L'auberge. Un hostal en los Pirineos (2 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Christian Dupuy cogió las llaves del coche del estante y salió. La voz de su madre lo siguió a través de la puerta y del patio, y hasta le dio la impresión de que rebotaba desde los blancos picos que dominaban el horizonte.

—Ese hombre es un granuja, Christian, mira bien lo que te digo. ¡Sea lo que sea lo que trama, más te vale quedarte al margen! —lo amonestó al tiempo que agitaba el trapo de cocina frente a las dos gallinas que intentaban colarse al interior de la casa.

—Sí, mamá —murmuró Christian mientras introducía su corpachón en el Panda 4x4.

«Debería comprarme un coche más grande», pensó, doblando las rodillas bajo el volante. De todas las maneras, tal como se presentaban las ganancias del campo, era poco probable que pudiera hacerlo ese año.

—Tiene toda la razón —apoyó su padre desde el cobertizo donde estaba enredando con un viejo tractor, rodeado de gran cantidad de piezas.

Christian lo miró mientras colocaba otra más encima de una abultada pila, previendo que esa noche su padre se acostaría asegurando haber reparado la máquina, pero sin que el volumen de las piezas descartadas hubiera disminuido.

—Aunque ya que vas a bajar al pueblo, ¿podrías comprar un extintor?

Enarcando una ceja, Christian miró a su madre, que colocó los brazos en jarras en actitud de desafío.

—Tuve otro accidente, sí. Al menos me di cuenta a tiempo.

Christian sonrió con resignación y arrancó el motor. Por desgracia, últimamente tenía cada vez más la sensación de que en su relación con sus padres, él era el padre y ellos los hijos. La incapacidad de su madre para cocinar una comida sin prender fuego era un auténtico incordio, y el hecho de que su padre supiera más sobre política de extrema izquierda que sobre agricultura no resultaba precisamente muy útil para la gestión diaria de la granja. ¡Y todavía se extrañaban de que siguiera soltero a los cuarenta años!

Lanzando un nuevo suspiro, puso la marcha y se alejó por la carretera de La Rivière, planteándose si debía obrar en contra de sus convicciones políticas y adquirir acciones de la empresa que fabricaba los extintores que continuamente tenía que comprar. ¡Al paso que iba su madre, le reportarían más beneficios que la granja!

Atravesó la localidad de Picarets con la vista posada sobre la magnífica panorámica que ante él se desplegaba. Las casitas se abrazaban a la ladera con el majestuoso telón de fondo de las montañas más altas, las auténticas cumbres pirenaicas que se perfilaban en el horizonte. Por más veces que circulara por esa carretera, nunca se cansaba de contemplar aquel paisaje. No obstante, cuando el coche dio la espalda a las montañas para introducirse en los bosques que conducían al fondo del valle, se concentró en Serge Papon.

¿Qué demonios debía de pasarle para exigirle que lo dejara todo para ir al colmado?

Josette acababa de servir su segundo pastís al alcalde cuando la puerta de la tienda se abrió, acompañada por un sonido semejante a un eructo ahogado que provenía del viejo timbre situado sobre la puerta. Se estaba volviendo cada vez más imprevisible, y alternaba entre un repertorio de groseros ruidos o la ausencia total de sonido. Aunque sabía que había llegado el momento de cambiarlo, Josette había postergado la medida por motivos sentimentales, influida también por el hecho de que ya no podía pedirle a Jacques que se ocupara de ello.


Bonjour
—saludó Christian cuando apareció en el umbral del bar. Dio un abrazo a Josette, que al ser mucho más baja que él quedó momentáneamente colgada en el aire.

—Ya era hora —murmuró el alcalde, con un mal genio que no había conseguido disipar el pastís ya consumido.

Sin hacerle caso, Christian agarró de las manos a Josette, observando con atención su cara.

—¿Cómo estás?

—Bien… bien… —logró articular ella mientras lanzaba una ojeada a Jacques, quien desde el rincón de la chimenea lucía una franca sonrisa inducida por la llegada de Christian, el hijo que nunca había tenido—. Algunos días mejor que otros.

Christian asintió con la cabeza.

—Bueno, si necesitas ayuda en lo que sea, no tienes más que decírmelo.

—Claro —mintió ella, al tiempo que retiraba las manos para volver a la tienda, temiendo verse abrumada ante tanta consideración.

Véronique se había instalado cómodamente en un taburete frente al mostrador de la tienda, resuelta a no marcharse justo cuando las cosas se ponían interesantes. No obstante, al ver entrar a Josette se apresuró a levantarse.

—Ven a sentarte, Josette —dijo señalando el asiento—. Ya llevaré yo las bebidas al bar. Pareces derrotada.

