Lennox (16 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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—Porque las personas que están detrás de esto son peligrosas. No quiero que me vean hablando con usted.

—Tengo una idea mejor. Se llama esconderse a simple vista. Encontrémonos en la explanada principal de la Estación Central. Y no a las diez, a las nueve. Me salen arrugas si me acuesto tarde.

Comenzó a protestar, pero colgué.

La Estación Central estaba justo a la vuelta de la esquina de mi oficina, ubicada en la calle Gordon, pero decidí pasar antes por mi apartamento para refrescarme. Conduje hacia la ciudad, aparqué en la calle Argyle y caminé hasta la estación para hacer un reconocimiento adecuado.

Era temprano, cerca de las nueve menos veinte. Me quedé debajo del reloj principal de la estación, mirando el tablero de información como si estuviera planeando un viaje. Todavía había bastante gente dando vueltas. Llegó el tren de Edimburgo y una oleada de viajeros atravesaron la cavernosa estación. Luego las cosas volvieron a calmarse. Ya eran las nueve menos diez.

Percibí una silueta pequeña a mi lado. De hecho, percibí su olor antes que su silueta. Un hombre de unos cincuenta años, o veinte; su fuerte afición a la bebida hacía difícil resolver esa cuestión. Las arrugas de su cara sin lavar, donde la suciedad se había atrincherado en los pliegues, parecían dibujadas en grafito sobre una piel gris. Me miró y dejó al descubierto la ruina de sus dientes.

—¿Todo bien, amigo?

—Perfecto. ¿Y tú?

—Oh, ya sabes… no pué quejurme. No me sirve pa ná. ¿No te sobrn algunos peniqs?

El vagabundo hablaba con esa especie de jerga gutural glasgowiano que me había confundido endemoniadamente cuando me mudé a la ciudad. Al principio yo creía que en Glasgow había una alta proporción de habitantes nativos que hablaban en gaélico. Tardé varias semanas en darme cuenta de que en realidad era inglés.

—Déjame adivinar —repliqué—. Has perdido el dinero para el tren y querrías que yo te lo «prestara», ¿verdad? Y me «prometes» que si te doy mi dirección mañana a primera hora me mandarás un giro postal. ¿Es así?

—No. —Su sonrisa se ensanchó. Deseé que no lo hubiera hecho—. Na. No iba a decir ná de eso. Te diré exactmnt pa qué quiero la pasta: pa beber. Pdría mentrte, ¿sabes? Pero la vrdad es q' me gustaría q' me dieras algnas mnedas pa pnerme ciego.

—Admiro tu honestidad.

—Siempr la mjor poltica, amigo. Per te dré algo y no srá ningna mntira: lo q' sea q' me des, estará bien invrtido. Dame un pr de chlines y te grantizo q' de toós los q' te pidan limsna est noche en la estción, ningno pdrá mantnerse borracho tnto tiempo como yo. Por peniq invrtido, claro.

—También admiro tu discurso.

—Gracias, amigo. Soy uno de los pirnciples expertos en esto.

El reloj de la estación marcó las nueve. Volví a mirar a mi alrededor. Ninguna
femme fatale
rubia y misteriosa, ningún matón con las manos metidas en la chaqueta. Esperé diez minutos más: nada. Cinco minutos más y salí de la estación. Era evidente que mi cita había decidido que la Estación Central no era suficientemente romántica. Caminé por Gordon, pasé junto a una fila de taxistas que fumaban, luego seguí por Hope hasta Argyle, donde había dejado el coche.

Se me abalanzaron cuando estaba abriendo la puerta.

Había una gran furgoneta Bedford aparcada detrás de mi coche, lo que me había parecido sospechoso porque casi no había ningún otro coche aparcado en la calle Argyle. Como eso me había llamado la atención, en cierta forma esperaba algo, y los oí corriendo hacia mí desde la parte trasera de la Bedford. Cuatro, dos a cada lado. Grandes.

