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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

Lazarillo Z (3 page)

BOOK: Lazarillo Z
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—Ven conmigo.

Algo en su tono me hizo obedecer, y así ambos nos fuimos hasta el mesón donde ella trabajaba. Me dejó en la puerta y entró. La esperé, aunque tardó en salir, y cuando lo hizo iba acompañada de un viejo ciego. Ella me cogió por los hombros y me acercó hacia el desconocido, quien paseó su mano huesuda por mi cara, como si sus dedos pudieran dibujar en su mente los rasgos que no veían sus ojos. Me eché hacia atrás instintivamente: el tacto de aquel hombre, cuyos dedos parecían garras de rapaz, me repelía, pero mi madre me sujetó e impidió que me alejara.

—Es un buen muchacho, os lo juro —insistía mi madre—. Su padre cayó muerto luchando contra los moros y yo no puedo mantenerlo. Cuidad de él y no os defraudará.

Y, acercándose al oído del ciego, murmuró algo que sólo oí a medias:

—Lleváoslo de aquí, por favor… hoy mismo.

El hombre asintió sin hacer preguntas. Su mano buscó mi diestra y la apretó con fuerza. Por primera vez le oí la voz. Era nítida, armoniosa, mucho más suave que el tacto de sus manos.

—Sabed, señora, que lo recibo no como mozo, sino como hijo. Me ocuparé de él como si llevara mi sangre.

La despedida de mi madre fue breve. Tanto que apenas me acuerdo. Lo que no he podido olvidar es su figura, de espaldas, alejándose de mí. Ya entonces, a pesar de mi corta edad, me embargó un profundo sentimiento de compasión: la mujer caminaba arrastrando los pies, con la cabeza gacha, envuelta en una nube de polvo, como el condenado que sube la escalera hacia el cadalso. Intuí que nunca volvería a verla y los ojos se me llenaron de lágrimas.

El ciego, mi nuevo amo, pareció notar mi desazón y tiró de mí en dirección contraria.

—Vamos —me dijo.

Yo me dejé llevar y juntos iniciamos el camino.

¿Cómo era el viejo ciego que se ha convertido en el más célebre de mis amos? La imagen que ha quedado de él es la de un anciano avaro y cruel, y a la vez sagaz y buscavidas. No está muy alejada de la verdad, debo admitirlo, y resulta difícil plasmar todo lo que aquel hombre me enseñó, aunque su forma de hacerlo rozara a veces el más puro sadismo. Si partí con él siendo un crío que moqueaba al despedirse de su madre, una semana después me había convertido en un rapaz malicioso, aún torpe, sí, pero libre ya de aquella inocencia que rige la infancia. También, y eso jamás podré agradecérselo lo bastante, fue el primero que me advirtió del peligro. A él le debo, pues, haber sobrevivido al horror.

Ese primer día, apenas una hora después de conocernos, me dio la primera lección. Fue una de tantas, pero os la relataré para que comprendáis mejor su carácter. Salíamos ya de Salamanca; yo intentaba habituarme a notar su mano entre las mías mientras dejaba atrás los paisajes que habían constituido mi segundo hogar. Nunca he sido muy llorón, pero notaba un nudo en la garganta y mis pasos eran cortos, como si intentaran demorar la partida. Por fin llegamos al puente y a esa especie de toro de piedra que se halla a la entrada. El ciego me soltó y, con aquel tono sedoso que le caracterizaba (y que, pronto adiviné, solía ser el preludio de bromas macabras), me dijo:

—Lázaro, acerca el oído a ese toro y oirás un gran ruido dentro.

Yo ni lo dudé: ¿por qué iba a hacerlo? Fui hasta el toro y apoyé la oreja contra la piedra. En cuanto notó que le había obedecido, el ciego levantó la mano en el aire y me propinó un golpe recio que estampó mi cabeza contra la dura estatua. El dolor fue tan intenso como inesperado, y lo que dijo a continuación sirvió para incrementar tanto el daño como la vergüenza.

