Lennox (30 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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«Gracias a Dios por dejar que hable la voz de la experiencia», pensé.

—Eso no significa que no lo hayas matado a golpes con alguna otra cosa —prosiguió—. Pero te creo.

Traté de no mostrarme demasiado aliviado.

—Parky me hacía ganar un montón de pasta, Lennox. A mí me molesta mucho que maten a una de mis mejores fuentes de ingresos. Me molesta muchísimo, mierda.

—Estoy seguro de ello.

—Tienes un nuevo trabajo. Olvídate de los McGahern. Averigua quién mató a Parky Y averígualo rápido.

—Para ser honesto —dije—, no creo que deba olvidarme del asunto de los McGahern. Me parece que la muerte de Parks está relacionada con eso. Las coincidencias me incomodan. Tiendo a no creer en ellas, puesto que poseo una visión lógica del universo.

—¿Qué coincidencias?

—Que usted y yo hayamos tenido una conversación y que usted le diga a Parks que espere mi visita; llego y Parks acaba de ser asesinado: coincidencia número uno. Luego tengo que huir por la puerta trasera porque a la policía la avisaron en el momento exacto: coincidencia número dos.

—¿Entonces alguien trataba de incriminarte?

—Bueno, usted ha juzgado necesario preguntarme si yo lo he matado, ¿no? Lo que me preocupa es que le dieran mi nombre a la policía. O que se lo den cuando se enteren de que no me atraparon en la escena del crimen.

—Un momento… —Sneddon frunció el ceño—. ¿Qué mierda quieres decir con eso de que a Parks lo mataron después de que yo organizase un encuentro entre vosotros? ¿Estás diciendo que lo planeé yo?

—No… No, para nada. —Levanté las manos—. Parks podría habérselo contado a alguien, o corrió el rumor de alguna manera. Lo único que quiero decir es que todo encaja de una forma demasiado conveniente, y que eso me está ocurriendo muy a menudo últimamente. Y todo tiene que ver con Tam, Frankie McGahern y Lillian Andrews. Pero tengo que pensarlo bien. Mi primera preocupación es que no me ahorquen por el homicidio de Parks.

—¿Alguien te vio salir de allí?

—No que yo sepa, pero sólo bastaría con un par de ciudadanos concienciados que estuvieran mirando por la ventana de su casa mientras yo me hacía el alpinista por la pared trasera de Parks. Y un par de viandantes me vieron salir trepando por la verja del parque de Kelvingrove.

—¿Te vieron bien?

—Probablemente sólo pudieron reconocer la ropa que llevaba. Tengo el traje en el maletero de mi coche, y temo que tal vez se haya quedado un pedazo enganchado en la cañería de Parks. Voy a librarme de él.

—Cuando lo lleves de vuelta a su coche, recoge el traje —le indicó Sneddon a Pequeñito. Se volvió hacia mí—. Lo incineraremos. En cuanto a esta mañana, cuando se cargaron a Parks, tú llevaste tu coche a uno de mis garajes para que lo repararan. Te daré el nombre y la dirección de dos mecánicos que declararán que tú estabas allí.

—Gracias —dije. Pero la idea de evitar una acusación de homicidio basándome en una coartada falsa suministrada por Sneddon no me llenaba de confianza precisamente. Y si la policía nunca atrapaba a los verdaderos asesinos, entonces Sneddon tendría algo para perjudicarme. Me pregunté si incineraría el traje de verdad. Pero tampoco me encontraba en posición de negociar.

—¿Entonces averiguarás quién se cargó a Parky? —Sneddon encendió otro cigarrillo. Me ofreció uno y lo acepté.

—Haré lo que pueda —dije, como si tuviera elección en el asunto—. Y a Tam McGahern. Como ya he dicho, los dos casos están conectados.

Sneddon metió la mano en su chaqueta y traté de no dar un respingo. Sacó un grueso fajo de billetes doblados de cinco libras y me lo entregó.

