Legado (21 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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Tras abandonar las islas, las naves de Jiddermeyer fueron empujadas al sur por el suroeste, hacia el extremo meridional de Tierra de Elizabeth. Jiddermeyer y sus investigadores trazaron mapas de los contornos visibles de lo que luego se conocería como las zonas cinco y seis, Petain y Magallanes. Rodearon el cabo Magallanes, internándose en una curva que sobresalía del cuerpo principal de Elizabeth como un colmillo gigante de las fauces de un tigre diente de sable, y encontraron las islas Kupe. Allí una tormenta hundió un barco, y el segundo —con Jiddermeyer y dos tercios de ambas tripulaciones— continuó rumbo al sur. Encontraron dos largas franjas de tierra, las denominaron las Alicias, por la marinera que las había avistado, y viajaron rápidamente al oeste, hacia las inmediaciones del continente del polo sur, a Tierra de La Perouse, apenas entrevista como una costa azul y lejana con un trasfondo de montañas y glaciares.

Allí se habían topado con feroces vientos del oeste que bautizaron como los Cuchillos de Hielo. Los vientos los impulsaron hacia el este a lo largo de La Perouse, el frío y tormentoso fondo del mundo. Así concluyó el proyecto de circunnavegar Lamarckia. El exhausto Jiddermeyer escapó de los Cuchillos de Hielo, reparó la nave en Alicia Sur y navegó hacia el norte, afrontando los vientos de estación. Su último y fortuito descubrimiento fue la isla de Martha, con su mar estéril y su fértil y variado ecos. Luego enfilaron hacia el sudoeste y recalaron en Jakarta.

Jiddermeyer había corrido tremendos riesgos. Nadie sabía si existían vástagos comestibles en las zonas alejadas de Tasman o Tierra de Elizabeth. Nadie sabía a ciencia cierta si la biología básica de estos dos continentes se repetiría en otros territorios. La jefa de investigación de Jiddermeyer, Kia Ry Lenk —hermana de Jaime Carr Lenk—, creía que en Lamarckia sólo encontrarían ecoi. Otros disentían.

Pero ella estaba en lo cierto, y no habían descubierto otras formas de vida. Adondequiera que iban, no encontraban vástagos dispuestos a comérselos a ellos, pero sí suficientes formas comestibles para alimentar a la tripulación. Aun así, la travesía había sido espantosa. Los desequilibrios dietéticos y los trastornos inmunológicos habían causado estragos en la salud de los expedicionarios.

De dos naves con doscientos cinco hombres y mujeres, sólo había regresado una nave con sesenta y cinco tripulantes. Muchos habían perecido en el naufragio del segundo buque, entre ellos Kia Ry Lenk, su esposo y sus dos hijos.

La exploración perdió su atractivo a ojos de Hábil Lenk. Nunca se recobró de la muerte de su hermana. Se fue de Jakarta y navegó al norte, hacia el continente más pequeño, Tasman, descubierto tres años antes por naves mercantes. Allí fundó lo que ahora era la segunda ciudad de Lamarckia, Athenai. Nunca había regresado a Jakarta ni a Calcuta. Esto había conferido a Tierra de Elizabeth una incierta independencia.

Poco después, Hoagland y su grupo de disidentes emigraron a Hsia y fundaron Godwin, más tarde Naderville.

Una sola expedición, encabezada por Dassin Ry Baker y Lucius Shulago, había seguido el ejemplo de Jiddermeyer. Veinticinco años después del Cruce, zarparon de Jakarta, cruzaron el Mar de Darwin, se dirigieron a Hsia y bajaron hacia el estrecho de Cook y las islas de Cook, entre Tierra de Efhraia y Hsia. Rodearon la Tierra de Efhraia, regresaron al Mar de Darwin y navegaron al norte hasta llegar por accidente a la isla de Martha. Se dirigieron de nuevo hacia el sur, y una nave regresó, llevándose todos los archivos de esa expedición. Al otro lado de Hsia, en un océano ignoto, cuando buscaban dos pequeños continentes presuntamente avistados por naves mercantes extraviadas, Basílica y Nihon, Baker y Shulago desaparecieron con la segunda nave, después de enviar una débil señal de radio anunciando que todo iba bien.