—Necio… ¡Aprende que el mozo de un ciego ha de ser más listo que el propio diablo!

Y se echó a reír. Sus carcajadas tenían poco que ver con su melodiosa voz: salían de lo más profundo de su alma rancia y sonaban como crujidos de huesos. Aturdido, no supe qué decir, y proseguimos nuestro camino: él riendo cada vez que se acordaba de mi ingenuidad; yo magullado y cabizbajo, sintiéndome más perdido y solo que nunca. Aunque os parezca extraño, era la primera vez que alguien me hacía daño, y mucho, deliberadamente y sin más razón que el deseo de herir. Creo que mi odio hacia él nació en ese mismo instante, pero asimismo mentiría si negara que el sentimiento no iba acompañado de cierto respeto. «Despierta, Lázaro», me dije al tiempo que contemplaba el camino, llano y polvoriento, que se extendía ante mí. En ese momento no se veía ni un alma, el sol caía a plomo sobre mi dolorida frente, y el único ser que tenía cerca seguía burlándose de mi desgracia. Me mordí los labios para contener las lágrimas.

—¿Por qué te paras? —preguntó el ciego.

No respondí. Le tomé de la mano y, con sutileza, abandoné el sendero y seguí avanzando campo a través, entre piedras y zarzales, y aunque cada vez que el ciego tropezaba o se arañaba las piernas con un matorral me soltaba un pescozón o me dirigía un insulto, yo me sentí feliz: al menos se le habían quitado las ganas de reír.

La admiración, entreverada con odio, marcó desde siempre mi relación con el ciego. Cabe decir que en su oficio era un lince: sabía de memoria más de un centenar de oraciones y las recitaba con aquella voz profunda y plena de matices que resonaba en las paredes de las iglesias. Cuando rezaba, su rostro se mostraba apacible, sereno, como si la plegaria inundara su alma de paz: parecía, en definitiva, comunicarse directamente con el Altísimo. Pero ésa no era su principal fuente de ingresos, a pesar de que pedíamos en las puertas de las iglesias una vez finalizado el servicio religioso. El ciego, digámoslo ya, vivía de las mujeres. O, mejor dicho, de su credulidad. Era el viejo un experto en hierbas y encantamientos: conocía pócimas para las que no se preñaban, para las que se preñaban demasiado, para las que no atraían a sus maridos y para las que los atraían más de lo que sus cuerpos podían soportar. Dondequiera que íbamos corría la voz entre las mozas y las no tan mozas, y todas acudían a verle a escondidas: las feas para ser guapas, las guapas para ser listas, y las guapas y listas para ser ricas. Ricas había pocas y no frecuentaban nuestros caminos, así que no sabría decir para qué podían quererle… Excepto en una ocasión en que una dama, ya de avanzada edad y con el rostro protegido por un velo, requirió sus servicios. La había precedido su criada, una vieja arrugada y huraña que abordó al ciego en la puerta de la posada donde parábamos y le advirtió que su señora le buscaría aquella noche para algo importante: debíamos estar junto a la puerta del cementerio al atardecer y no hacerla esperar. El ciego, que olía el dinero a la legua, puso cara de santo y asintió. Así pues, aquella tarde, a la hora señalada, él y yo nos plantamos en la puerta del pequeño camposanto y aguardamos a que llegara la desconocida dama. El sol se ocultaba ya detrás de las nubes cuando llegaron señora y criada. La dama me miró y pidió al ciego que se deshiciera de mí por un rato, algo que el viejo hizo al instante. Yo fingí largarme pero me aposté detrás de un árbol: la curiosidad ha sido uno de mis mayores pecados y, a la vez, una de mis más provechosas virtudes.