El primero que se acercó intentó golpearme en la cabeza con un caño de plomo. No tuve tiempo ni espacio para agacharme, así que empujé hacia delante, en su dirección, lo que aligeró la fuerza del golpe. Le clavé la rodilla en los testículos, bien fuerte. Cuando él se dobló en dos, preparé el puño y se lo incrusté en la cara. Le oí gemir y cuando caía lo agarré de la muñeca y le quité el caño. Los otros ya estaban encima de mí, así que lo balanceé para todos lados. Acerté a dos de ellos; uno, al que le di en la cara, gritó cuando le abrí la mejilla.

Tenía a dos temporalmente fuera de combate, a otro aturdido y al otro ileso. No podía ganar esta pelea, pero ellos no se la esperaban. Habían tenido la intención de secuestrarme y habían perdido el elemento sorpresa.

Alguien me pateó en la parte superior del muslo sin acertar la ingle, que era el objetivo. Recibí tres fuertes puñetazos en un costado de la cara, pero me mantuve en pie. Volví a golpear con el caño e hice contacto con una cabeza. Estaba cansándome. Recibí otro puñetazo y noté sabor a sangre. Caí contra el pavimento y empezaron a lloverme patadas. Y entonces pararon.

Oí que la Bedford aceleraba marcha atrás, luego el ruido de las marchas y su salida a toda velocidad. Oí el estridente sonido de un silbato policial y unos pies planos que corrían en mi dilección. Me levanté un poco con gran esfuerzo y pude ver la parte trasera de la furgoneta cuando giraba por la esquina de West Campbell. Un
bobby
joven me agarró del brazo y me ayudó a enderezarme.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy bien.

Escupí un pequeño charco de un viscoso color carmesí sobre el pavimento. Estaba comenzando a reunirse una pequeña multitud a mi alrededor. Un tranvía verde y naranja había salido del negro túnel de Argyle, debajo del enorme anuncio de Schweppes, a un lado de la Estación Central. Cuando pasó, los pasajeros de ese lado del vagón me miraron con la boca abierta.

—¿De qué va todo esto?

—No tengo ni idea —dije—. Se me abalanzaron cuando estaba a punto de subir a mi coche. Tal vez querían robarlo.

El joven policía me miró con escepticismo.

—¿Quiénes eran?

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? Como le he dicho, estaba subiéndome al coche cuando se me echaron encima.

—¿Pudo ver la matrícula de la furgoneta?

—No —mentí—. Me temo que no.

Capítulo quince

Tengo aversión a las comisarías. Cuando entré en la de la calle Saint Andrew recordé el fantasma del puño de un granjero en mi nuca. El sargento me miró con sospecha cuando pedí hablar con el detective inspector Ferguson. Según mi experiencia, todos los sargentos de las recepciones de las comisarías tendían a ser iguales: la mayoría eran policías de edad, cerca del final de sus carreras, o habían pasado a hacer tareas de escritorio por razones de salud. Todos tenían la misma expresión de «lo he visto todo»; parecía que el requisito para obtener esa coronita que se ponía encima de los galones era ser un cabrón cínico. Le dije a este simpaticón en particular que tenía una cita.

Jock Ferguson apareció cinco minutos después y me hizo pasar a su oficina.

—Necesito un favor, Jock. Necesito saber a nombre de quién está registrado este vehículo.

Le pasé un papelito con el número de la furgoneta Bedford. Sabía que estaba pasándome de listo. Ferguson cogió la nota y la miró.

—Me han dicho que estuviste metido en una exhibición pública la otra noche. Entiendo que esto es de la furgoneta de ese episodio, ¿es así?

Asentí.

—¿Por qué le dijiste al policía de servicio que no tenías el número?

—Un recuerdo tardío —respondí. Ferguson no se rio—. Quería que fuese extraoficial.

—¿Y por qué? Pensé que le habías dicho al agente que suponías que querían robar tu coche.

—Creo que está relacionado con el cuso en el que estoy trabajando.

