L
a pila de leña estaba tibia. Aquél debía de ser el único lugar cálido, directamente expuesto a los escasos rayos de sol que lograban superar la cima de la colina situada frente al hostal a mediados de noviembre. Estaba satisfecha, a recaudo de miradas. El olor de la leña le causaba un picor en la nariz y aunque había detectado el zumbido de una abeja superviviente, no se movió. Estaba aprovechando al máximo aquella imprevista tregua de calor.
—
Tomate. ¡Tomate!
El animal agitó las orejas, pero mantuvo los ojos cerrados.
—
Tomate
, la comida.
Abrió un ojo, que fue como una verde ranura brillante de sol, destacada sobre el pelo negro y blanco.
—Venga,
Tomate
, que si no llegaré tarde a la escuela.
Chloé Morvan dejó con rabia la cartera en el suelo y se encaminó al montón de leña agitando la bolsa de comida. Sabía dónde estaba la gata: siempre se colocaba en el mismo sitio y siempre se hacía la remolona. Alargando su corto brazo hacia lo alto de la pila de leña, Chloé introdujo la mano en una pequeña oquedad formada entre dos recios troncos y notó el cálido contacto de la pelambre.
—Es la hora de la comida —dijo, acariciando el único retazo de gata que alcanzaba con los dedos.
Después de retirar el brazo abrió la bolsa y sirvió pienso para gato en el cuenco que había en el suelo. Como siempre, el ruido que éste produjo al chocar contra el metal suscitó una reacción en
Tomate
. Primero sacó una pata, luego la otra, hasta que salió estirándose de su escondite y con un bostezo mostró la rosada lengua que se curvaba contra el paladar. La gata contempló el mundo con una mirada de burlona indecisión, como si dudara de que fuera el mismo que había dejado atrás al cerrar los ojos aquella mañana; después posó la vista en Chloé y dio rienda suelta al ronroneo.
—¿Estás seguro de que tenemos algún derecho a hacer eso? —preguntó Lorna Webster sin despegar ni un instante la mirada de la carretera.
Le habría bastado desviarla un momento hacia Paul para marearse. Una vez más, pensó si era muy atinado que una persona tan propensa al mareo como ella se trasladase a vivir a los Pirineos franceses.
—Parece que el de la inmobiliaria no ve ninguna pega, así que no veo por qué no —respondió Paul—. Además —añadió riendo—, de todas maneras es casi nuestro ya. ¡Sólo faltan tres semanas!
Lorna sonrió a pesar de las náuseas. Aquello era una locura, no se podía calificar de otro modo: una locura de principio a fin. Entonces, con la misma facilidad con que se habían congregado, las burbujas de la risa se evaporaron en su interior, sustituidas por el miedo; ese mismo miedo que le impedía conciliar el sueño desde hacía una semana. A medida que pasaban los días iba cobrando conciencia de la magnitud de las decisiones que habían tomado: cambios de moneda, pólizas de seguros, cuentas bancarias, agencias inmobiliarias, abogados, empresas de mudanza, documentos legales, casi todo en francés, una lengua que ninguno de los dos dominaba. ¿Qué estaban haciendo? No, había que decirlo sin tapujos: ¿qué coño estaban haciendo?
—¿Estás bien? ¿Voy demasiado deprisa?
Lorna negó con la cabeza y tragó saliva para liberarse del desagradable sabor que le había subido por la garganta junto con la marea de ansiedad. Paul le apretó la mano.
—Ya falta poco —aseguró mientras doblaba otra curva.
La angosta carretera flanqueada de árboles discurría entre el flanco de la montaña por la derecha y la empinada margen del río a la izquierda. Manteniendo la vista hacia el frente, Lorna se preguntó cómo se podía saber dónde se encontraba uno en aquella carretera. Desde el comienzo de la sinuosa subida desde St. Girons todo se veía igual, con la panorámica limitada a las laderas de las montañas que la rodeaban. Se agarró al borde del asiento, aquejada por otro acceso de náuseas, y luego el coche franqueó la última curva, que los propulsó de la penumbra del bosque al valle inundado de luz que se ensanchaba ante ellos. Y allí estaba, con las viejas piedras destellantes bajo el sol de noviembre, como un gigantesco reflector.
El hostal.
Y si mal no se equivocaba Lorna, alguien brincaba y daba volteretas en el jardín, en compañía de una gata.
Un coche no pasa de ser un coche se encuentre uno en la postura en que se encuentre. En condiciones normales, Chloé ni se habría inmutado al ver uno, pero la repentina llegada de un vehículo por el camino de entrada del hostal justo cuando estaba colgada boca abajo le produjo un sobresalto que la hizo aterrizar de espaldas con un buen porrazo a escasos centímetros de
Tomate
. Se quedó tumbada, pestañeando a toda velocidad mientras trataba de comprender qué hacía allí postrada, absorbiendo el frío de la tierra en los huesos.
—
Oh my God, are you OK? Can you move? Have you broken anything?
