—Por favor, te lo pido por favor —rogó Thérèse, abandonando su calmada actitud para aferrar el brazo de Annie con una fuerza insospechada en su menudo cuerpo—. Tienes que entenderlo. No podríamos… Yo no puedo tener hijos y nos hemos acabado conformando, pero si él se entera de que tú vas a tener un… un hijo suyo…
Como si se le hubieran atragantado aquellas últimas palabras, calló en seco, con actitud desconsolada. Después de respirar hondo, prosiguió con voz trémula, cargada de emoción.
—Eso es lo que siempre ha querido, un hijo. Me dejará si lo sabe, si se entera de que es el padre. Por favor, Annie, por favor. Hazlo por mí. —Abrió el cierre del bolso y sacó un sobre lleno de dinero—. Yo lo pagaré —anunció, cogiendo las manos de Annie para depositar en ellas el sobre—. Cógelo y ve a Inglaterra. Allí es legal. Nadie tiene por qué saberlo nunca.
Annie retiró las manos y tiró el sobre al suelo, retrocediendo aún más mientras Thérèse se venía abajo y perdía la compostura. Con las manos en la cara, se echó a llorar sin reserva, destrozada.
Annie contestó haciendo gala de una calma que no sentía. Antes había adoptado una súbita decisión sobre su vida que tan sólo momentos atrás no habría sido capaz de asumir.
—No voy a abortar —declaró con voz trémula—, pero te prometo que Serge nunca sabrá que tiene un hijo.
A continuación dio media vuelta y se fue corriendo a la casa. Thérèse se quedó sollozando de rodillas en el suelo, con los billetes de quinientos francos desparramados a su alrededor encima de la paja.
Esa noche Annie confesó su estado a sus padres. Horrorizados y decepcionados, aceptaron su versión de que había tenido una imprudente relación en la feria comarcal con un jornalero de fuera y no habían reclamado más detalles. Decidieron, de acuerdo con ella, que no podía quedarse y tener el hijo en Fogas. Al día siguiente se fue a casa de su prima, en las proximidades de Perpiñán, donde permaneció un año.
Fueron doce meses de amargo sufrimiento. Con el lastre de un embarazo difícil y la vergüenza que la acosaba sin tregua, se marchitó con el calor del verano mediterráneo igual que una flor silvestre pirenaica expuesta a pleno sol, anhelando regresar a la granja rodeada de los verdes pastos y las cimas que tan bien conocía.
Cuando por fin volvió a sus amadas montañas con su hija, sus padres la acogieron en casa, colmando de amor y atenciones a la pequeña. No obstante, fuera del marco de la familia, los rumores y habladurías le resultaron abrumadores. Dimitió de sus funciones de concejala y, rehuyendo asistir a cualquier evento social, se concentró en el trabajo. No volvió a participar en la trashumancia. Su padre, que nunca realizó ningún comentario sobre su negativa a integrarse en la vida del municipio, jamás llegó a entender hasta su muerte por qué odiaba tanto a Thérèse Papon, que estaba considerada una de las mujeres más bondadosas del pueblo.
En ese momento, sentada en aquel helado banco treinta y cinco años después, Annie tampoco acababa de comprenderlo. Nunca alcanzó a saber si la odiaba por haberla obligado a exiliarse o por haberla empujado a tomar una decisión, una decisión que tal vez no habría adoptado si ella no la hubiera puesto entre la espada y la pared.
Annie se levantó despacio, con las caderas y las rodillas agarrotadas, y siguió el camino que rodeaba el hospital en dirección a aparcamiento. Christian y Véronique debían de extrañarse de que tardara tanto. Y ni siquiera había pedido hora para el dentista. Bueno, ya lo haría en otro momento. Iría la semana siguiente. Quizás iría a visitar a Thérèse de paso. Al fin y al cabo, tenía algo que agradecerle: de no haber sido por ella, tal vez Véronique no habría llegado a nacer.
Annie sacudió la cabeza, asombrada por la complejidad de la vida humana, mientras se encaminaba al coche.
Si la vida humana era compleja, la vida de ultratumba tampoco parecía simple. Josette levantó la vista de las cuentas que llevaba una hora intentando clarificar cuando, después de bajarse de la nevera, Jacques se encaminó al bar, encogido y cabizbajo.
La había estado mortificando todo el día, merodeando con cara de pena, igual de enfurruñado que un adolescente en periodo difícil. Seguro que se iba a ir a instalar en el rincón de la chimenea.
Josette dejó el bolígrafo con exasperación. Proyectó el torso atrás para poder verlo por la puerta y su enojo se disipó al instante. Con la cabeza apoyada en las nudosas manos, soplaba hacia el fuego, del que arrancaba potentes llamaradas con cada exhalación. Así siguió unos minutos hasta que incluso aquello acabó por aburrirlo y se quedó sentado, contemplando con expresión huraña las llamas.