—¿Sabes, Lennox? Creo que ese caso es el caso McGahern. Si es así, estás a punto de buscarte un montón de problemas, te lo advierto. —El tono de Ferguson era neutral y no pude percibir ninguna amenaza en él—. ¿Has estado metiendo las narices donde no debías?

—¿Yo? No… Ya me conoces, no soy curioso. Pero tal vez hay alguien que piensa que he tenido algo que ver por mi encuentro con Frankie McGahern. Me han dado una paliza por alguna razón, y los que lo hicieron huyeron en esa furgoneta. —Señalé con un movimiento de la cabeza el pedazo de papel con el número de la Bedford.

—De acuerdo… Lo verificaré. Dame un día.

Almorcé en un restaurante típico grasiento y poco higiénico y luego volví a la oficina. Cuando llegué, sentí el estómago un poco revuelto. Podría haber sido por los huevos que había comido, pero más probablemente se debía a que había visto a Willie Sneddon, con un traje de corte caro, y a Deditos McBride, con un traje Burton, esperándome en la puerta. Deditos me sonrió y el estómago se me revolvió un poco más.

—Estábamos por aquí —me explicó Sneddon— y se me ocurrió venir a preguntarte qué novedades había.

Abrí la puerta de mi oficina y dejé pasar a Sneddon y a Deditos delante de mí.

—No hay mucho que contar —respondí. Les ofrecí whisky pero Sneddon lo rechazó en nombre de los dos—. Pero alguien está empezando a ponerse nervioso.

Hablé a Sneddon del intento frustrado de secuestrarme en la calle Argyle.

—¿Reconociste a alguno de ellos? —preguntó.

—No. Pero si hubiera sido obra de alguno de los otros dos Reyes, no habrían mandado a alguien que yo pudiera reconocer. De todas maneras, eso no encaja. Creo que se trata de algún grupo independiente, tal vez relacionado con las operaciones de McGahern, aunque yo sospecho que hay una banda nueva en la ciudad. Estos tíos eran grandes y entusiastas, pero verdaderamente torpes. Inexpertos.

—Fuera quien fuese, trataban de asustarte para que abandonaras la investigación.

Sneddon llevaba un traje cruzado de mohair similar al que vestía Martillo Murphy la última vez que le había visto. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y por un momento pensé que sacaría un arma. En cambio, sacó una cigarrera de oro. Un arma probablemente habría pesado menos. Encendió un cigarrillo.

—No, querían algo más. Trataron de llevarme a la calle. Tal vez estaban tan interesados en lo que yo podía decirles como yo en lo que ellos pudieran decirme a mí. O podría ser que se tratara de un viaje estrictamente de ida.

—Eso es lo que pensé —replicó Sneddon. Dejó caer ceniza sobre el suelo de mi oficina—. Por eso le he indicado a Deditos que te siguiera. Por protección.

—Puedo cuidarme solo, señor Sneddon.

—No es una oferta, es una orden. —La expresión de Sneddon se oscureció—. Ya se sabe que trabajas para mí, aunque sea temporalmente. Nadie se mete con alguien que trabaja para mí. Si lo dejo pasar, estaré transmitiendo una señal equivocada. Por lo que sabemos, podría haber sido ese feniano malnacido, Murphy, tratando de ver hasta dónde puede llegar. De ahora en adelante, Deditos va a cubrirte las espaldas. —Sneddon se puso de pie para irse. Deditos no—. Pero escucha con atención, Lennox. Si me entero de que has tratado de sacártelo de encima o de escapar, entonces le diré que te recorte los deditos de los pies. ¿Me has oído?

—En ese caso, renuncio. —Saqué de la cartera los billetes que Sneddon me había dado y se los pasé—. Aquí está todo su dinero. No puedo trabajar como usted quiere. Yo hablo con toda clase de personas que saldrían corriendo ante la mera de idea de que cualquiera, especialmente Deditos, se enterara de que son mis contactos. Usted me contrató porque soy independiente, porque sabe que si compra mi lealtad por un corto tiempo, la compra completamente. Agradezco su interés en mi bienestar, pero lo que hago es un negocio arriesgado y me cuido solo.