[1]
Chloé centró la mirada en la cara inclinada encima de ella. Una mujer, más o menos de la edad de su madre, con el pelo muy liso, como a ella le habría gustado tener, esa clase de pelo que no se rebelaba y no había que domar cada mañana antes de ir a la escuela, le preguntaba algo pero ella no comprendía en absoluto. Seguro que se había golpeado la cabeza y al caer se le había quedado fuera de lugar algo, porque la mujer movía los labios y producía sonidos, pero ella no les encontraba ningún sentido. Sacudió la cabeza tratando de devolver todo a su sitio y como le dio mareo, renunció y siguió tumbada en la hierba.
Lo bueno de aquello era que ya no tendría que ir a la escuela. Lo malo, que su madre se podría hecha una fiera.
—
Is she OK?
—Apareció un hombre por encima de ella.
—
I don't know. Her eyes are open but she hasn't spoken. We'd better call an ambulance
.
—
What's the French for «hurt»?
[2]
Chloé lanzó un suspiro de mártir, aceptando que el universo había sufrido un cambio permanente. Ya no podía comunicarse con el mundo. Al menos todavía le quedaba la posibilidad de convertirse en trapecista y pasar volando sobre las multitudes enfundada en un maillot morado, con el pelo muy liso flotando tras ella mientras se balanceaba a un palmo de la abombada lona de la gran carpa, enardecida por las exclamaciones del público…
—¿Estás… bien? ¿Te has… hecho… daño?
Al sentir el contacto de la mano del hombre en la frente, Chloé recobró de repente la capacidad de comprensión.
—¿Estás… bien? —repitió el hombre de una manera que le recordó a Gérard Lourde, el de la clase especial de la escuela, donde los maestros hablaban muy despacio utilizando palabras cortas.
—Sí… me… parece… que sí —respondió Chloé, haciendo lo posible para ayudar a salir airoso al hombre.
Entonces él sonrió y dijo algo a la mujer, que también le dirigió una sonrisa. Luego le pasó las manos bajo los brazos y la levantó con cuidado. Aunque sentía que el horizonte se movía un poco, aquello no era nada para una futura trapecista.
Tomate
había vuelto a aparecer, recuperado del susto de haber estado a punto de quedar aplastado por Chloé, y daba vueltas en torno a sus piernas, deseoso de reanudar el juego de persecución acrobática en la hierba. La mujer se bajó para acariciarle la cabeza, suscitando un potente ronroneo.
—¿Es… tu… gato?—preguntó.
—Vive… aquí —explicó Chloé.
—¿Aquí? —dijo, sorprendida, la mujer—. ¿En el hostal?
Chloé asintió con la cabeza.
—¿Nombre? —preguntó la mujer sonriendo a Chloé.
—Chloé.
Entonces la mujer se inclinó y se puso a hacerle cosquillas a
Tomate
en el punto exacto que lo incitaba a revolcarse en el suelo como un perro.
—Hola Chloé… Hola Chloé —dijo mientras le acariciaba la barriga.
Chloé volvió a suspirar. Aquellos dos eran realmente «especiales».
—No —corrigió con un asomo de exasperación—. Yo soy Chloé… ¡Ella es…
Tomate
!
La mujer por fin inclinó la cabeza indicando que comprendía mientras el hombre se disponía a estrechar la mano de Chloé.
—Hola, Chloé. Yo… llamo… Paul —se presentó sonriendo.
Ella le devolvió la sonrisa, aunque estaba más acostumbrada a que le besaran en la mejilla a que le dieran la mano.
—Mi… esposa. Ella… llama… Lorna —continuó, señalando a la nueva amiga de
Tomate
.
Chloé se planteaba si podrían llegar muy lejos con aquella conversación cuando sonó un chirrido de frenos gastados y la baqueteada furgoneta de su madre, que antes perteneció al cuerpo de policía, se detuvo con una sacudida al final de la carretera que subía a Picarets. Mamá se bajó de un salto, dejando el motor en marcha, y después de atravesar corriendo la carretera principal, recorrió la corta distancia que la separaba de la valla del hostal con sus gruesas trenzas pelirrojas al viento.
—Vamos, Chloé, que si no llegarás tarde a la escuela… —gritó.
De repente calló al ver que Chloé no estaba sola.
—Ah, hola —saludó, acercándose a los tres—. Disculpen.
No debí gritar. Ustedes deben de ser los nuevos propietarios. Espero que Chloé no los haya molestado; sólo viene a dar de comer a la gata a mediodía. No les importará, ¿verdad? Claude, de la inmobiliaria, dijo que pasarían, pero creí que ella ya se habría ido antes…
Chloé miró a Paul y a Lorna mientras su madre abría una pausa. Tenían la cara crispada, con la misma expresión que ya había observado en la cara de mamá cuando intentaba echarle una mano con los deberes de matemáticas. Estaba claro que necesitaban ayuda.
—Mira, mamá, tienes que hablar más despacio, ¿eh? Ellos son «especiales» —explicó.
—¿Qué quieres decir con eso de «especiales»?
