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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 4 (16 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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Dudaba que el edificio hubiera sido alguna vez hermoso, pero aún quedaba en pie suficiente estructura como para permitirle suponer que podía haber tenido su encanto. La piedra, gastada por el tiempo no combinaba en absoluto con él ladrillo y el cemento que la rodeaban pero el asedio al que la sometían (los obreros que trajinaban para deshacer aquello, la excavadora ávida de escombros) le otorgaba cierta fascinación.

Uno o dos obreros notaron que los observaba, pero ninguno hizo ademán de detenerla cuando atravesó la plaza, fue hacia el pórtico de la iglesia y echó un vistazo a su interior. Por dentro, la iglesia había sido despojada de la mampostería decorativa, del púlpito, los bancos, la pila bautismal y todo lo demás; quedaba simplemente una estancia de piedra que carecía de atmósfera y de autoridad. Sin embargo, una persona había encontrado allí algo interesante. En el extremo opuesto de la iglesia había un hombre, situado de espaldas a Elaine, que miraba fijamente al suelo. Al oír pasos, se volvió con aire culpable.

—No tardaré nada —dijo.

—No se apure —repuso Elaine—. Creo que los dos somos intrusos.

El hombre asintió. Vestía sobriamente —incluso con una cierta monotonía—, a excepción de la pajarita verde. Sus facciones, a pesar del porte y el cabello canoso propio del hombre de mediana edad, carecían de arrugas, como si las sonrisas y el ceño fruncido no hubieran estropeado nunca su perfecta indiferencia.

—Es triste ver un sitio en estas condiciones, ¿no le parece? —inquirió él.

—¿Sabe cómo era la iglesia antes de que iniciaran la demolición?

—Venía de vez en cuando —repuso—, pero nunca fue muy popular.

—¿Cómo se llama? —preguntó Elaine.

—Iglesia de Todos los Santos. La construyeron a finales del siglo diecisiete, creo. ¿Le gustan las iglesias?

—No en particular. Vi el humo y…

—A todo el mundo le gustan las demoliciones —comentó él.

—Sí, supongo que es cierto —convino ella.

—Es como presenciar un funeral. Mejor ellos que nosotros, ¿no?

Elaine musitó alguna cosa para indicar su acuerdo y su mente se desvió hacia otra parte. Al hospital. Al dolor y a la actual cicatrización. A la vida que le salvaron solamente a costa de la capacidad de producir más vida. «Mejor ellos que nosotros.»

—Me llamo Kavanagh —le dijo él.

Cubrió la corta distancia que los separaba con la mano tendida.

—Mucho gusto. Elaine Rider.

—Elaine, bonito nombre.

—¿Está echando un último vistazo al lugar antes de que se venga abajo?

—Efectivamente. He estado viendo las inscripciones de las piedras del suelo. Algunas son de lo más elocuente. —Con el pie apartó un fragmento de madera de una de las lápidas—. Me parece un desperdicio. Estoy seguro de que se limitarán a hacerlas trizas cuando comiencen a levantar el suelo…

Elaine bajó la mirada para observar las lápidas que tenía bajo los pies. No todas ellas llevaban inscripción; en la mayoría de las que la tenían sólo figuraban las fechas y los nombres. Sin embargo, había algunas inscripciones. Una de ellas, a la izquierda de donde estaba Kavanagh de pie, tenía un relieve casi completamente erosionado de tibias cruzadas, como baquetas de tambor, y el abrupto lema: Redimid el tiempo.

—Creo que, en algún momento, aquí debajo hubo una cripta —dijo Kavanagh.

—Ah, ya veo. Y éstas son las personas a las que enterraron.

—Pues no se me ocurre otra cosa para explicar las inscripciones, ¿y a usted? Me gustaría preguntarles a los obreros… —hizo una pausa en mitad de la frase —. Pensará usted que es algo morboso por mi parte…

—¿Qué?

