Libertad (6 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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En el tren, de regreso a casa, Patty le preguntó a su padre de qué lado estaba él.

—Ja, buena pregunta —contestó—. Tienes que saber que mi cliente es un embustero. La víctima es un embustero. Y el dueño del bar es un embustero. Son todos unos embusteros. Mi cliente tiene derecho a una defensa enérgica, eso por descontado. Pero también hay que intentar ponerse al servicio de la justicia. A veces, el fiscal, el juez y yo trabajamos en colaboración de la misma manera que el fiscal trabaja con la víctima o yo trabajo con el reo. ¿Has oído hablar de nuestro sistema de justicia acusatorio?

—Sí.

—Verás, a veces, el fiscal, el juez y yo acusamos a la misma persona. Procuramos esclarecer los hechos y evitar un fallo injusto. Pero eso no... mmm... eso no lo pongas en tu trabajo.

—Creía que para esclarecer los hechos están el gran jurado y el jurado.

—Y así es. Pon eso en tu trabajo, sí: un juicio con un jurado compuesto por iguales. Eso sí es importante.

—Pero la mayoría de tus clientes son inocentes, ¿no? Muy pocos merecen un castigo tan severo como el que algunos pretenden imponerles.

—Pero muchos de ellos son inocentes del todo, ¿no? Mamá dice que no dominan el idioma, o que a la policía le da igual a quién detiene y que son víctimas de los prejuicios y tienen pocas oportunidades.

—Todo eso es muy cierto, Pattylinda. Aun así... mmm... tu madre puede llegar a ser un poco ingenua.

Cuando el blanco de las ridiculizaciones era su madre, a Patty ya no le importaba tanto.

—En fin, ya has visto cómo es esa gente —dijo él—: «Dios mío. El ron me puso loco.»

Un detalle importante sobre la familia de Ray era que tenía mucho dinero. Sus padres vivían en una gran finca solariega, situada en los montes al noroeste de Nueva Jersey, con una preciosa casa de piedra de estilo moderno, proyectada supuestamente por Frank Lloyd Wright y decorada con obras menores de famosos impresionistas franceses.

En verano, el clan de los Emerson al completo se congregaba en la finca, a orillas del lago, organizando picnics familiares que por lo general Patty no conseguía disfrutar plenamente. Al abuelo, August, le gustaba agarrar a su nieta mayor por la cintura, sentarla en su muslo y balancearla, cosa que a él, Dios sabría por qué, le proporcionaba cierto placer; desde luego, no era muy respetuoso con los límites físicos de Patty. A partir de séptimo, Patty tuvo que jugar a dobles con Ray y su socio júnior y la mujer de su socio en la pista de tenis de tierra batida de los abuelos, y verse expuesta, con su exigua ropa de tenis, a las miradas del socio, sintiéndose cohibida y desconcertada por semejante magreo ocular.

Al igual que el propio Ray, el abuelo de Patty había adquirido el derecho a la excentricidad en privado haciendo buenas obras jurídicas en público; se había labrado un buen nombre defendiendo a destacados objetores de conciencia y prófugos del servicio militar en tres guerras. En su tiempo de ocio, que era mucho, cultivaba viñas en sus tierras y fermentaba la uva en uno de los anexos de la finca. Su bodega se llamaba «Anca de Cierva» y era objeto de no pocas bromas en la familia. En los picnics familiares, August, con andar inestable, se paseaba de aquí para allá en chanclas, con su bañador empapado y agarrando una de sus botellas toscamente etiquetadas con la que rellenaba los vasos que sus invitados habían vaciado discretamente en la hierba o entre los arbustos. «¿Qué te parece? —preguntaba—. ¿Es un buen vino? ¿Te gusta?» Venía a ser como un niño entregado con avidez a un hobby y a la vez como un torturador empeñado en castigar a cada víctima por igual. Remitiéndose a las costumbres europeas, August creía en la conveniencia de dar vino a los niños, y cuando las jóvenes madres estaban distraídas pelando mazorcas o compitiendo en la decoración de ensaladas, aguaba su «Anca de Cierva» gran reserva y obligaba a tomarlo a los niños, incluso a los de tres años, sujetándoles con delicadeza la barbilla si era necesario, y vertiendo el brebaje en su boca, para asegurarse de que lo tragaban. «¿Sabes qué es? —preguntaba—. Es vino.» Si después un niño empezaba a comportarse de manera anómala, August explicaba: «Esa sensación que tienes es una borrachera. Has bebido demasiado. Estás borracho.» Lo decía con un asco no menos sincero por ser cordial.

Patty, siempre la mayor entre los niños, observaba estas escenas con mudo horror, delegando en alguno de sus hermanos menores la misión de dar la voz de alarma: «¡El abuelo está emborrachando a los niños!» Mientras las madres corrían a reprender a August y arrebatarle a sus hijos, y los padres, disimulando la risa, cuchicheaban obscenamente sobre la obsesión de August con los cuartos traseros de las hembras de ciervo, Patty se adentraba en el lago a escondidas y flotaba en los bajíos, de aguas más cálidas, con los oídos tapados por el agua para aislarse de su familia.

