Libertad (7 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—Vamos a meter a ese chico en la cárcel, y ahí se quedará durante mucho, mucho tiempo —aseguró la entrenadora.

—Ah no no no no —contestó Patty—. No, nada de eso.

—Patty.

—Eso no va a pasar.

—Pasará si tú quieres que pase.

—No, de verdad que no pasará. Mis padres y los Post son aliados políticos.

—Escúchame —dijo la entrenadora—: eso no tiene nada que ver, ¿entiendes?

Patty estaba convencida de que la entrenadora se equivocaba. El doctor Post era cardiólogo y su mujer procedía de una familia de mucho dinero. Su casa era una de esas que visitaban personas como Teddy Kennedy y Ed Muskie y Walter Mondale cuando andaban escasos de fondos. Con el paso de los años, Patty había oído hablar mucho a sus padres del «jardín trasero» de los Post. Por lo visto, ese «jardín trasero» era tan grande como Central Park, pero más bonito. Tal vez cualquiera de las hermanas de Patty, con su sensibilidad artística, sus sobresalientes en todas las asignaturas y un par de cursos adelantadas, podría haber causado complicaciones a los Post, pero a nadie le habría cabido en la cabeza que la atleta de la familia, una mole con notas mediocres, les abollara la armadura.

—No pienso beber nunca más —prometió—, y problema resuelto.

—Quizá para ti —respondió la entrenadora—, pero no para otras chicas. Mírate los brazos. Fíjate en lo que te hizo. Se lo hará a otra si tú no lo impides.

—Son sólo morados y arañazos.

Llegados a este punto, la entrenadora pronunció un discurso motivacional sobre la obligación de salir en defensa de las compañeras de equipo, que en este caso equivalía a todas las jóvenes a quienes Ethan podía llegar a conocer. En conclusión, Patty debía encajar una falta dura por el bien del equipo y presentar cargos y permitir a la entrenadora informar al colegio privado de New Hampshire donde estudiaba Ethan, para que lo expulsaran y le negaran el diploma; si Patty no lo hacía, dejaría en la estacada a su equipo.

Patty se echó a llorar otra vez, porque habría preferido la muerte antes que dejar al equipo en la estacada. Ese mismo invierno, con gripe, había jugado casi medio partido de baloncesto antes de caer desmayada en la línea de banda y acabar con una sonda intravenosa.

Ahora el problema era otro: la noche anterior no había estado con su equipo. Había ido a la fiesta con su amiga Amanda, jugadora de hockey sobre hierba, cuya alma, por lo visto, no habría hallado la paz hasta lograr que Patty probara la piña colada, que, según les habían prometido, podrían tomar a cubos en casa de los McClusky. El ron me puso loca. En la piscina de los McClusky no había ninguna otra chica deportista. Ya casi por el hecho mismo de presentarse allí, Patty había traicionado a su verdadero y auténtico equipo. Y después había recibido su castigo. Ethan no había violado a una de aquellas otras chicas descocadas; había violado a Patty porque aquél no era su sitio: ella ni siquiera sabía beber.

Le prometió a la entrenadora que se lo pensaría.

Le chocó ver a su madre en el gimnasio, y obviamente a su madre le chocaba tanto como a ella encontrarse allí. Calzaba sus zapatos salón de diario y parecía Ricitos de Oro en el bosque sosobrecogedor, mirando con aire inseguro el austero mobiliario metálico, el suelo micótico, las pelotas arracimadas en bolsas de malla. Patty se acercó a ella y se sometió a su abrazo. Al ser su madre de constitución mucho más menuda, Patty se sintió en cierto modo como un reloj de pie que Joyce, con grandes esfuerzos, intentaba levantar y mover. Se desprendió de ella y la llevó al pequeño despacho delimitado por mamparas de cristal para que se desarrollase la forzosa conversación.

—Hola, soy Jane Nagel —saludó la entrenadora.

—Sí, ya nos... conocíamos —dijo Joyce.