—Pues verá, preservar de la destrucción una o dos de las lápidas más bonitas.

—No lo considero morboso —repuso ella—. Son muy hermosas.

Visiblemente animado por la respuesta de Elaine, el hombre dijo:

—Quizá debería hablar con ellos ahora. ¿Me disculpa un momento?

Se marchó dejándola sola en la nave, como una novia desamparada, y fue a preguntar a uno de los obreros. Elaine se dirigió hasta el punto donde había estado el altar y fue leyendo los nombres a medida que avanzaba. ¿A quién le importaban ahora los lugares de descanso de estas personas? Muertas hacía doscientos años y más, no para pasar a la amorosa posteridad sino al olvido. Y de repente, las esperanzas de una vida después de la muerte, que nunca había expresado claramente pero que había abrigado a lo largo de sus treinta y cuatro años, desparecieron; la vaga ambición del cielo ya no la agobiaba. Algún día, quizá este mismo día, moriría, igual que estas personas, y no importaría ni un ápice. No había nada que esperar, nada a qué aspirar, nada con qué soñar. Se quedó en un lugar iluminado por la luz del sol, espesado por el humo, meditando al respecto, y casi se sintió feliz.

Kavanagh regresó después de haber hablado con el capataz.

—Efectivamente, hay una cripta —le dijo — , pero todavía no la han vaciado.

—Ah.

Todavía están ahí abajo, pensó ella. Polvo y huesos.

—Al parecer tienen problemas para acceder a ella. Todas las entradas están selladas. Por eso están excavando alrededor de los cimientos. Para encontrar otro modo de entrar.

—¿Se suelen sellar las criptas?

—No tan bien como ésta.

—Quizá no quedara sitio —comentó ella.

—Puede ser —repuso Kavanagh, tomándose el comentario con mucha seriedad.

—¿Le darán una de las lápidas?

—No es algo que les competa decidir —repuso, sacudiendo la cabeza—. Son sólo lacayos del ayuntamiento. Parece ser que cuentan con una empresa de excavadores profesionales que vendrán a levantar los cuerpos para llevarlos a sus nuevas sepulturas. Ha de hacerse todo con el debido decoro.

—Mucho se preocupan —comentó Elaine, y volvió a bajar la vista para observar las lápidas.

—En eso estoy de acuerdo —replicó Kavanagh — . Me parece que todo esto resulta un tanto excesivo. Aunque quizá no seamos lo suficientemente temerosos de Dios.

—Es probable.

—De todas maneras, me dijeron que regresara dentro de uno o dos días, y que preguntara a los que harán el traslado.

Elaine se echó a reír al pensar en los muertos mudándose de casa y empaquetando sus bienes personales. Kavanagh se mostró satisfecho de haber hecho un chiste, aunque hubiera sido sin intención. Instalado en la cima de este éxito, dijo:

—Me pregunto si podré invitarla a una copa.

—Me temo que no sería muy buena compañía. Estoy muy cansada.

—Quizá podríamos reunimos en otro momento —sugirió él.

Ella apartó la vista de aquella cara ansiosa. Era bastante agradable, dentro de su placidez. Le gustaba su pajarita verde —seguramente era una broma a expensas de su propia monotonía. También le gustaba su seriedad. Pero no lograba enfrentarse a la idea de tomar una copa en su compañía, al menos no esa noche. Le ofreció disculpas y le explicó que había estado enferma y que aún no había recuperado las fuerzas.

— ¿Otra noche, quizá? —preguntó con amabilidad.

La falta de agresividad en su galanteo resultó persuasiva.

—Me gustaría, muchas gracias.

Antes de separarse, intercambiaron sus números de teléfono. Él se mostró encantadoramente entusiasmado ante la idea de volver a verla, e hizo sentir a Elaine que, a pesar de todo lo que le habían quitado, aún conservaba su sexo.