Porque he aquí la cuestión: en todos los picnics, allá en la cocina de la casa de piedra, había siempre una botella o dos del fabuloso burdeos añejo de la legendaria bodega de August. Este vino se sacaba sólo por insistencia del padre de Patty, a un coste personal desconocido en forma de lisonjas y ruegos, y siempre era Ray quien daba la señal, un sutil gesto con la cabeza, a sus hermanos y a cualquier amigo de sexo masculino a quien hubiese invitado, aviso de que había llegado el momento de escabullirse del picnic y seguirlo. Los hombres regresaban al cabo de unos minutos con enormes copas redondas llenas a rebosar de un tinto soberbio, Ray cargado además con una botella francesa en la que quedaban a lo sumo un par de dedos, de vino, para repartirlo entre las esposas y otros visitantes menos privilegiados.

August, por mucho que le suplicaran, se negaba a bajar a la bodega por otra botella; ofrecía, en su lugar, más «Anca de Cierva» gran reserva.

Y por Navidad sucedía siempre lo mismo: los abuelos viajaban desde Nueva Jersey en su Mercedes último modelo (August cambiaba de coche cada uno o dos años) y llegaban a la hacinada casa estilo rancho de Ray y Joyce una hora antes de la hora antes de la cual Joyce les había implorado que no llegaran y repartían regalos insultantes. Especialmente memorable fue el año en que Joyce recibió dos paños de cocina muy usados. A Ray solía tocarle uno de esos libros de arte enormes expuestos en la mesa de saldos de Barnes & Noble, a veces todavía con la pegatina del precio: 3,99 dólares. A los niños los obsequiaban con la más diversa morralla de plástico de fabricación asiática: diminutos despertadores de viaje que no funcionaban, monederos con el logo de una agencia de seguros de Nueva Jersey, burdas y aterradoras marionetas chinas para enfundarse en el dedo, surtidos de bastoncitos para cóctel. Al mismo tiempo, en la universidad de August, se construía una biblioteca con su nombre. Como los hermanos de Patty se escandalizaban ante la cicatería del abuelo y buscaban compensación reclamando a sus padres una parte escandalosa del botín navideño —cada Nochebuena, Joyce se quedaba hasta las tres de la madrugada envolviendo los regalos seleccionados a partir de las interminables y muy pormenorizadas listas de peticiones navideñas de sus hijos—, Patty se pasó al otro extremo y decidió no preocuparse de nada que no fueran los deportes.

En su día, el abuelo había sido todo un deportista, una estrella del atletismo universitario y ala cerrada en fútbol americano, y probablemente de él había heredado Patty la estatura y los reflejos.

Ray también había jugado al fútbol, pero en Maine, en un colegio que apenas conseguía formar un equipo completo. Lo suyo en realidad era el tenis, el único deporte que Patty aborrecía, pese a lo bien que se le daba. En su opinión, Björn Borg en el fondo era un débil. Por lo general, salvo contadas excepciones (por ejemplo, Joe Namath), los deportistas de sexo masculino no le causaban gran impresión. Su especialidad era encapricharse de chicos muy solicitados que, por ser mayores o más guapos, eran opciones totalmente irrealizables. Con todo, como era una persona muy complaciente, accedía a salir casi con cualquiera que se lo pidiese. Creía que los chicos tímidos o poco solicitados tenían una vida difícil, y se compadecía de ellos en la medida de lo humanamente posible. Por alguna razón, muchos de éstos practicaban la lucha. Como ella sabía por experiencia, los luchadores eran valientes, taciturnos, raros, cejijuntos y educados, y no tenían miedo a las chicas deportistas. Uno de ellos le confió que, en secundaria, sus amigos y él la llamaban «la Simia».

Por lo que se refiere al sexo en sí, Patty tuvo su primera experiencia a los diecisiete años, en una fiesta, donde la violó un tal Ethan Post, estudiante de último curso en un internado. Ethan no practicaba ningún deporte, excepto el golf, pero aventajaba a Patty en quince centímetros y veinticinco kilos, circunstancia que no permitía crearse perspectivas muy alentadoras respecto a la fuerza muscular femenina en comparación con la de los hombres. Para Patty, lo que Ethan hizo con ella fue una violación en toda regla, sin nada de ambiguo. Cuando Patty empezó a forcejear, forcejeó con toda su alma, aunque no demasiado bien y sólo durante un rato, porque el suceso ocurrió durante una de sus primeras borracheras. ¡Hasta ese momento se había sentido tan maravillosamente libre! Acaso aquella magnífica y cálida noche de mayo, en la enorme piscina de la casa de Kim McClusky, Patty causara en Ethan Post una impresión equivocada.