El alba comenzó como una delgada línea rosada contra el cielo del este, cubierta en su mayor parte por los cerros coronados de arbóridos del este de Calcuta. Los grandes árboles-catedral se perfilaban como centinelas contra el fulgor de la mañana y, bajo sus copas, frondas plumosas se mecían en una brisa que aún no había llegado al puerto. El horizonte rosado se puso rojo y violeta, las estrellas desaparecieron, todo el cielo se llenó de rayos grises y azules.

Me desperecé y agité los brazos para combatir el frío, luego corrí por la cubierta para calentarme, junto con French el navegante y otros tres. El sol ya asomaba sobre el horizonte cuando el tañido de una campana de bronce anunció la hora de despertar.

Bajo cubierta me reuní con los demás tripulantes en el comedor. El cocinero, Leo Frey, un cuarentón apacible de cuerpo delgado pero vientre prominente y rostro triste, y su huraño asistente, llamado Passey, sirvieron melaza en cuencos de xyla y nos entregaron una gruesa tajada de apio de río. Los oficiales hacían cola con el resto y comían lo mismo, pero aparte, más allá de una puerta estrecha abierta. Los demás —incluidos el navegante, el maquinista, el velero y otros arte-sanos— se sentaban ante mesas toscas sin ningún orden en particular. La tripulación se sometió a la rutina matinal en un estólido silencio sólo puntuado por gruñidos soñolientos.

La tripulación terminó de desayunar en menos de diez minutos y se puso en fila para arrojar los cuencos en agua hirviente, fuera de la cocina. Tras unos minutos consagrados a la higiene personal (era un buque limpio con una tripulación limpia, algo que yo agradecía), todos se reunieron en cubierta para escuchar el discurso inaugural del capitán.

El capitán Keyser-Bach se plantó en el puppis, mirando a la tripulación con los ojos encendidos. Caminó hacia la borda con una sonrisa confiada y aferró la xyla bruñida.

—Hoy iniciamos nuestro viaje hacia los confines de este mundo, para comprender las formas de vida que lo habitan. Recordamos con respeto a Jiddermeyer, a Baker y a Shulago, pero no cometeremos sus mismos errores. También poseemos más años de experiencia en el mar, una nave mejor y sin duda una mejor tripulación. —Se meció sobre las piernas, entrelazó las manos, inclinó la cabeza. La tripulación lo imitó—. Depositamos nuestra fe en las líneas trazadas por la Estrella y el Hado, confiando en que todos nuestros mundos confluirán para formar una cuerda, cada hebra un hombre o mujer, todos tirando juntos por la alegría de una vida bien vivida. En nombre de la Estrella, el Hado y el Hálito, iluminados por el Logos, inspirados por el ejemplo del Hombre Bueno, no faltaremos a nuestro deber, aunque rujan los mares y las montañas escupan fuego. —Y añadió con un hilo de voz—: Y aunque nuestra propia gente se alce contra nosotros. —Frotándose vigorosamente la barbilla, se volvió hacia Randall—. Sintonicemos nuestras pizarras con la hora de a bordo. Zarparemos dentro de quince minutos.

La brisa al fin había llegado a la bahía con renovada fuerza, y un viento del norte soplaba a cinco o siete nudos. En el mar, la distancia y la velocidad se medían, como en la Tierra, en millas náuticas y nudos, o millas náuticas por hora. En Lamarckia, cuyo perímetro era de 5.931 kilómetros, una milla náutica equivalía a 1.725 metros.