Regresó al apartamento y se encontró con un paquete de Mitch y un gato famélico ante la puerta. Dio de comer al animalito, se preparó café y abrió el paquete. En su interior, envuelta en varias capas de papel tisú, encontró una bufanda de seda, escogida con el extraño ojo que tenía Mitch para los gustos de Elaine. La nota que la acompañaba decía: Es tu color. Te quiero, Mitch. Se sintió tentada de coger el teléfono en ese mismo momento y hablarle, pero en cierta manera la idea de oír su voz le pareció peligrosa. Demasiado cercana a la herida, quizá. Le preguntaría cómo se sentía, entonces ella contestaría que se encontraba bien, y él insistiría: «Ya, ¿pero estás segura?». Ella respondería: «Estoy vacía, me han quitado la mitad de las vísceras, maldito seas, y jamás tendré ni hijos contigo ni con nadie más, y ahí se acaba todo, ¿no?». Sólo pensar en hablar con él hizo que las lágrimas le asomaran a los ojos, y en un inexplicable arranque de ira, envolvió la bufanda en el papel disecado y la sepultó en el fondo del cajón más profundo. Maldito fuera por intentar remediar las cosas ahora, cuando en el momento en que ella más necesitó de él sólo había sido capaz de hablarle de su paternidad y de cómo los tumores de ella se la negarían.

Era una noche clara; la piel fría del cielo se estiró tanto, que a punto estuvo de romperse. No quería echar las cortinas de la habitación de delante, aunque los transeúntes pudieran ver el interior, porque el azul que iba haciéndose cada vez más oscuro era demasiado hermoso para perdérselo. De modo que permaneció sentada ante la ventana y observó el crepúsculo. Sólo cuando se produjo el último cambio, echó las cortinas para impedir el paso del frío.

No tenía hambre; no obstante, se preparó algo de comida y se sentó a mirar la televisión mientras cenaba. Sin acabarse el contenido del plato, posó la bandeja y se quedó adormilada; los programas le fueron llegando de forma intermitente. Un comediante sin gracia ni ingenio, cuya simple tos hacía caer a la audiencia en el paroxismo; un programa de historia natural sobre la vida en Serengetti; las noticias. Había leído todo lo que necesitaba saber esa misma mañana: los titulares no habían cambiado.

Sin embargo, un tema le picó la curiosidad: una entrevista con Michael Maybury, el navegante solitario que había sido rescatado ese mismo día, después de dos semanas a la deriva en el Pacífico. La entrevista se retransmitía desde Australia, y la conexión no era buena; la imagen de la cara barbuda y quemada por el sol de Maybury sufría la amenaza constante de difuminarse. La imagen importaba poco: el solo sonido de su narración de los hechos resultaba cautivador, sobre todo un episodio en particular, cuyo recuerdo parecía angustiarlo nuevamente. Su embarcación permaneció inmovilizada por falta de vientos, y como carecía de motor, no le había quedado más remedio que esperar. Pero los vientos no llegaron. Pasó una semana y su barco apenas se había movido un kilómetro del mismo lugar en el océano apático; ni un pájaro ni ninguna otra embarcación habían roto la monotonía. A cada hora que pasaba crecía su claustrofobia, y al octavo día ésta alcanzó las proporciones del pánico; por ello se dejó caer por la borda del yate y se alejó a nado de la embarcación, con un salvavidas atado a la cintura, para escapar de aquellos escasos metros de cubierta, siempre iguales, invariables. Pero una vez que se hubo alejado del yate, y cuando flotaba ya en el agua tranquila y caliente, no sintió deseo alguno de regresar. ¿Por qué no desatar el nudo —pensó— y alejarse flotando?

—¿Qué le hizo cambiar de idea? —inquirió el entrevistador.

En este punto, Maybury frunció el ceño. Resultaba claro que había llegado al momento álgido de su historia, pero se negaba a concluirla. El entrevistador le repitió la pregunta.

Finalmente, el marino respondió, titubeante:

—Me volví a mirar el yate y vi que en la cubierta había alguien.