—Esto es a cuenta —dijo Sneddon—. Y no es reembolsable. Quiero un puto resultado, Lennox. Esto es una cacería, ¿está claro?

Asentí.

—Encuentra al que se cargó a Parky —concluyó—. Y yo me ocuparé del resto.

—Suena justo —dije, mientras guardaba en el bolsillo el dinero sin contarlo. Pensé en los buzones de Morrison. Tenía la desagradable sensación de que yo proporcionaría un nombre para alguno de esos buzones, de una manera o de otra. Sneddon había dejado claro que no aceptaría un fracaso.

Pequeñito Semple me llevó de regreso al sitio en que había dejado mi coche aparcado, cerca del Horsehead. Estaba mucho más locuaz en el viaje de vuelta.

—Qué gracioso que se haya escapado de la casa de Parky de esa manera —dijo, mientras avanzábamos.

—¿En qué sentido?

—Él estaba más acostumbrado a tener a algún cabrón subiendo por su cañería… —Pequeñito lanzó una risita de barítono.

En realidad yo no estaba de ánimo para bromas. Mientras salíamos del lugar secreto de Sneddon podría haber jurado, al mirar en el espejito lateral, que vi a Deditos salir y guardar un par de cortadores de pernos en el maletero de uno de los otros coches.

Finalmente no habían sido necesarios.

Capítulo veinticinco

Durante los dos o tres días siguientes traté de pasar más desapercibido que un prepucio en una convención de rabinos.

Esperaba un golpe en la puerta, o en mi cara, antes de que me arrastraran hasta la calle St. Andrews. Según mi experiencia la Policía de la Ciudad de Glasgow encontraba ciertos detalles insignificantes, como las pruebas, totalmente innecesarios a la hora de investigar un caso. McNab, como Salomón con una vara, poseía la sabiduría y la visión que hacían falta para decidir quién era culpable. Después de eso era sólo cuestión de tiempo y de nudillos amoratados que el sospechoso se diera cuenta de que había estado equivocado todo el tiempo cuando pensaba que no había tenido nada que ver con todo ese asunto.

Pero no se había producido ninguno de esos golpes. Y si hubieran estado vigilándome, seguramente me habría dado cuenta: el sigilo y la sutileza no eran los puntos fuertes del Departamento de Investigaciones Criminales de Glasgow.

El burdel de Park Circus se había cerrado. No habría importado si Sneddon hubiera puesto a un encargado para mantenerlo abierto: los periódicos estaban llenos de estremecedores titulares sobre la muerte de Arthur Parks, lo que significaba que los clientes a los que había prestado sus servicios ya no se acercarían a él. También significaba que ninguna cantidad de sobres marrones impediría que la policía se viera obligada a actuar y cerrarlo.

Para mí fueron unos días tensos, entre otras cosas porque los periódicos habían publicado una descripción de un hombre alto de traje marrón que había sido visto en el área inmediatamente después del homicidio. La descripción llegaba hasta allí, pero era suficiente para ponerme nervioso; sólo esperaba que Sneddon hubiera encendido su incineradora. Además, tenía otro motivo de inquietud: en el mismo periódico donde se había publicado la noticia del homicidio de Parks había otro artículo, más pequeño, sobre una muerte en Edimburgo. En este caso no se sospechaba de nada raro, al menos de alguna tercera persona. Uno de los cirujanos más importantes de Edimburgo se había quitado la vida: se había pegado un tiro en la cabeza con su antiguo revólver de servicio. Se trataba de una eminencia en el campo de la cirugía reconstructora maxilofacial, según el artículo. Alexander Knox.

Coincidencia número tres. Justo unos días después de que se cargaran a Parks, un importante cirujano plástico que había estado dispuesto a hacerle algún que otro favor a Tam McGahern decidía volarse los sesos.