—Ah, sí, es verdad, nos vimos una vez.

Ademas de su elocución vigorosa, Joyce tenía una postura vigorosamente correcta y una Sonrisa Afable, como una máscara, apta para todas las ocasiones públicas y privadas. Como nunca levantaba la voz, ni siquiera en momentos de ira (cuando se enfurecía, simplemente hablaba con voz más tensa y temblorosa), podía exhibir su Sonrisa Afable incluso en situaciones de extremo conflicto.

—No, más de una vez —precisó Joyce—. Varias veces.

—¿Ah, sí?

—Estoy segura.

—A mí no me consta —dijo la entrenadora.

—Esperaré fuera —anunció Patty, y cerró la puerta al salir.

La conversación entre madre y entrenadora no se alargó mucho.

Joyce salió enseguida, al son de su taconeo, y dijo:

—Vámonos.

La entrenadora, de pie en el umbral de la puerta detrás de Joyce, dirigió a Patty una mirada elocuente. La mirada significaba: «No te olvides de lo que te he dicho sobre el trabajo en equipo.»

El coche de Joyce era el último que quedaba en la sección del aparcamiento de visitantes. Metió la llave en el contacto pero no la giró. Patty preguntó qué pasaría a continuación.

—Tu padre está en su despacho —contestó Joyce—. Vamos directamente allí.

Pero no giró la llave.

—Siento mucho lo que ha pasado —se disculpó Patty.

—Lo que no entiendo —prorrumpió su madre— es cómo una deportista tan destacada como tú... o sea, cómo pudo Ethan, o quien fuera...

—Ethan, fue Ethan.

—Cómo pudo quien fuera... o Ethan —prosiguió—. Tú dices que fue Ethan casi con toda seguridad. ¿Cómo pudo... si fue Ethan... cómo pudo él...? —Su madre se tapó la boca con los dedos—. Ojalá hubiera sido cualquier otro. El doctor Post y su esposa son muy buenos amigos de... buenos amigos de muchas cosas buenas. Y yo no conozco bien a Ethan, pero...

—¡Yo apenas lo conozco!

—Entonces, ¿cómo demonios ha podido pasar una cosa así?

—Vámonos a casa.

—No. Debes contármelo. Soy tu madre —insistió Joyce.

Saltó a la vista que la incomodaba pronunciar esas palabras. Pareció darse cuenta de lo inusitado que resultaba tener que recordarle a Patty quién era su madre. Y Patty, por su parte, se alegró de que por fin esa duda saliese a la luz. Si Joyce era su madre, ¿cómo era posible que no hubiese asistido a la primera ronda del torneo estatal cuando Patty, con 32 tantos, batió el récord histórico de puntuación en las competiciones femeninas del Horace Greeley? De alguna manera, las madres de todas las demás habían encontrado tiempo para ir a ese partido.

Le mostró las muñecas a Joyce. Esto es lo que pasó —dijo—. Mejor dicho, parte de lo que pasó.

Joyce lanzó una única mirada a las contusiones, se estremeció y volvió la cabeza, como para respetar la intimidad de Patty.

—Qué horror —dijo—.

—Tienes toda la razón. Es un horror. —La entrenadora Nagel dice que debería ir a urgencias y contárselo a la policía y al director del colegio de Ethan.

—Sí, ya sé lo que quiere tu entrenadora. Por lo que se ve, para ella la castración sería el castigo idóneo. A mí lo que me interesa es saber qué piensas tú.

—No sé qué pienso.

—Si quieres ir a la policía ahora —dijo Joyce—, vamos a la policía. Tú sólo dime si es eso lo que quieres.

—Antes deberíamos contárselo a papá, supongo.