Me encargué de los obenques de los árboles de trinquete y mayor con los aprendices más jóvenes —los que habían estado a bordo un mes o menos, seis en total— y dos marineros. Mi grupo de cuatro colocó el rumbo de proa, otros desplegaron el rumbo mayor y la vela de gavia inferior. Luego pusimos las gavias superiores y las gallardas, y tres descendimos a cubierta para izar los vientres. Como la brisa soplaba de costado, perpendicular a la nave, el capitán y el segundo oficial nos enviaban de aquí para allá, para tirar de las drizas, y la nave comenzó a desplazarse, alejándose del puerto en zigzag.

En la orilla, esposas, hijos, familiares y amigos —una multitud de doscientas personas— agitaban manos, sombreros o pañuelos con sombría dignidad y pocas ovaciones. Por importante que fuera la ocasión, por monumental que fuese el alcance de aquella expedición, los ciudadanos de Calcuta no revelaban sus emociones.

Recordé las bodas y funerales de naderitas ortodoxos en Thistledown. Aunque los pechos estuvieran henchidos de emoción, los rostros no lo demostraban. Esa contención siempre me había molestado. En mi juventud, soñando con la gloria y los desafíos, siempre había deseado una despedida más cálida por parte de mi familia y mis amigos.

El Vigilante se dirigió con somnolienta lentitud hacia el centro del río. Los vigías de babor y estribor estaban ocupados en cubierta con los aparejos. El capitán iba a proa, con un pie en el bauprés, inspeccionando cada metro de agua.

Trepé por las flechaduras, con los músculos doloridos, para ajustar un motón atascado. Eché una ojeada al río y la silva; me dolían mucho las manos y los pies. Descendí rápidamente, mareado por la altura, y tiré de las drizas con mi equipo para izar la cristiana en el árbol de mesana y sujetarla a las cabillas de maniobra. Luego todos subimos de nuevo.

Las anchas aguas del delta lamían docenas de islas negras y arenosas. Las playas chispeaban como diamantes contra terciopelo en franjas de luz que irrumpían por las gruesas nubes. Eludir los bajíos y los sarmientos de viña de río requería maniobras diestras.

Al cabo de una hora, vimos rompientes que se abrían paso entre gruesas marañas de bejucos, un canal abierto de cuarenta metros de profundidad y cien de anchura, y más allá el Mar de Darwin, gris azulado y luego gris pizarra.

Mientras nos internábamos en el mar, el aire cobró un gusto salobre. El capitán Keyser-Bach permaneció a proa, la nariz apuntando al oeste. La brisa había alcanzado los doce nudos y nos desplazábamos a buena velocidad.

—Acorte las velas, señor Randall —ordenó—. Que icen dos puntos los cursores principales y dos puntos las gallardas de proa, y que desmonten los molinos por el momento. Iremos al noreste por el este hasta cruzar los Bastones. Luego iremos al este.

Aferrado de una verga, ayudando a otros cinco tripulantes a elevar y sujetar los puntos de la gallarda del árbol de proa, sentí el contacto de un nuevo aire y un nuevo viento, y un escozor en la piel. La mezcla de minerales de esas aguas no era igual que en los mares de la Tierra, y resultaba extraña para mi sangre; menos sodio, más potasio, más silicatos disueltos y más bióxido de carbono y oxígeno. Pero, a pesar del siseo constante de las burbujas de oxígeno en el agua, que parecía un refresco efervescente, aquello era innegablemente un océano.

Más tarde, cuando el viento aumentó todavía más, el capitán corrigió:

—Recoged todas las velas salvo las principales y las inferiores. Una vez que estemos en mar abierto buscaremos la mejor velocidad y nos mantendremos lejos de la costa.

—Sí, señor —respondió Randall, y llamó de nuevo a los aprendices.