En cuanto creyó que estaban solos la dama descubrió su rostro; no tenía más sentido esconderlo delante de un viejo ciego. No era bella, pero sí distinguida, y aunque en sus rasgos se leía el dolor, también dejaban claro que esa pena era interna y no provocada por el hambre o la necesidad física. Sin decir su nombre pasó a narrar su historia, que yo escuché con fruición ya que intuía que sería distinta de las habituales cuitas amorosas que solíamos oír. Y lo fue. Con la voz firme pero triste la señora contó que Dios le había proporcionado una vida cómoda: nacida en una buena casa, había contraído matrimonio con un caballero que había resultado ser el más amable y fiel de los maridos, a lo que ella había correspondido con la devoción propia de una esposa cristiana. Una única sombra había empañado su felicidad. Dios, que tan generoso se había mostrado en otras cosas, se empeñaba en negarles su mayor deseo: un descendiente. Su amor no daba frutos, y ni los rezos ni los ungüentos lograban alterar ese hecho. Por fin, ya resignados, habían optado por rendirse a la voluntad divina que, por alguna razón, parecía decidida a no hacerles ese regalo. ¡Cuál no sería su sorpresa, prosiguió la mujer, y su cara se embelleció por un momento al contarlo, cuando doce años atrás, ya perdida toda esperanza, supo que estaba encinta! Rezó durante los nueve meses, acompañada por su marido, para que lo que llevaba en las entrañas fuera un varón entero y sano. Y sus súplicas fueron oídas: a su debido tiempo dio a luz a un niño, rollizo y saludable, que a partir de ese momento se convirtió en el orgullo de sus vidas. Digno hijo de sus padres, obediente, estudioso y honesto, el muchacho creció fuerte y sin más problemas que los propios de los niños. A mi pesar sentí una punzada de nostalgia aunque en su extremo más afilado también la envenenaban los celos. ¿Por qué mi vida, que debía haber empezado a la par que la de ese niño, había sido tan distinta? Seguro que a él no le habían dolido los pies, ni le habían golpeado, ni había visto a su padre preso y a su madre hundida. Tan absorto estaba en compadecerme que perdí el hilo de la historia, y cuando volví a concentrarme en ella fue porque la mujer había perdido la compostura y lloraba a lágrima viva. Me maldije por mi distracción, aunque, en resumen, conseguí hacerme una idea de lo que había sucedido: hacía apenas unos meses una extraña y súbita enfermedad había postrado en cama a ese hijo tan deseado y tras una breve e intensa agonía había acabado con su vida.

El ciego había escuchado el relato sin intervenir, aunque yo sabía sin verla que en su cara se leía un profundo interés. Falso, por supuesto: le conocía lo bastante para saber que en ese momento, tras aquella máscara de bondad y compasión, su mente pergeñaba cómo sacar provecho de la situación. La dama se recobró, y entró entonces en la parte más sobrecogedora de su historia. Bajó la voz, así que apenas pude oírla, pero como no consiguió controlarla del todo, logré entender que, según ella, algo perturbaba la paz de su hijo muerto: juró y perjuró que no era una madre loca, que a pesar de la honda tristeza había aceptado su desgracia como una prueba de Dios, y que incluso había llegado a agradecer a Nuestro Señor los once años de absoluta dicha.

—Pero algo sucede… —Y su tono se elevó, desesperado, suplicante y altivo a la vez—. El sacerdote finge no creerme, pero sé que en el fondo duda. Algunas noches las tumbas —y señaló hacia el interior del cementerio— aparecen abiertas, hay huellas en la tierra… Y alguien entra en los aposentos de mi hijo: alguien que no se deja ver, que revuelve sus cuadernos y sus cosas, que deshace levemente su cama, que irrumpe en mi estancia cerrada y me besa mientras duermo… Sois ciego, y como muchos de ellos tenéis la habilidad de saber sin ver: creedme, yo sé que mi hijo se acerca a mí en mitad del sueño y pide mi ayuda. Yo sé que mi hijo no descansa en paz. ¡Y esto me está matando!