Josette sonrió porque sabía que, aun siendo casi genuino, el ofrecimiento de Véronique también estaba motivado por su insaciable deseo de mantenerse al corriente de cuanto sucedía en Fogas. De todas maneras se sentó, se quitó las gafas y se masajeó las sienes, reconociendo que estaba cansada. Quizá se debiera a la aprensión por los conflictos que amenazaban el municipio. En cualquier caso, en ese momento se sentía como si a la carga de sus sesenta y siete años le hubieran sumado unos cuantos más.

—¿Dónde está Fatima? —preguntó al percatarse de su ausencia.

Véronique señaló la ventana con una mueca de ironía.

—Preparando a su marido para la próxima reunión, como siempre.

Fatima había, en efecto, arrinconado a Pascal contra el tablón de anuncios del Ayuntamiento, al final del callejón que conducía a la oficina de correos. Fuera de la vista del bar, gesticulaba con frenesí machacando instrucciones. Él, por su parte, tenía la expresión de estar ejercitando hasta el máximo sus facultades mentales, entre el esfuerzo por memorizar cuanto decía su esposa y el intento de esquivar la gran cantidad de mierda de perro que, desparramada por el suelo, amenazaba el impecable lustre de sus zapatos.

Una vez concluida su arenga, Fatima retrocedió, liberando a Pascal del infierno canino. Tras efectuar una última comprobación de su aspecto en la ventanilla de su coche, éste se alisó el pelo y se encaminó al bar, optando por entrar directamente por la puerta de delante sin pasar por el colmado.

Josette rio para sus adentros. Pobre Pascal; todavía evitaba la tienda si podía. Nunca había gozado de las simpatías de Jacques, quien nunca se había molestado en disimular su desprecio. Para éste, Pascal Souquet representaba lo peor de los propietarios de segundas residencias de la zona, que reivindicaban un estatus de lugareños porque sus padres habían nacido allí y de niños habían pasado todas las vacaciones de verano en la comarca. Si bien aquello no era un problema en sí, la mayoría de las personas que se instalaban en las casas que habían heredado tenían una postura conservadora y no querían que nada cambiara en el municipio, reacias a aceptar que, para los jóvenes, el cambio era esencial, ya que si no el municipio no podría mantenerlos.

Por eso, cuando Pascal resultó elegido como teniente de alcalde valiéndose del apoyo de la red de propietarios de segundas residencias, Jacques se quedó consternado. Su inquietud se apaciguó un poco con el nombramiento de Christian Dupuy para el otro cargo de teniente de alcalde, que suponía un contrapeso frente a la egoísta ambición de Pascal y su esposa y las eternas intrigas políticas del alcalde. Aquello no había disipado, con todo, el temor con que Jacques contemplaba el futuro del municipio.

Mientras veía a Fatima colocándose en el interior de su coche a fin de poder ver cuanto sucedía en el bar, Josette se preguntó si los temores de Jacques tenían algún fundamento.

ϒ

—¡Llegas tarde! —gruñó Serge cuando Pascal entró en el bar y le rozó levemente los dedos con aquella clase de afeminado apretón de manos que tanto detestaba. De no haber tenido las suyas tan consumidas por la artritis, le habría estrujado tanto que su ostentoso anillo de sello le habría dejado una perenne marca en la piel.

Sin sospechar los sombríos pensamientos que albergaba el alcalde, Pascal se volvió hacia Christian para dispensarle el mismo blando saludo. Luego tomó una silla y, tras limpiar cuidadosamente el asiento, se instaló en ella y cruzó con desenvoltura una pierna encima de otra, dejando bien visibles sus inmaculados pantalones.

Serge notó que se encendía de cólera. Tener que solucionar el asunto del hostal ya era un fastidio, pero haber de aguantar a diario a aquel presuntuoso petimetre resultaba insoportable. Con la mano crispada en torno al vaso de pastís intentó calmarse, respirando profundamente por la nariz tal como le había visto hacer a su mujer cuando practicaba yoga.

«Lo bueno hacia dentro, lo malo hacia fuera. Lo bueno hacia dentro, lo malo hacia fuera. Lo bueno hacia dentro…»

—¿Serge? ¿Estás bien?

Christian le hablaba con cierta cara de preocupación. Mucho más apaciguado, volvió a centrar la conciencia en el bar y en la cuestión por la que estaban reunidos.

—Sí, eh, bien, hummm. —El alcalde carraspeó y apuró el pastís, reclamando a un tiempo la atención de Véronique—. Pastís, cerveza y un kir —pidió sin dar margen a objeciones por parte de los otros dos, decidido a no seguir bebiendo solo.

»Tenemos un problema, un tremendo problema —anunció, yendo directo al grano, con la seguridad de haber captado la atención de Pascal y Christian—. Han vendido el hostal a una gente de fuera.

Observando a su público, Serge dedujo al instante que Christian oía por primera vez la noticia. Pascal, en cambio, había recibido instrucciones de la comadreja de su mujer, que había estado antes en la tienda con Josette y Véronique. Bueno, tanto mejor. Christian, que era el más difícil de manejar, se encontraba en desventaja al no haber previsto lo que se avecinaba. Serge se sintió con ello más confiado de poder llegar a una solución.

