Lennox (31 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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Crucé la calle y subí por el estrecho callejón lateral que lo separaba del edificio colindante. El callejón apestaba a orina y me recordó la disposición del bar Highlander, cuyos dueños habían sido los McGahern. Ascendí la escalera de la parte trasera hasta la puerta del piso de la planta superior. Las cortinas rojas corridas sobre el cristal sucio de la única ventana hacían que ésta resplandeciera como una brasa malévola. No golpeé la puerta, sino que giré el pomo. No estaba cerrada. Pasé a una cocina pequeña y limpia. Había un cuarto de baño a un lado y supuse que la puerta que estaba delante de mí daría a la única habitación restante del piso. Abrí la puerta de golpe y entré justo cuando Lena y un empresario gordo y de mediana edad estaban reclinados juntos en el sofá. Lena iba vestida de enfermera. O, más precisamente, semivestida de enfermera. Podría equivocarme, pero por lo que pude ver no me pareció que tuviera ninguna capacitación en el ámbito de la medicina, a menos que la reanimación boca a polla fuera una forma legítima de salvarle la vida a alguien.

—¡Querida! —grité, escandalizado—. ¡Me dijiste que ese dinero extra lo ganabas remendando!

Los dos se pusieron rápidamente de pie y el gordito entró en pánico. Se subió los pantalones, cogió su chaqueta, me esquivó velozmente y salió del apartamento, pasando lo más lejos posible de mí que pudo.

Esta vez Lena no me dedicó su mirada de Rita Hayworth.

—¿Quién coño eres? —exclamó. Su voz era delgada y rasposa. Como Sneddon me había advertido, a pesar de que parecía una chica con clase, Lena poseía la dicción de una verdadera muchacha de los Gorbal. Luego sus ojos se entornaron con gesto de sospecha—. Te conozco… Te vi en el Circus. Tú eras el tipo con el que hablaba Arthur.

—Así es —respondí, mientras me sentaba en el sillón que estaba delante de ella. Lena cogió una bata y cubrió sus mejores atributos.

—Largo de aquí. ¿Quién coño crees que eres para entrar de esta manera?

—Me alegro de que me recuerdes, Lena —sonreí—. Aquella noche en la que me viste hablando con Parks yo estaba trabajando para el señor Sneddon. Esta noche he venido porque sigo trabajando para el señor Sneddon.

Su cara cambió. Verdadero miedo.

—Escuche… eso… lo que usted ha visto… No trato de quitarle el negocio al señor Sneddon. Es sólo que tengo que comer…

—Me he dado cuenta de eso al entrar —dije.

—Mire, por favor, no le cuente nada al señor Sneddon. Haré cualquier cosa… —Lena se acercó un paso y se abrió la bata, separándola de los pechos. Era una invitación a jugar a los médicos y a las enfermeras.

—Guarda tus herramientas en la caja, Lena —dije—. Estoy aquí por negocios. Los míos, no los tuyos. Siéntate.

Ella se cubrió y se sentó. Le pasé la fotografía de Lillian Andrews.

—¿La conoces?

—Oh, sí. Claro que conozco a esa putita de mierda. Es Sally Blane.

—¿Parks la conocía?

—No lo creo, pero sí conocía a su hermana. Trabajó para él un tiempo.

—Déjame adivinar —dije, mientras encendía un cigarrillo. No le ofrecí uno a Lena; el Colegio Real de Enfermeras habría estado en desacuerdo—. La hermana de Sally Blane es Margot Taylor.

—Sí —respondió Lena—. Pero Arthur no conocía a Sally. Margot se teñía el pelo de rubio; salvo por eso, eran muy parecidas entre sí. Yo a Sally la conocí a través de Margot, que quería que yo trabajara con ellas. Tenía su propio negocio. Pero me dio la impresión de que Sally pensaba que yo era demasiado ordinaria para lo que ellas planeaban.

—No puede ser —dije, y le di una calada a mi cigarrillo.

—O eso, o si no pensaba que era demasiado vieja —continuó Lena, sin inmutarse—. Sally era una putita muy engreída. De todas maneras, a mí no me interesaba. Al señor Sneddon no le habría gustado. Arthur hizo que le dieran una paliza a Margot por eso.

Examiné a Lena. Tendría unos treinta años, probablemente. De todas formas, poseía un aspecto vaga y desconcertantemente aristocrático; no era una belleza, pero sí muy atractiva. Habría encajado en una operación de prostitutas de alto nivel hasta que abriera la boca.

—¿Dónde trabajaba Sally?

—En Edimburgo. En un folladero pijo. ¿Por qué quiere saberlo?

—¿Alguna vez has oído el nombre de Lillian Andrews? En concreto, ¿recuerdas que Sally Blane se llamara a sí misma con ese nombre?

—No. Sólo la vi en esa ocasión, y una vez fue suficiente. ¿Seguro que no le dirá a Sneddon que tengo clientes aquí?

—No es eso lo que me interesa. ¿Alguna vez viste a Arthur Parks hablar con alguno de los mellizos McGahern?

—No me parece algo muy probable. Sneddon le habría arrancado los huevos a Parks si éste hubiera tenido algo que ver con los putos McGahern.