Inseguro de haber oído bien, el entrevistador preguntó:

—¿Alguien en la cubierta?

—Sí —respondió Maybury—. Había alguien en la cubierta. Vi claramente una figura que se movía por la cubierta.

—¿Reconoció usted a ese… ese polizón? —inquirió el entrevistador.

Maybury cambió por completo de expresión al presentir que se tomaban su historia con un ligero sarcasmo.

—¿Quién era? —insistió el entrevistador.

—No lo sé —repuso Maybury—. La muerte, supongo. i Durante un instante, el periodista se quedó sin palabras.

—Claro que, al cabo de unos momentos, usted volvió al yate.

—Sí.

—¿Y no encontró rastros de nadie?

Maybury miró de frente al entrevistador, y una expresión desdeñosa le surcó el rostro.

—He sobrevivido, ¿no? —repuso.

El entrevistador murmuró que no entendía bien qué quería decir.

—No me ahogué —explicó Maybury—. Pude haber muerto entonces, si hubiera querido. Pude haber desatado la cuerda y ahogarme.

—Pero no lo hizo. Y al día siguiente…

—Al día siguiente el viento empezó a soplar.

—Se trata de una historia extraordinaria —dijo el entrevistador, satisfecho de haber superado con seguridad la parte más peliaguda—. Tendrá usted ganas de ver a su familia para las Navidades…

Elaine no escuchó el intercambio final de ocurrencias. Su imaginación seguía sujeta mediante una fina cuerda a la habitación en la que se encontraba, y con los dedos jugueteaba con el nudo. Si la Muerte lograba encontrar una embarcación en el medio del Pacífico, cuánto más fácil le sería encontrarla a ella, y sentarse en su compañía, quizá, mientras ella durmiera. Observarla mientras ella se dedicaba a su luto. Se incorporó y apagó la televisión. De pronto, el apartamento quedó en silencio. Con impaciencia, analizó la calma, pero no notó signo alguno de huéspedes, fueran bienvenidos o no.

Mientras escuchaba, logró saborear agua salada. Del océano, no cabía duda.

Al salir del hospital le habían ofrecido diversos refugios en los que Pasar la convalecencia. Su padre le había invitado a Aberdeen; su hermana Rachel le había suplicado en varias ocasiones que pasara unas semanas en Buckinghamshire; incluso había recibido una lamentable llamada telefónica de Mitch, durante la cual le había sugerido pasar juntos las vacaciones navideñas. Había rechazado todas las propuestas, pretextando que quería recuperar el ritmo de su vida anterior lo antes posible: volver al trabajo, a sus compañeros y sus amigos. En realidad, sus motivos eran mucho más profundos. Había temido la conmiseración de todos ellos, había temido que la arroparan demasiado con sus afectos y que llegara a apoyarse demasiado en ellos. La vena independiente que la había traído a esta ciudad poco amistosa era un estudiado desafío a su asfixiante deseo de seguridad. Si cedía a esas amorosas súplicas, sabía que echaría raíces en el suelo doméstico y que no volvería a salir de él durante al menos otro año. Y, en ese tiempo, ¿quién sabe qué aventuras podían escapársele de las manos?

Por eso había vuelto a trabajar en cuanto se sintió capaz, con la esperanza de que, aunque no hubiera asumido todas sus responsabilidades, la rutina la ayudara a recuperar una vida normal. Pero el juego de manos no resultó del todo acertado. Un día sí y otro también, ocurría algo —oía por casualidad algún comentario, o pescaba alguna que otra mirada que se suponía que no debía haber visto— que le hacía comprender que la trataban con una cautela ensayada, que sus colegas la consideraban fundamentalmente cambiada por la enfermedad. Y aquello le había dado rabia. Le hubiera gustado escupirles en la cara las sospechas que abrigaba, decirles que ella no era sinónimo de su útero, y que la extirpación de uno no significaba el eclipse de la otra.

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