Y, dicho esto, enfilaron Saw Mill Parkway. Joyce siempre andaba de aquí para allá con los hermanos de Patty, llevándolos a Pintura, Guitarra, Ballet, Japonés, Debate, Teatro, Piano, Esgrima y Juicios Simulados, pero Patty ya rara vez iba en coche con Joyce. Entre semana, casi todos los días volvía a casa muy tarde en el autobús escolar de los que practicaban deporte. Si tenía partido, la acompañaba a casa el padre o la madre de otra chica. Si alguna vez sus amigas y ella se quedaban sin medio de transporte, sabía que no debía molestarse en llamar a sus padres; recurría directamente a los teletaxis Westchester y a uno de los billetes de veinte dólares que su madre la obligaba a llevar siempre encima. Jamas se le ocurrió emplear esos billetes para nada que no fueran taxis, ni ir a ningún sitio después de un partido salvo directo a casa, donde deshojaba el papel de aluminio de su cena a las diez o las once de la noche y bajaba al sótano para echar a lavar el uniforme mientras cenaba y veía reestrenos. A menudo se quedaba allí dormida.

—Y ahora una pregunta hipotética —dijo Joyce mientras conducía—. ¿Crees que bastaría con que Ethan te presentara una disculpa formal?

—Ya se disculpó.

—Por...

—Por haber sido tan brusco.

—¿Y tú qué dijiste?

—Nada. Dije que me quería ir a casa.

—Pero sí se disculpó por haber sido tan brusco.

—No fue una verdadera disculpa.

—De acuerdo. Acepto tu palabra.

—Sólo quiero que él sepa que existo.

—Lo que tú digas, cielo.

Joyce pronunció este «cielo» como si fuera la primera palabra de una lengua extranjera que estuviera aprendiendo.

A modo de prueba o castigo, Patty dijo: —Quizá bastaría con que se disculpara con verdadera sinceridad. —Y miró con atención a su madre, que hizo todo un esfuerzo (le pareció a Patty) para contener su entusiasmo.

—Esa es una solución casi ideal, diría yo —convino Joyce—. Pero sólo si de verdad crees que eso te bastaría.

—No me bastaría.

—¿Cómo dices?

—Digo que no me bastaría.

—Creía que acababas de decir que sí.

Patty se echó a llorar de nuevo desconsoladamente.

—Lo siento —dijo Joyce—. ¿He entendido mal?

—¡ME VIOLÓ COMO SI NADA! ¡PROBABLEMENTE NI SIQUIERA HE SIDO LA PRIMERA!

—Eso no lo sabes, Patty.

—Quiero ir al hospital.

—Oye, mira, ya casi hemos llegado al despacho de papá. A menos que de verdad tengas alguna herida, bien podríamos... Y ya sé qué dirá él, qué querrá que haga. Querrá que hagas lo mejor para ti. A veces le cuesta expresarlo, pero te quiere más que a nada en el mundo.

Joyce difícilmente podría haber afirmado algo que Patty hubiera anhelado creer con mayor fervor. Que hubiera deseado creer con toda su alma. ¿Acaso su padre no se mofaba de ella y la ridiculizaba de una forma que se consideraría cruel si no fuese porque en el fondo la quería más que a nada en el mundo? Pero ahora ella tenía diecisiete años y en realidad no era tonta. Sabía que uno podía querer a alguien más que a nada en el mundo y sin embargo no quererlo lo suficiente si estaba ocupado con otros asuntos.

Un olor a naftalina flotaba en el sanctasanctórum de su padre, que había heredado de su difunto socio principal sin cambiar la moqueta ni las cortinas. La procedencia exacta del olor a naftalina ira uno de esos misterios de la vida.

—¡Vaya un miserable de mierda, el niñato! —fue la respuesta de Ray al oír las nuevas de su hija y su mujer sobre el delito de Ethan Post.

—No tan niñato, por desgracia —comentó Joyce con una risa sarcástica.

—Es un niñato pervertido de mierda, una rata —dijo Ray—. ¡Mala hierba!

—Entonces ¿vamos al hospital? —preguntó Patty—. ¿O a la policía?