—Esta operación de Sally y Margot… ¿Te contaron algo más al respecto?

—No, sólo que ganaría tres veces más que en el Circus. Pero Sally hizo callar a Margot; me dio la impresión de que pensó que me había contado demasiado. Especialmente cuando se hizo obvio que la putita de Sally no quería que yo participara.

—Me han dicho que la jefa era una mujer llamada Molly. ¿Sabes si Sally o Margot alguna vez usaron ese nombre?

—Sally llamaba así a Margot, como si fuera un diminutivo del nombre. Sí, la oí llamarla Molly. Pero es imposible que Margot fuera la jefa. —Lena adoptó una actitud reflexiva durante un momento. Una vez más, alcanzó una ilusión de refinamiento que se volvió a perder cuando siguió hablando—. Hubo algo que se dijeron entre sí… sobre que había alguien más metido. Mierda, no puedo recordarlo, algo sobre una extranjera… otra fulana. Ya sabes, otra puta.

—¿Y esa extranjera dirigía la operación?

—No lo sé, es posible. O tal vez fuera Sally. Siempre mandaba a todo el mundo. Pero esa puta extranjera era bastante importante. Escuche, en realidad yo no sé nada. Como he dicho, Margot pensó que yo encajaría y Sally dijo que no. Después de eso no supe nada más hasta que Margot quedó con el culo al aire y Arthur le dio una paliza.

—¿Alguien le vio darle la paliza?

—No. Bueno, sí… uno de los chicos de la puerta lo acompañó, pero esperó en el coche. Arthur entró con una de esas correas de cuero que usan los peluqueros para suavizar las navajas. Algunas semanas más tarde me enteré de que estaba muerta, en un accidente de coche.

Fumé durante unos momentos. Me estaba haciendo una idea, pero sonaba a una escena prefabricada y estaba bastante convencido de que la habían pintado Parks, Lillian y McGahern. De todas maneras, yo estaba mirándolo todo desde el ángulo incorrecto.

—¿Tienes alguna idea de quién podría haber querido hacerle eso a Parks? ¿Pasó algo en particular los días antes de que lo mataran?

—No. Lo de siempre. Nada especial, que yo recuerde.

—Tengo la sensación de que tú eras una de las chicas estrella de Parks, Lena. Después de todo, él me ofreció que te usara gratis. ¿Hacía eso con algún otro invitado especial?

—A veces.

—¿Alguno que puedas recordar de las últimas semanas?

—No. Nadie en especial. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Un momento, sí hubo un tipo, un cabrón gordo y desagradable. Me pareció que sería importante. Arthur me dijo que no me contuviera en nada, ¿me entiende?

—Puedo imaginármelo. ¿Recuerdas su nombre?

Lena se rio como un camionero.

—¿Está de coña? Nadie deja sus nombres o sus direcciones. Era un cliente en busca de un revolcón, no un amigo por correspondencia. Pero sí había algo especial en él.

—¿Qué?

—Era extranjero. Tenía acento alemán, o algo parecido.

—¿Podría haber sido holandés?

—No lo sé. ¿Los holandeses de dónde son?

—De Holanda, los Países Bajos —respondí—. Ese país con molinos de viento.

Lena no pareció reconocer de qué le hablaba. Me incorporé y me puse el sombrero.

—¿Seguro que no va a contarle nada a Sneddon sobre mí? Quiero decir, sobre mi cliente.

—Como he dicho, no es asunto mío. —Me dirigí a la puerta.

Lena dejó caer la bata.

—Te mereces un agradecimiento —dijo—. ¿Qué tal una folladita gratis?

Miré su cuerpo, desnudo salvo por la cofia de enfermera, el batín pequeñito, las ligas y las medias. No había duda de que la habían fabricado bien. Pero, a pesar del atractivo encanto de su invitación, no me gustaba la idea de tener que lavarme la polla con peróxido más tarde. Y las orejas, si llegaba a hablar.

—No, gracias —dije, y me fui.

Cuando me lo propongo me arreglo muy bien. Tenía que representar un papel, de modo que a la mañana siguiente me levanté temprano, me bañé, me afeité y me puse mi mejor traje azul de ejecutivo. Lo combiné con una camisa azul claro, de seda y puños finos, una corbata de seda tejida del mismo tono de azul que el traje, coloqué un almidonado pañuelo de lino blanco en el bolsillo delantero y lo coroné todo con un alfiler de corbata y gemelos de oro liso. También fui un poco generoso con mi colonia más cara, que había comprado en Pherson's. Tenía un caro impermeable de gabardina que pocas veces veía la luz del día y me lo puse sobre el brazo al salir. La señora White apareció en la puerta de su habitación justo cuando yo llegaba a los pies de la escalera, de modo que intercambiamos los habituales y superficiales saludos de todas las mañanas.

Sonreí mientras caminaba hacia el coche; la señora White a pesar de sí misma, me había echado una mirada aprobatoria. Conduje hasta la oficina y recogí unas cuantas tarjetas de visita del cajón de mi escritorio. Pero esas tarjetas no tenían mi nombre ni mi ocupación.