Era demasiado complaciente incluso cuando no estaba borracha. Allí, en la piscina, debía de estar ciega de complacencia. En resumidas cuentas, tenía mucho de que culparse. Su idea de una aventura amorosa era como
la isla de Gilligan:
«lo más primitiva posible». Quedaba en un punto intermedio entre Blancanieves y Nancy Drew. Y no cabía duda de que Ethan poseía una presencia arrogante, que fue lo que le atrajo en ese momento. Parecía el objeto de deseo en una novela para chicas adolescentes con veleros en la cubierta. Después de violar a Patty, le dijo que lo sentía, que «aquello» había sido más brusco de lo que pretendía, que lo sentía mucho.

Sólo cuando se le pasaron los efectos de la piña colada, a primera hora de la mañana siguiente, en el dormitorio que, siendo ella tan complaciente como era, compartía con su hermana menor a fin de que la mediana dispusiera de un cuarto para ella sola donde poder ser Creativa y desordenada... sólo entonces se indignó. Lo indignante era que Ethan la hubiese considerado tan poca cosa como para poder violarla sin más y luego acompañarla a casa. Y ella no era poca cosa.

Para empezar, ya había batido, en su tercer año en el instituto Horace Greeley, el récord de asistencias por temporada de todos los tiempos, ¡récord que pulverizaría de nuevo al año siguiente! Además, formaba parte de la selección estatal en un estado que incluía nada menos que Brooklyn y el Bronx. Y aun así, un muchacho, un simple golfista al que apenas conocía, había considerado que podía violarla sin más.

Para no despertar a su hermana menor, se fue a llorar a la ducha. Ese fue, sin exagerar, el momento más desdichado de su vida. Aún hoy, cuando piensa en los oprimidos de este mundo y en las víctimas de la injusticia, y en cómo deben de sentirse, se retrotrae sin querer a aquel momento. De pronto acudieron a su mente cosas que nunca había pensado, como la injusticia de que una hija mayor se viera obligada a compartir la habitación y no se le concediera la que había ocupado Eulalie en el sótano porque estaba llena hasta los topes de material obsoleto de viejas campañas electorales, o la injusticia de que su madre se sintiese fascinada por las interpretaciones teatrales de su hija mediana pero no fuese nunca a un partido de Patty. Estaba tan indignada que casi le entraron ganas de hablar con alguien. Pero temía que su entrenadora o sus compañeras de equipo se enteraran de que había bebido.

Al final, la historia, pese a todos sus esfuerzos para mantenerla oculta, salió a la luz, porque al día siguiente la entrenadora Nagel sospechó algo y la espió en el vestuario. Obligó a Patty a sentarse en su despacho y la interrogó acerca de sus magulladuras y su abatimiento. Humillándose, Patty lo confesó todo de inmediato y entre sollozos. Para su más absoluta consternación, la entrenadora le propuso entonces acompañarla al hospital y comunicar el hecho a la policía. Patty acababa de hacer tres sencillos en cuatro turnos de bateo, con dos carreras anotadas, y había intervenido en varias jugadas defensivas de mérito. Obviamente no había sufrido graves daños. Además, sus padres eran aliados políticos de los padres de Ethan, así que la idea era inviable. Se atrevió a acariciar la esperanza de que una vil disculpa por infringir el reglamento del equipo, unida a la compasión y la indulgencia de la entrenadora, permitiera zanjar el asunto. Pero, ay, qué equivocada estaba.

La entrenadora llamó a casa de Patty y habló con su madre, quien, como siempre, iba con la lengua fuera y debía marcharse a toda prisa a una reunión, y no tenía tiempo para hablar ni recursos morales para reconocer que no tenía tiempo para hablar, y la entrenadora pronunció estas indelebles palabras por el auricular beige del Departamento de Educación Física:

—Su hija acaba de decirme que anoche la violó un chico, un tal Ethan Post. —La entrenadora permaneció a la escucha durante un minuto y dijo—: No, acaba de contármelo ahora... Exacto... Anoche... Sí, está aquí. —Y le entregó el auricular a Patty.

—¿Patty? —dijo su madre—. ¿Estás... bien?

—Estoy perfectamente.

—Dice la señora Nagel que anoche hubo un incidente.

—El incidente fue que me violaron.

—Qué me dices, qué me dices. ¿Anoche?

—Sí.

—Esta mañana yo estaba en casa. ¿Por qué no me has dicho nada?

—No lo sé.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no me has dicho nada?

—Puede que en ese momento no le haya dado mucha importancia.

—Pero sí se lo has contado a la señora Nagel.

—No —dijo Patty—. Lo que pasa es que ella es más observadora que tú.

—Esta mañana apenas te he visto.

—No te culpo de nada. Es sólo un comentario.

—Y crees que quizá te... quizá fue...

—Me violaron.

—No me lo puedo creer —replicó su madre—. Ahora mismo voy a buscarte.

La entrenadora Nagel quiere llevarme al hospital.

—¿Es, que no te encuentras bien?

—Ya te lo he dicho, estoy perfectamente

—Pues entonces quédate donde estás y no hagáis nada ninguna de las dos hasta que yo llegue.

Patty colgó e informó a la entrenadora de que su madre iba hacia allí.

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