A veinte millas y veintidós horas del delta, la espuma de las burbujas de oxígeno disminuyó. Rodeando los continentes lamarckianos, y en enormes franjas por los mares, vástagos microscópicos de ecoi pelágicos disociaban el agua de mar en hidrógeno y oxígeno. Lamarckia había escogido la reducción del metabolismo en las primeras etapas de la historia de la vida, como la Tierra, pero los itinerarios y procesos eran muy diferentes.

Delante, erguidas como gruesos dedos, cinco torres marrones de más de cien metros de altura sobresalían del mar. Enormes «velas» rojizas se hinchaban en la cima de las torres, tejidos de una hectárea de superficie que absorbían la luz. En un momento de descanso, vi que las torres estaban mechadas de túneles.

—Los Bastones. Los Bastones de Bunyan —dijo el marinero Shankara, aferrándose al mástil—. De la zona cinco. El capitán se aproximará porque dan buena suerte, luego nos dirigiremos al este.

La nave se deslizó entre los dos gigantes más meridionales. Las olas se encrespaban contra sus inmensas bases, retumbando en los túneles. Formas negras y bulbosas del tamaño de cabezas de vaca asomaban por los túneles más estrechos, con tres hileras de ojos que relucían en el sol del atardecer.

—Sirenas —gritó Shankara por encima del crujir de las velas y el zumbido del viento, mientras colgábamos de una verga atando puntas de rizos—. Lo observan todo continuamente. Miran el ir y venir de nuestras naves. Son espías de su zona. Su cuerpo...

Contuve el aliento ante una repentina ráfaga de viento que cantó entre las brazas y echó atrás las velas. Poco faltó para que nos derribara.

—Se deslizan por esos túneles como gusanos —continuó Shankara—. Eso me han dicho. Nunca he explorado los túneles.

—¿Crees que son inteligentes?

—Claro que no. Sólo observan. Quién sabe lo que ven.

—¡A trabajar y basta de remoloneos! —gritó el segundo oficial desde abajo.

A cien millas de Calcuta el viento arreció de nuevo, soplando con una fuerza de quince y veinte nudos, impulsando un mar rugiente bajo un cielo nocturno cubierto de nubes negras. Nos preparamos para ráfagas constantes. La quinta guardia comió la cena fría, pues Leo Frey decidió no arriesgarse a encender fuego con aquel viento ni a agotar las baterías con el uso de hornillos. Siete integrantes de la guardia de estribor y yo bajamos al comedor al terminar el turno y nos sentamos a comer con los dedos tiesos nuestra porción de masoja y fruta, agotados de cansancio. Con los molinos guardados y la nave funcionando con baterías de reserva, las lámparas eléctricas titilaban, primero las tres de un lado, luego las tres del otro, como turnándose en una guardia. Arrojaban sombras fluctuantes.

Con las velas bien firmes, se apostó una guardia para tormentas, y los demás tripulantes también fueron a cenar.

Randall se plantó en un podio delante de las mesas e hizo sonar una campanilla. Todos alzaron la cabeza sin dejar de masticar, y Randall anunció que el capitán deseaba pronunciar una breve conferencia. El capitán ocupó el podio, aferrando el atril con ambas manos cuando una ola sacudió el barco.

—Todas las noches espero continuar con nuestra educación acerca de los objetivos de este viaje —dijo—, comentar la naturaleza de los ecoi y sus beneficios y peligros potenciales...

Muchos de los tripulantes más nuevos, como yo, aún no las tenían todas consigo. Llevaba tiempo acostumbrarse al movimiento de la nave y al estimulante pero fuerte olor de la espuma marina de Lamarckia. Uno por uno, con aquella pasta fría en el estómago, los novatos le pidieron perdón al capitán y se retiraron, yendo arriba o a los gratiles, dos a proa y uno a popa. Conté seis deserciones mientras el barco se sacudía. Mi estómago también se revolvía a medida que el mar se enfurecía. El aire empezaba a tener un olor extraño, como de naranja rancia.

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