcástica carcajada.

—¿Y el alcalde? ¿No puede revocar la orden de cierre?

—No han podido ponerse en contacto con él —explicó Stephanie—. Al final consiguieron que les dieran cita para verlo este jueves, pero no creo que vaya a cambiar de parecer.

—¿Por asuntos de política local? —inquirió en voz baja la inspectora.

Stephanie confirmó con la cabeza. Madame Dubois cerró el maletín en el regazo y permaneció quieta unos segundos, disgustada por la situación en que se encontraban aquellos hosteleros ingleses.

—Bueno —propuso, levantándose—, lo único que puedo recomendarles es que fijen una fecha para repetir ambas inspecciones para unos días antes de finales de mes. Así podrían presentar a tiempo los documentos para la subvención.

Levantó las manos para contener la reacción de Lorna, que se disponía a aducir que no valía la pena.

—Yo prepararé la homologación como si estuviera aprobada, de tal forma que ese día sólo tenga que firmar los papeles. Puede que mientras tanto ocurra algo. ¡Les deseo mucha suerte!

Todos se levantaron para estrechar la mano de la inspectora y agradecer sus esfuerzos.

—Espero volver a verles pronto —dijo madame Dubois antes de que la puerta se cerrara tras ella, dejándolos sumidos en un silencio cargado de decepción.

—Lo siento. Es culpa mía… —se lamentó Stephanie.

Lorna la tranquilizó con un abrazo.

—¡Ni se te ocurra decir eso! —exclamó—. Tú eres la única que ha intentado ayudarnos.

—Lorna tiene razón, Stephanie —apoyó Paul—. Has hecho todo lo que has podido y te estamos muy agradecidos.

—¿Y ahorrra qué vais a hasser? —preguntó mientras se ponía el abrigo y recogía sus bolsas.

Paul ladeó la cabeza con aire pensativo.

—Bueno, todavía nos queda una oportunidad. El jueves podemos pedirle al alcalde que anule la orden de cierre.

Lorna soltó un bufido.

—Vale la pena intentarlo. Si aceptara, podríamos volver a hablar con el director del banco para solicitar un préstamo. Si sabe que tenemos ingresos, tal vez cambie de idea.

—¿Y las obrrras? ¿Podéis hasseggglas antes de finales de enegggo? —preguntó Stephanie.

—Puede que sí.

Stephanie se encogió de hombros.

—Como la inspectoggga vestida de magggón, yo también os deseo mucha suegggte —añadió.

Luego les dio un abrazo a cada uno y se fue.

Lorna la miró bajar las escaleras antes de centrar la atención en Paul.

—¿Hablabas en serio? —inquirió—. ¿De verdad crees que tenemos alguna posibilidad?

Paul le rodeó los hombros con un brazo.

—Ni la más mínima —murmuró—. Es que no podía soportar ver tan deprimida a Stephanie.

—¿Vamos a ponerlo en venta, entonces? —preguntó con tristeza Lorna.

—No tenemos más remedio.

Le dio un beso en la coronilla y después se quedaron contemplando los pelados árboles y las desoladas montañas del otro lado del río, cuyos ásperos contornos resaltaba la última luz del sol. Los sueños que germinaron en el calor del verano se habían marchitado con la realidad del invierno, caviló Paul.

Madame Dubois dio un acelerón y cambió de marcha en la proximidad de la rotonda de Kerkabanac. La exasperación afectaba su manera de conducir, que tampoco era excelente en condiciones normales. Al mirar hacia la izquierda para comprobar que no venían coches, con el rabillo del ojo vio el cartel, un rústico rectángulo de madera de color verde y crema, que anunciaba con trabajada caligrafía:

Auberge des Deux Vallées - Hotel/Restaurante

Con una mueca, se apresuró a volver la cabeza y frenó con brusquedad delante de un motociclista. Dirigiéndole un gesto de disculpa, procuró concentrarse en la carretera.

Fue en vano, sin embargo. No paraba de pensar en el dilema que tenían que afrontar los ingleses y cada vez se sentía más indignada. Si el alcalde había decidido cerrar el establecimiento a la espera del certificado de seguridad, estaba en su derecho, por más injusto que pudiera parecer. Injusto o corrupto. Y además, si quería obstruirles toda posibilidad, podía hacer que la segunda inspección se demorase hasta después del plazo de solicitud de las subvenciones.

Realmente no tenían ninguna salida.

La inspectora sacudió la cabeza, repugnada con el comportamiento de su compatriota, y hundió de manera instintiva el pie en el acelerador. Pronto el río discurrió a toda velocidad a su lado y las rocas de la izquierda quedaron reducidas a una borrosa mancha mientras iban en aumento su enojo y una impotencia que no estaba acostumbrada a soportar. Para cuando las luces azules comenzaron a destellar en su retrovisor, había logrado alcanzar los cien kilómetros por hora, lo cual, según le explicó el agente una vez se hubo bajado del coche, constituía toda una proeza en aquel sinuoso desfiladero.

—Esta vez sólo la voy a amonestar —anunció el policía—, pero debería tener más cuidado.

—Lo lamento mucho, de verdad. —Madame Dubois hizo lo posible por adoptar un aire contrito, cosa que también fue todo un logro en vista de su estado de enfado—. Le prometo que no volverá a ocurrir, agente…

—Agente Gaillard.

El joven le sostuvo la puerta mientras se instalaba frente al volante y de repente percibió una semejanza de rasgos de familia.

—¿Agente Gaillard? ¿El hijo de Didier Gaillard?

—Me temo que sí —confirmó con una media sonrisa el joven, bajo el escrutinio de aquella conocida de su padre.

—Pues puede estar muy orgulloso de usted —contestó la mujer—. Dígale que Brigitte Dubois le manda recuerdos cuando lo vea.

Cerró la puerta y despacio, con sumo cuidado, salió del borde de la carretera y prosiguió el descenso. El policía la siguió a cierta distancia hasta St. Girons y en ningún momento se excedió en la velocidad. Al adelantarla en el cruce de Foix, se despidió con la mano.

Madame Dubois se había quedado muy pensativa. Tenía la mitad de la atención puesta en la carretera, mientras con la otra trazaba planes.

Didier Gaillard, claro. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Él era la persona que supervisaba todas las inspecciones relacionadas con la seguridad de incendios en el Ariège y tenía, por lo tanto, la potestad de convocar una inspección cuando lo considerase oportuno, al margen de posibles objeciones de la alcaldía.

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