Ella sabía qué era lo que lo concomía. En vida siempre había estado implicado en los asuntos de la comunidad. Como concejal, él era la persona a la que todo el mundo recurría, ya fuera para reclamar su ayuda para cuestiones simples, como pedir un permiso, o para otras más complicadas como las disputas entre vecinos. Todos sabían que, fuera cual fuese el aprieto en que se hallaban, Jacques Servat haría lo posible para solucionarlo y, a menudo, lo lograba.
Entonces, no obstante, cuando el municipio parecía desmoronarse a su alrededor, se sentía impotente y Josette compartía su frustración.
Seis días después del temporal muchas casas carecían aún de electricidad, las líneas de teléfono seguían en el suelo y el suministro de agua no se había restablecido a todas las zonas. La oficina de correos estaba cerrada de manera indefinida a raíz del incendio. Los jubilados de la zona, muchos de los cuales no podían desplazarse en coche hasta Massat o Seix, tenían dificultades para cobrar la pensión, y las carreteras estaban en tan mal estado a causa de los árboles caídos y los desprendimientos de tierra, que el conductor del autobús escolar se negaba a hacer el trayecto hasta Fogas. El correo lo dejaban en el colmado, y en cuanto a la pobre Véronique, nadie sabía cuánto tiempo tardaría en poder volver a su apartamento ni se había tomado ninguna decisión sobre qué alojamiento se le iba a procurar mientras tanto.
El problema era que nadie parecía asumir el control. Los concejales andaban a la greña desde la agria sesión en la que se votó el cierre del hostal, Pascal Souquet era un incompetente absoluto y el alcalde siempre estaba ausente. Céline, la secretaria del Ayuntamiento, ya no sabía qué excusa dar y la gente empezaba a murmurar sobre su comportamiento, dando a entender que mantenía una relación con alguna mujer aprovechando que su esposa no estaba. Y en lo tocante a Christian Dupuy…
Josette sospechaba que, por más que la irritación de Jacques derivara de su propia incapacidad, también influía en ella la decepción que sentía por aquel hombre en quien había cifrado tantas esperanzas. En su condición de teniente de alcalde, Christian debería haber tenido una posición más activa, pero parecía haberse eclipsado, como si la manipulación de que había sido objeto en el asunto del hostal hubiera suscitado su cautela. Era reacio a ayudar a los Webster porque sospechaba que ellos habían soltado ex profeso a
Sarko
, y hasta se planteaba dimitir de su cargo en la próxima reunión. Claro que no se sabía cuándo se iba a celebrar… Estaba prevista para el día siguiente, pero el alcalde la había anulado sin dar explicación alguna.
Josette apoyó la cabeza en las manos.
A grandes rasgos, el municipio de Fogas estaba sumido en el caos.
Monique Sentenac fue la primera en pronunciar la palabra «karma». El viento que arrasó los valles en Nochevieja tenía sin lugar a dudas algo que ver con la ira de Dios y además era cierto que el hostal había sido uno de los pocos edificios que no se habían visto afectados por él. Aun cuando Josette no suscribiera aquella teoría de la venganza bíblica y no esperara que se abatiese ninguna plaga de langosta sobre Fogas, sí percibía que en el sórdido asunto relacionado con el hostal parecía hallarse la raíz de muchas de las complicaciones a las que debía hacer frente el municipio.
Reconociendo que ya no iba a hacer gran cosa más, cerró el libro de cuentas. Mientras lo guardaba, oyó el resoplido de un fatigado motor. Era Christian, que aparcaba fuera. Lanzó una ojeada a Jacques, que se había levantado ipso facto y miraba por la ventana con expresión ceñuda en lugar de lucir la acogedora sonrisa que siempre reservaba a Christian.
Josette sabía lo que pensaba. El futuro de la comunidad dependía de aquel fornido agricultor. Pero ¿cómo iban a convencerlo para se volviera a implicar más?
La puerta emitió su indiscreto sonido de pedo mientras Christian y Annie entraban en la tienda seguidos de Véronique, que cojeaba apoyada en las muletas.
—¡Bienvenida a casa! —exclamó Josette, saliendo de detrás del mostrador para dispensarle un efusivo abrazo—. ¿Cómo te encuentras?
—Un poco cansada… —respondió con una irónica sonrisa—, ¡con todo el ajetreo de la salida del hospital!
—Pues ya sabes dónde tienes tu habitación, si quieres ir a acostarte.
—Bueno, pensaba ir a echar un vistazo a… la oficina de correos… a mi piso.
Josette consultó con la mirada a Christian, que sacudía vigorosamente la cabeza detrás de Véronique. Incluso después de seis días, la visión del hueco que antes había ocupado el edificio, con las vigas carbonizadas que despuntaban entre los escombros, resultaba espeluznante. Para Véronique, que aún no había visto nada, sería algo traumático.
—¿Estás segura de que quieres verlo?
Véronique asintió sin vacilar, avanzando la barbilla en un gesto de desafío.
—Sí, muy segura. Quiero verlo por mí misma.
—Entonces te acompañaré —se ofreció Christian, abriéndole la puerta.
Annie y Josette los observaron mientras se alejaban por la callejuela hacia lo que antes fue la oficina de correos, avanzando despacio a causa de las muletas de Véronique.