Había pasado más de una semana de la muerte de Parks cuando la policía por fin vino a buscarme. Yo estaba en el Horsehead cuando Jock Ferguson apareció junto a mi codo. Aceptó mi oferta de un whisky. Buena señal. Hay una especie de etiqueta con los policías: no tienden a beber contigo justo antes de darte una paliza.

—¿Tienes algo que contarme? —Arqueó una ceja. Mi pulso se aceleró. Tal vez no había venido a socializar.

—¿Como qué?

—Déjalo ya, Lennox. Debes de estar metido hasta las cejas en toda esta mierda.

—¿Mierda?

Se volvió para mirarme de frente, dejó su vaso sobre el mostrador de manera casual y se apoyó en el pasamanos de bronce de la barra.

—No me jodas, Lennox. Es imposible que Willie Sneddon no te haya contratado para que investigues la muerte de Arthur Parks.

—Ah, eso… —dije, y traté de quitarme de la cara la expresión de «y yo creía que hablabas de que soy uno de los principales sospechosos de ese asesinato». Me pareció que no lo había hecho del todo bien, porque la amplia frente de Ferguson se frunció en un gesto de sospecha.

—¿De qué otra cosa creías que hablaba? —preguntó.

—No estaba seguro, eso es todo. —Sonreí y saqué un cubito de hielo, semiderretido, del escocés que había pedido porque a Big Bob se le había acabado el Canadian Club—. El problema cuando investigas en las alcantarillas es que hay demasiada mierda donde escoger.

Al parecer mi actuación de autodesaprobación fue convincente. Ferguson volvió a apoyar los codos en la barra.

—Willie McNab quiere cerrar este caso cuanto antes. Tiene una teoría.

—Ah, ¿sí?

—Tuvimos una discusión sobre los homosexuales. —Ferguson sonrió, algo poco característico de él—. Para McNab el concepto mismo está fuera de su comprensión. Me parece que no le gusta admitir que haya algunos en Escocia.

—He oído esa teoría antes —dije—. Al parecer de la misma manera en que san Patricio echó a todas las serpientes de Irlanda, san Andrés expulsó a todos los maricas de Escocia, quienes se convirtieron…

—… en los ingleses —dijimos al unísono y nos echamos a reír.

—Pero hablo en serio —continuó Ferguson—. McNab tiene un montón de teorías sobre el asesinato de Parks. Piensa que fue algún asunto homosexual y sadomasoquista. Lo único que sabe sobre la homosexualidad es que es ilegal y que los culpables de ella por lo general exhiben un excelente gusto para la ropa. Sus teorías comienzan a lindar con la ciencia ficción. Ya sabes, es como la reina Victoria… en realidad no cree que exista eso llamado lesbianismo. «¿Cómo puede funcionar algo así?», dijo. «Una toma de corriente y ningún enchufe».

—¿Por qué piensa que el homicidio de Parker fue sadomasoquista? —pregunté—. ¿Cómo lo mataron?

«Muy astuto, Lennox».

—No fue nada bonito, Lennox. —Ferguson hizo una mueca. No pude deducir si fue por causa del recuerdo o por el whisky—. Alguien le había dado una paliza como para hacerlo cagar en siete colores. Primero lo ataron a una silla y le hicieron mierda la cara a golpes.

—¿Entonces a ti no te convence la teoría de los sodomitas sadomasoquistas?

—En la guerra conocí a un tipo, un tío decente y un soldado de puta madre. Se voló la tapa de los sesos porque se supo que era homosexual y que lo someterían a una corte marcial. No me malentiendas; yo no me cuelgo de esas ramas, pero no siento la necesidad de perseguir a la gente por lo que son. Y me molesta la cantidad de tiempo de la policía y de los jueces que se destina a perseguirlos. No son delincuentes, son como son, eso es todo. Y no creo que se pasen el rato aullándole a la luna o adorando a Satanás. Tampoco creo que lo que vi en el apartamento de Parks tuviera algo que ver con dónde metía la polla.