Su padre le pidió a su madre que telefoneara al doctor Sipperstein, el viejo pediatra, que venía participando en las actividades políticas del Partido Demócrata desde Roosevelt, y averiguara si estaba disponible para una urgencia. Mientras Joyce hacía la llamada, Ray le preguntó a Patty si sabía qué era una violación.

Ella lo miró atónita.

—Sólo quiero asegurarme —aclaró él—, ver si conoces realmente la definición legal.

—Tuvo relaciones sexuales conmigo sin mi consentimiento.

—¿Llegaste a decir que no?

—«No», «no lo hagas», «para». En cualquier caso era evidente. Intenté arañarlo y apartarlo a empujones.

—Entonces es un mierda asqueroso.

Patty nunca había oído hablar así a su padre, y lo agradeció, pero sólo de una manera abstracta, porque no era propio de él.

—Dave Sipperstein dice que puede recibirnos a las cinco en su consulta —informó Joyce—. Le tiene tanto cariño a Patty que habría sido capaz, creo, de cancelar la cena si hubiese sido necesario.

—Ya —dijo Patty—. Seguro que soy la número uno entre sus doce mil pacientes.

Pasó a contarle la historia a su padre, y éste le explicó en qué se equivocaba la entrenadora Nagel y por qué no podía acudir a la policía.

—Chester Post no es una persona fácil —explicó Ray—. Pero hace muchas cosas buenas para el condado. Dada su... esto... posición, una acusación así generaría una publicidad extraordinaria. Todo el mundo sabría quién lo acusa. Todo el mundo. Ahora bien, lo que es malo para los Post no tiene por qué preocuparte a ti. Pero casi con toda seguridad acabarías sintiéndote más violada que ahora por todo el proceso anterior al juicio, el propio juicio y la publicidad. Y eso incluso si él se declarase culpable para conseguir un trato de favor, incluso con una suspensión condicional de la pena, incluso con un auto de reserva. Siempre habrá un acta judicial.

—Pero todo esto debe decidirlo ella, no... —terció Joyce.

—Joyce. —Ray alzó una mano para interrumpirla—. Los Post pueden permitirse cualquier abogado del país. Y en cuanto se haga pública la denuncia, ya se habrá hecho todo el daño posible al acusado. No tendrá ningún incentivo para acelerar las cosas. En realidad, él será el más beneficiado si deja que tu reputación sufra al máximo antes de una sentencia acordada o un juicio.

Patty agachó la cabeza y le preguntó a su padre qué era, en su opinión, lo que debía hacer.

—Voy a llamar a Chester ahora mismo —respondió—. Tú ve a ver al doctor Sipperstein para asegurarnos de que estás bien.

—Y para contar con él como testigo —dijo Patty.

—Sí, Y podría prestar declaración si fuera necesario. Pero no habria juicio, Patty.

—¿Quedaría impune, pues? ¿Y le hará lo mismo a otra el fin de semana que viene?

Ray levantó las manos.

—Déjame... en fin, déjame hablar con el señor Post. Puede que se avenga a un procesamiento aplazado. Viene a ser una libertad condicional pero más discreta. Una espada sobre la cabeza Ethan.

—Pero ¡eso no es nada!

—En realidad, Pattylinda, es mucho. Sería la garantía que buscas de que no volverá a hacérselo a otra chica. También incluye una admisión de culpabilidad.

Ciertamente, parecía absurdo imaginar a Ethan sentado en la celda de una cárcel con un mono naranja por infligir un daño que en cualquier caso estaba básicamente en la cabeza de ella. Había hecho series de esprints tan dolorosas como una violación. Se sentía más baqueteada después de un partido de baloncesto reñido que en ese momento. Además, como deportista te acostumbras a que otras manos te toquen: cuando te dan un masaje en un músculo acalambrado, cuando defiendes al cuerpo, cuando pugnas por una pelota suelta, cuando te vendan un tobillo, cuando te corrigen la postura, cuando te ayudan a hacer estiramentos.

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