Después de llegar al centro de la ciudad, aparqué delante de las oficinas de Mason y Brodie, en la calle St. Vincent. Una placa de bronce me informó de que eran abogados y agentes inmobiliarios y que tenían sedes en Ayr además de Glasgow. Tener una sede en Ayr significaba que uno ya estaba ahí en el siglo XIX.

En las oficinas de Mason y Brodie todo era una referencia a la clase dominante de Escocia: los paneles de roble macizo, los robustos escritorios, los antiguos archiveros de documentos y el olor de tabaco para pipa y cera de abejas que flotaba en el aire, como si preservara la atmósfera del pasado. Lo único que no encajaba era la secretaria sentada tras el escritorio más próximo a la puerta. Tenía unos veinte años, cabello oscuro y bonitos ojos azules. Sonrió cuando entré y pregunté si podría ver al señor Brodie, quien yo entendía que estaba a cargo de la venta de un par de propiedades que me interesaba adquirir.

Me hizo pasar a una sala de reuniones tapizada de paneles de madera y traté de resistir el impulso de mirarle el culo; una resistencia que resultó inútil. Me ofreció té, que rechacé, y me pidió que aguardara unos minutos mientras ella averiguaba si el señor Brodie estaba disponible.

Pasaron unos momentos hasta que un hombre fornido con traje de ejecutivo apareció en la puerta.

—¿Señor Scobie? —exclamó a voz en cuello—. Soy Fraser Brodie.

Me di cuenta de que era de Ayrshire por su acento dieciochesco y por el alto volumen de su voz al saludarme al tiempo que me extendía una mano regordeta. Los oriundos de Ayrshire hablan naturalmente a cien decibelios; esto tiene su origen en siglos de gritarse entre sí a través de los prados o por los pozos de las minas. Tenía el pelo oscuro, grueso y rizado y cejas tupidas, además de la tez rojiza de un pastor lujurioso. Por alguna razón me lo imaginé cabalgando resueltamente por las campiñas de Ayrshire mientras las ovejas más virtuosas de su rebaño corrían para ocultarse.

—Entiendo que está interesado en un par de las propiedades que vendemos a través de nuestro departamento de bienes raíces.

—Así es —dije, reduciendo al mínimo mi acento canadiense al tiempo que le entregaba una de las falsas tarjetas de visita que apuntalaban la ficción de Walter Scobie, de Scobie, Black y MacGregor, Contables, Edimburgo—. Pero debo señalar que la adquisición no es para mí, sino para uno de mis clientes, que está a punto de trasladar su empresa hacia el oeste. No puedo dar muchos detalles en este momento, pero tal vez esta persona necesite terrenos industriales en el área de Glasgow.

—Entiendo. —Brodie sonrió ampliamente—. ¿Y cuáles son las propiedades que le interesan?

—Una vivienda que usted tiene en Bearsden. Creo que se llama Ardbruach House.

—Oh, sí. Sí, desde luego. Un momento, por favor… —Revisó unos archivos y me pasó una página mecanografiada con una fotografía adosada. Era la casa de los Andrews, sin duda—. En realidad —añadió en actitud reflexiva, pero a alto volumen— es un poco una coincidencia que su cliente también esté interesado en la adquisición de terrenos industriales; el vendedor de Ardbruach House también está a punto de poner en el mercado una importante propiedad comercial: oficinas en la ciudad y almacenes en los muelles. ¿Podría ser algo así lo que busca su cliente? ¿O tal vez tiene más que ver con fabricaciones…? En ese caso, tenemos…

Levanté la mano.

—Me temo que por ahora no estoy autorizado a decírselo, señor Brodie. Tal vez sea suficiente si le comento que usted reconocería el nombre de mi cliente, si se lo dijera…

Brodie me dedicó una sonrisa radiante, imaginando que yo representaría a algún magnate financiero de Edimburgo. No lo habría hecho si hubiera sabido quién era mi verdadero cliente. Incluso en este sitio, en lo profundo de los cómodos pero inflexibles pliegues de la clase dominante escocesa, el nombre de Willie Sneddon tendría una resonancia suficiente para manchar permanentemente algunos trajes elegantes.

—Lo entiendo perfectamente —dijo en tono de conocedor. Y a alto volumen.

—Dígame, señor Brodie. Como podrá imaginarse, estoy bastante al corriente de los precios de las propiedades a lo largo del cinturón central del país, no sólo los de Edimburgo. Me sorprende el hecho de que Ardbruach House se ofrezca a un precio tan razonable. De hecho, esta cifra de «ofertas por encima de» me parece bastante subestimada… Al menos mil menos de lo que esperaba. Haremos una inspección completa de la propiedad, de modo que no le sería de ninguna utilidad que me ocultara algún problema potencial… —La boca comenzaba a dolerme por tener que decir todas esas gilipolleces multisilábicas.

—Por Dios, no —dijo Brodie, repentinamente preocupado. Me sorprendió que no dijera «Dios no lo permita»—. Le aseguro que no hay ningún problema con la propiedad. El precio se fijó en un punto inicial más bajo porque mi cliente desea atraer la menor atención posible.

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