—Tampoco yo —dije. «No tan astuto, Lennox»—. Quiero decir, por lo que me has contado.

—Entonces supongo que Sneddon te contrató para que investigaras el homicidio de Parks. —Ferguson volvió a hablar como un policía—. Y tú relacionas todo esto con lo de los McGahern, lo que me trae a la cuestión principal.

—Ya me parecía.

—Te dejé que te pasaras un poco con Lillian Andrews y ahora ella ha desaparecido por completo. Te lo dije, Lennox. Te advertí dé que tenía que hablar con ella sobre la muerte de su marido.

—Que oficialmente sigue siendo un accidente.

—Lo que no podría tener menos que ver con lo que te estoy diciendo. Tú sabes que fue asesinado, yo sé que fue asesinado. Lo que quiero saber es por qué y por quién. Pero Lillian Andrews se ha esfumado. Creo que se ha marchado al extranjero y no tengo las pruebas suficientes para convencer a McNab de que hay que seguir investigándola. Así que comencemos con lo que tú has averiguado exactamente sobre el asesinato de Arthur Parks y todo lo que sabes sobre Lillian Andrews.

—De acuerdo —dije, como si él me lo hubiera sonsacado—. Sneddon me pidió que husmeara, pero no tengo cómo empezar. Esto es como el asesinato de los McGahern: todos saben que no ha sido ninguno de los Tres Reyes. Por lo que he oído, no faltaba nada en el apartamento, ¿verdad?

—Nada. Pero eso no tiene importancia. Si hubieras visto el estado de Parks entenderías que no estaban interesados en robarle. Lo que querían era lo que él sabía. Ahora, eso me suscita mucha curiosidad. Yo ni por un momento me trago que Sneddon no sepa de qué va todo esto.

—No lo sabe. Créeme, Jock —dije sin ironía—. Esto suena cada vez más a que Parks tenía su propio negocio en algún lugar y que algo se torció.

—Como su mandíbula —comentó Ferguson. Mantuve una expresión impasible, como si no supiera de qué hablaba.

—En cuanto a Lillian Andrews —dije, encogiéndome de hombros—, no tengo la más mínima idea de dónde se ha ido o qué está haciendo. Pero siento que me ha superado en capacidad de maniobra. La verdad es que no he hecho ningún progreso desde la última vez que hablamos.

Ferguson se quedó a tomar otra copa, luego se marchó. Después yo pedí uno doble y me lo bajé de un trago. Me sentía aliviado; mucho. Pero algo me molestaba: ¿por qué me había parecido que Ferguson no me había presionado todo lo que habría podido?

Me marché del Horsehead poco después de Ferguson y fui en busca de una prostituta. Exclusivamente por mi investigación.

Lena, la chica que Parks me había ofrecido semanas antes, no era de la clase de mujeres que trabajan la calle. Demasiado bonita y con demasiada «clase». Hasta que abría la boca para hablar, al parecer. Estaba gravemente afectada, según me había dicho Sneddon, del «síndrome de la bocazas de los Gorbals». Oficialmente, Lena estaba tomándose un tiempo sabático hasta que las cosas se enfriaran; seguía bajo la protección de Sneddon, aunque Parks ya no estuviera cerca. Pero una semana es mucho tiempo sin trabajar y Sneddon sospechaba que Lena y algunas de las otras chicas atendían a algunos de sus clientes habituales en sus propias casas.

La dirección que me había dado Sneddon para que ubicara a Lena se encontraba en la planta superior de un pub de Partick. Aparqué el Atlantic frente al bar. Estaba en una manzana lóbrega, llena de casas de vecinos con ventanas manchadas de hollín, pero había una copa de cóctel hecha de tubos de neón, inclinada en un ángulo alegre, que parpadeaba lánguidamente a través de la lluvia de Glasgow. «Podría estar en Manhattan», pensé.

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