—No creo que sea una buena idea —confió Josette a Annie—. Sólo servirá para angustiarla más.
Annie sacudió la cabeza para manifestar su desacuerdo.
—Enalgúnmomentotendrrráqueverrrlo —señaló, antes de añadir con su habitual sentido de la mesura—: ¡Menudasorrrprrreshhhashhevaallevarrr!
—¿Qué es eso?
Josette acababa de reparar en el paquete que Annie había dejado en el mostrador.
—EshhunrrregalodeChrristian. ParraVérronique. Mirrra.
Josette retiró el papel y observó con ojos desorbitados de asombro la estatua rota.
—Pero ¿qué diantre…? —Miró un instante a Annie, que lucía una gran sonrisa, antes de volver a posar la vista en la santa gótica—. Es… es…
—¡Horrrorrroshhho!
Josette se apresuró a recubrirla de nuevo con el envoltorio para ocultarla.
—¡Sí, desde luego!
—¿Lollevoashhhuhabitación?
—¡Sí! —aceptó enseguida Josette—. Será lo mejor.
—¡Ashhhínoashhhustarrráshhhaloshhhclientes!
Sin dejar de reír, Annie cogió la estatua de santa Germaine y se dirigió a las escaleras situadas al fondo. A Josette sólo le quedó tiempo para percatarse de la repentina presencia de Jacques junto a la nevera antes de que entrara por la puerta monsieur Webster.
—
Bonjour!
—saludó con una radiante sonrisa.
—
Bonjour, monsieur
. ¿Cómo está hoy?
—Bien, muy bien —respondió, dejando unas barras de pan en el mostrador. Añadió un paquete de galletas y leche antes de pedir un
saucisson
.
—¿Y cómo va el hostal? ¿Hay alguna novedad? —preguntó Josette mientras envolvía el embutido.
La sonrisa de Paul se ensanchó más aún.
—Sí. Hay buenas noticias. Puede que recibamos una ayuda, una ayuda en dinero, del gobierno.
—¿Subvenciones? ¿Han pedido una subvención? —Josette advirtió que Jacques aplaudía con entusiasmo—. ¡Qué buena idea!
—Sí. Una subvención. Fue idea de Stephanie. Sin ella… —Paul se encogió de hombros, sin necesidad de concluir la frase.
Jacques, que escuchaba con suma atención, asintió con la cabeza al oír mencionar a Stephanie. Por fin había alguien que intentaba hacer algo.
—¡Estamos cruzando los dedos! —explicó realizando el correspondiente gesto—. El martes va a haber una inspección. ¡A ver si va bien!
—Que tengan suerte. Ya nos contará cómo ha ido.
Paul cogió la compra y se dispuso a salir. Josette estaba distraída mirando a Jacques, en cuyo rostro había aparecido la primera expresión de alegría desde hacía días, y por eso no vio lo que sucedió a continuación. De repente sonó un estruendo y la campanilla que había permanecido en la puerta durante décadas se desprendió, pasando a escasos centímetros de la cabeza de Paul. Se quedó hecha añicos en el suelo.
—¡Dios santo! ¿Está bien? —se interesó Josette mientras Paul miraba con sorpresa los pedazos de plástico desparramados en el suelo.
—Sí, perfectamente. ¡Aunque me parece que ésta no tiene arreglo! —anunció con aire sombrío, señalando los restos.
A juzgar por el rostro ceñudo de Jacques, él también había llegado a la misma conclusión y no le hacía ninguna gracia. Josette, por su parte, estaba muy contenta de que la campanilla hubiera sonado por última vez. Por fin podría instalar una nueva sin preocuparse de si con ello hería el orgullo de Jacques.
Entró en el bar a buscar una escoba. Cuando salió, Paul ya había empezado a recoger los pedazos más grandes. En cuestión de minutos dejaron el suelo limpio.
—Gracias por ayudarme —dijo Josette cuando Paul volvió a tomar la bolsa con la compra.
—Bah, no ha sido nada. Aunque quizá pueda ayudarla más…
Josette lo miró, sin comprender.
—Yo tengo una… cómo se llama… una cosa como ésta. —Señaló el montoncillo de plástico, pues no encontraba la palabra en francés.
—¿Un timbre?
—¡Sí! Yo tengo un timbre. Pero más moderno, sin cables. Yo no lo necesito y lo pongo en la puerta, si quiere.
Moderno. Esa era la única palabra que Josette deseaba oír.
Sin hacer caso de la mala cara de Jacques, que detestaba los cambios, se apresuró a aceptar.
—¡Ay, sí! Sería estupendo. Gracias.
—De acuerdo —zanjó Paul, al que se le veía muy contento de poder serle útil—. Después de la inspección. ¿El jueves próximo, entonces? ¿Por la tarde irá bien?
—¡Perfecto! Hasta el jueves pues.
Paul se despidió con un formal apretón de manos antes de irse y Josette tuvo que reprimir la sonrisa que le inspiró su típica reserva inglesa. Era un hombre encantador y no se merecía la manera en que lo estaban tratando en el municipio. Josette sintió que se acentuaba su sentimiento de culpa por su participación en todo aquello.