—Pero yo pensaba que lo iba a comprar tu cuñado —señaló Christian, visiblemente desconcertado por la complacida sonrisa de Pascal.

—También yo —gruñó Serge—. ¡También yo! Pero Loubet, así se pudra, sin más ni más vendió el hostal a un extranjero; sin pensar en las repercusiones que eso puede tener en el municipio.

—¿Repercusiones? —inquirió Christian, apartándose para dejar que Véronique sirviera las bebidas. Procurando no reparar en sus formas cuando se inclinó sobre la mesa, posó la mirada en el alcalde. Al ver que se había acentuado la sonrisita de suficiencia en la cara de Pascal, supo que se había dado cuenta, el muy maldito.

Christian se rascó la cabeza para disimular su azoramiento y decidió de golpe que debía salir más a menudo. Si empezaba a desear nada menos que a Véronique Estaque, con sus aires de santurrona y su mal gusto en el vestir, era que se encontraba en una situación desesperada.

—De nada —dijo con sarcasmo Véronique al alejarse, incrementando la confusión de Christian hasta que éste cayó en la cuenta de que se refería a la falta de gratitud por haberles servido las bebidas y no a su intempestiva lascivia.

Serge reanudó la conversación sin hacerle el menor caso a Véronique, tal como hacía con todas las mujeres.

—Sí, repercusión en el municipio. La venta del hostal a unos extranjeros causará un profundo impacto en Fogas.

—¿En qué sentido?

—El restaurante quebrará —intervino Pascal con la actitud de quien se dirige a un niño retrasado—, y entonces la buena gente de la zona no tendrá ningún sitio donde ir a comer.

Arrellanándose en su asiento, Serge tomó en consideración el argumento. De modo que Pascal había recibido instrucciones de Fatima; se notaba que sabía qué estrategia iba a adoptar el alcalde y quería que su marido se situara en la misma vía. Había que preguntarse, sin embargo, por qué lo hacía, y se prometió postergar para más tarde el análisis de aquella cuestión, para cuando su esposa estuviera roncando a su lado y el dolor en las manos le impidiera dormir. Por el momento debía mantenerse bien concentrado para conducir el asunto hacia el desenlace que se proponía.

—Pero ¿por qué es tan evidente que el restaurante va a quebrar sólo porque sean extranjeros? —planteó Christian.

—Porque —contestó Pascal con su particular estilo de arrogancia— los nuevos propietarios son ¡ingleses!

Christian miró a Pascal y después al alcalde, y a continuación cogió la cerveza.

—¡Mierda! —exclamó—. Eso sí que es un problema.

Serge se acercó el vaso a los labios para ocultar su sonrisa de satisfacción. Aquello iba a ser más fácil de lo previsto.

Al cabo de varias horas y muchos pastís, Josette cerró la puerta del bar detrás del alcalde y sus lugartenientes y se dispuso a recogerlo todo. A través del cristal veía las parpadeantes luces del municipio de Sarrat, cual brillantes puntitos de civilización posados en la ladera de la montaña. Delante del bar, en cambio, la carretera de La Rivière desaparecía engullida por la noche y la imponente mole del Cap de Bouirex. Josette sólo alcanzaba a distinguir la silueta del hostal destacada en el extremo del pueblo, más allá del radio de acción de la última farola.

De manera que en la alcaldía iban a tomar medidas. Según Véronique, el alcalde había convocado una reunión extraordinaria del consistorio del municipio de Fogas para la tarde del día siguiente en el Ayuntamiento. Tenía preparado un plan, pero Josette no estaba segura de si sería beneficioso para el municipio.

Con un suspiro, echó los cerrojos de la puerta, cerciorándose de que quedaban bien ajustados tanto arriba como abajo. De improviso Jacques apareció a su lado y se puso a mirar la carretera que conducía al hostal.

—Pues sí —le dijo Josette—, ya está otra vez con sus triquiñuelas.

Sin responder, Jacques siguió con la vista fija en el hostal.

—Aunque ahora al menos tenemos a Christian como teniente de alcalde y eso servirá para que no se desmanden demasiado las cosas. —Al oír mencionar a Christian, él asintió con la cabeza—. Bueno, me voy a dormir. Estoy muy cansada. ¿Te veré mañana?

Jacques se volvió hacia ella y Josette supo que trataba de decirle algo. Sonrió para disimular su frustración. Qué difícil era aquello; si perderlo había sido duro, haberlo recuperado en aquellas condiciones resultaba casi peor.

Se fue hasta el fondo del bar y comenzó a subir las escaleras que conducían a aquella cama doble vacía que en el transcurso de los últimos seis meses parecía haberse vuelto más grande.

Abajo, en la penumbra del bar, Jacques se mantenía en vela ante la ventana, escudriñando la noche y la inminencia de complicaciones.

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