El ciego asintió; en ese instante volvió su rostro hacia donde yo estaba, y mostraba en él una gran consternación, tan marcada que hasta yo la tomé por cierta.

—Me han dicho… Sé que en otras ocasiones habéis hablado con los muertos. ¡No! —exclamó la dama cuando él fue a interrumpirla—. ¡No me vengáis con herejías ni miedos a quienes se otorgan el papel de únicos interlocutores con el otro mundo! Soy una mujer devota que ama a Dios sobre todas las cosas, y es Él, en su infinita sabiduría, quien me hace preguntar la verdad. Nadie os tocará si yo os protejo. Y yo os protegeré, y os trataré con generosidad, si me acompañáis hasta la tumba de mi hijo. Sólo quiero que la palpéis, que sintáis… —Se le quebró la voz—. Tengo que saber, ¿lo entendéis? Tengo que saber.

Ambos desaparecieron en el interior del camposanto mientras la criada, que había permanecido muda e impasible, esperaba fuera. Las sombras se habían apoderado ya del paisaje. El aullido lejano de algún perro era el único sonido que quebraba la paz del lugar. Yo les habría seguido, pero no había forma de entrar en el cementerio sin pasar por delante de la criada, así que permanecí detrás del árbol. Se demoraban, y durante ese rato el miedo fue subiendo por mis piernas y dominando mi cuerpo: pensaba, sin querer, en la última noche que pasé con mi madre, en los jadeos que salían de su cuarto, en Zayd muerto y a la vez en aquella cama, en los ojos de mi hermano tras devorar a los gusanos. De repente el silencio se llenó de rumores, la oscuridad cobró matices, mi corazón pareció encogerse. Es curioso cómo trabaja el miedo: primero te paraliza y luego, de repente, te sacude como si fuera un resorte. En un momento la soledad se me hizo insoportable y corrí, corrí sin tregua hasta volver al pueblo, hasta que entré en la posada, y las risas y el fuego de la chimenea disiparon mis miedos. Sólo entonces caí en la cuenta de que había dejado al ciego en el cementerio, y el terror a lo desconocido cedió su lugar a otro, menos abstracto aunque igualmente intenso: el castigo del viejo. Como es de suponer, si el ciego mostraba ya poca clemencia cuando no había motivo alguno, en cuanto consideraba que existían razones para castigarme me propinaba palizas memorables que a veces me dejaban baldado durante días. Esa noche me temí lo peor: al fin y al cabo, nunca antes le había abandonado a su suerte. Suspiré e intenté calmarme, pero me temblaban hasta las cejas. Mi estado de nervios empeoraba a medida que pasaban las horas y el ciego no volvía; habría salido en su busca, pero entre el miedo a la negrura de la noche y al bastón del ciego mi cuerpo se había agarrotado: sólo podía temblar. Además, me dije, la dama y su criada se encargarían de devolver al ciego a la posada. Así pues, acurrucado en uno de los rincones del comedor, esperé a sabiendas de que no se me avecinaba nada bueno. Al final, supongo que el cansancio y el temor acabaron con mi resistencia y el sueño me venció. No sé cuánto tiempo estuve durmiendo, pero sí que las pesadillas de mi madre besando a un descompuesto Zayd mezcladas con visiones de tumbas abiertas poblaron mi mente. Algo me despertó; el fuego de la chimenea estaba casi consumido y en el comedor de la posada sólo quedaban los ratones que salían de noche a dar buena cuenta de los escasos restos de comida. Me percaté de repente de que las exiguas brasas iluminaban el inconfundible perfil aguileño del ciego y me preparé para lo peor. Al oír movimiento a su espalda, el ciego volvió la cabeza. Yo había aprendido ya que de poco servía retrasar lo malo, y sacando fuerzas de flaqueza me convencí de que el viejo cansado sería menos peligroso que con las fuerzas recobradas.

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