Sneddon me observó con furia, con la mirada de un tipo duro. No cogió el dinero, así que lo dejé sobre el escritorio para que se lo llevase de allí. Nos quedamos los tres de pie. Deditos ya no sonreía, lo que era preocupante. Sentí que los dedos de mi pie se retorcían involuntariamente dentro de los zapatos.

—Como quieras, Lennox. —Recogió el dinero y volvió a entregármelo—. Es tu pellejo.

Hubo una pausa. Hablé más que nada para romper el silencio.

—Otra cosa: he recibido la llave que usted me mandó. ¿Qué significado tiene?

Sneddon me miró un momento sin entender.

—¿De qué carajo hablas?

Saqué la llave del cajón del escritorio donde la había guardado y se la pasé. Seguía teniendo la etiqueta con la dirección de Milngavie.

—Yo no te he mandado esto —dijo Sneddon.

Me arrepentí de habérselo mencionado. Había supuesto que había sido Sneddon, pero podría haber sido Jonny Cohen o incluso Martillo Murphy.

—Me equivoqué. —Extendí la mano para coger la llave pero Sneddon seguía examinando la etiqueta con la dirección.

—Creo que sé de dónde podría ser esta llave. Tam McGahern vivía con su hermano en un piso del West End, al que es imposible acercarse porque sigue infestado de policías. Pero corrió el rumor de que Tam había comprado un par de residencias más hace unos meses, y uno de ellos era una casa en Milngavie. Según me contaron, era como inversión. Él pensaba alquilarla o venderla por un precio superior.

—Lo verificaré —dije. Miré a Deditos, que seguía sin sonreír. Luego volví a Sneddon—. ¿Está claro entonces que yo trabajo solo en esto, señor Sneddon?

—¿No es lo que acabo de decir, mierda? —dijo, allí de pie—. Pero mantenme completamente informado de todos tus progresos, Lennox. O juro por Dios que le diré a Deditos que me haga un collar con los dedos de tus pies.

* * *

Milngavie y Bearsden estaban ubicados el uno junto al otro en el lado norte del Clyde, y ambos vecindarios habían subido varios peldaños en la escala social de Glasgow. Pero Milngavie, un nombre que los locales, extrañamente, pronunciaban
Millguy
con un estrafalario orgullo defensivo, seguía estando un escalón más abajo que el barrio vecino, lo que provocaba bastantes resentimientos.

Esperé hasta la última hora de la tarde para dirigirme al domicilio que figuraba en la etiqueta de la llave. Se trataba de una de las numerosas y anónimas casas de una planta que se habían construido veinte años antes. Si Tam McGahern tenía la intención de que aquélla fuera su residencia, entonces la modestia de esa casa podía leerse como una declaración comparativa de su nivel dentro de la jerarquía del crimen de Glasgow; a diferencia de la modernidad de diseño arquitectónico de la casa de Jonny Cohen en Newton Mearns y del falso estilo nobiliario de Willie Sneddon, esto era humilde de veras. Era difícil imaginar a un vistoso delincuente en medio de esta banalidad suburbana.

Aparqué al otro lado de la calle, un poco más atrás que la casa, y la observé un rato. El crepúsculo se convirtió en oscuridad y algunas luces comenzaron a encenderse en las ventanas de los vecinos, pero la casa permaneció a oscuras. Aguardé diez minutos más antes de dejar el coche donde estaba y cruzar hasta allí. Había una verja de hierro forjado que protestó con un chirrido cuando la abrí, pero las casas vecinas estaban demasiado lejos para oírlo. Avancé rápido por el sendero que atravesaba un jardín cuidado y metí la llave Chubb en la cerradura. Encajaba. Pasé a la penumbra del vestíbulo.

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