—No sé. Como Gérard Lourde, de la escuela —respondió, encogiéndose de hombros.
La madre soltó una carcajada y le acarició el pelo.
—No son «especiales», cariño. ¡Son ingleses!
Chloé no veía muy bien dónde estaba la diferencia, pero como Paul y Lorna habían captado la palabra «ingleses» y asentían vigorosamente, tal vez su madre no andaba desencaminada.
—Hola, soy Stephanie, la madre de Chloé —dijo, tendiendo la mano—.
It's… nice… to… meet… you
.
Al oír aquellas palabras en inglés Lorna sonrió, más relajada, y todos se presentaron. Después Paul se puso a explicar a su madre algo con muchos gestos y su titubeante francés, hasta que Chloé se dio cuenta de repente de que hablaba de ella.
—¡No! —exclamó, obligándolo a callar—. No… no hay necesidad de preocupar a mamá. Me he caído solamente —añadió, atrayendo hacia sí la atención de su madre.
Así neutralizó las tentativas de Paul de seguir exponiendo el asunto. Todavía trazaba círculos en el aire con el dedo para dar una idea de la importancia de la caída.
—¿Te has caído? —preguntó Stephanie con seriedad—. ¿Es eso? ¿Sólo ha sido una caída? ¿No estabas…?
—No, mamá, ¿vale? No estaba. Yo no… Yo no haría… Sólo me he caído mientras perseguía a
Tomate
.
Stephanie la miró a los ojos, tratando de dilucidar si mentía.
—Ya sabes lo que pienso de esos saltos mortales, Chloé. No quiero que hagas eso, ¿entiendes?
Chloé asintió, aunque no lo entendía. Aquello era lo único en lo que se mostraba estricta su madre, la única cosa en la que no estaban de acuerdo. Por eso, aplicando la lógica adquirida durante los nueve años que llevaba en el planeta, Chloé se limitaba a realizar sus cabriolas donde no la viera ella, en los jardines de los vecinos, los campos de Christian y el patio del hostal. ¿Cómo, si no, iba a hacer que se cumplieran sus sueños?
Satisfecha con lo que fuera que percibió en las honduras de la mirada de su hija, Stephanie alargó la mano y la atrajo hacia sí, y por un momento Chloé quedó inundada de olor a incienso, champú y tierra. Cuando se asomó debajo del brazo de su madre, vio que Paul había cesado en sus gesticulaciones y Lorna le sonreía.
—¿Te has golpeado la cabeza? —preguntó la madre, soltándola por fin.
Chloé asintió y a través de la tupida cabellera de negros rizos se tocó el punto donde ya se estaba formando un prominente chichón.
—¿Te duele?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Lo bastante para no tener que volver a la escuela… —aventuró, probando suerte.
Stephanie puso los brazos en jarras y sonrió, sacudiendo la cabeza con fingido aire de desesperación.
—Bueno. No irás a la escuela, pero me podrás ayudar a transplantar unos brotes, ¿de acuerdo? Ahora ve a buscar tus cosas y dejemos en paz a estas personas.
Chloé se volvió para ocultar su cara de alborozo y se alejó, seguida de la gata. Cuando se agachaba para recoger la cartera, Lorna se acercó a ella.
—Mucho… gusto… en… conocerte… Chloé —le dijo—. Y… no… decir… a mamá…
Trazó un círculo con la mano antes de llevarse un dedo a los labios, guiñándole un ojo.
Chloé se echó a reír, contenta de contar con una cómplice. Luego, con la mochila colgada, dijo adiós a Paul y se encaminó tras su madre a la furgoneta.
Una tarde sin escuela. No era como una vida entera sin escuela, pero era mejor que nada.
—Parecen muy agradables —comentó Paul mientras la furgoneta realizaba una cerrada curva para emprender el ascenso a Picarets y Chloé los saludaba desde adentro.
—Encantadoras —convino Lorna, que también agitó la mano hasta que la furgoneta desapareció, dejando un fuerte olor a gases de combustión tras de sí.
Entonces bajó el brazo y encogió los hombros, consciente del frío de la tarde, con la sensación de que Chloé y Stephanie se habían llevado consigo la calidez del sol. Por un momento, mientras trataban de comunicarse con Stephanie con el artificioso inglés de ella y el rudimentario francés de ellos, Lorna vislumbró cómo podían integrarse en aquella comunidad. Ahora volvía a sentirse como una forastera. ¿Cómo era posible que su francés fuera tan malo? ¿Por qué les costaba tanto construir hasta las frases más sencillas, frases que no les habrían planteado ningún problema en las clases de francés a las que asistieron en Manchester? Era frustrante, y Lorna sospechaba además que la cosa no iba a mejorar en un futuro próximo.
—Venga —dijo Paul, apoyando un brazo en su hombro para encararla hacia el hostal—. Vamos a inspeccionar nuestro nuevo hogar. Yo cogeré las linternas, tú lleva la libreta y ya veremos si la gata se decide a acompañarnos.