Harry sintió desvanecerse la última solidez bajo sus pies; sintió que el foso lo llamaba. Cuando sus pies abandonaron el suelo, éste se desvaneció en la nada, y por un terrorífico momento permaneció colgado al borde del abismo, mientras sus manos buscaban el borde del féretro. Con la derecha logró sujetarse en una de las asas y se aferró a ella, agradecido. El brazo estuvo a punto de descoyuntársele cuando tuvo que soportar el peso del cuerpo, pero estiró el otro y encontró el borde del féretro. Utilizándolo como punto de apoyo, se izó como un marinero medio ahogado. Era un extraño bote salvavidas, pero aquél era un mar no menos extraño. Infinitamente profundo, infinitamente terrible.
Mientras se esforzaba por lograr asirse mejor, el féretro comenzó a sacudirse, y al levantar la vista Harry descubrió que el muerto estaba sentado bien erguido. Los ojos de Swann estaban desmesuradamente abiertos. Los volvió hacia Harry; distaban mucho de ser benévolos—. El ilusionista muerto no tardó en ponerse de pie, y a cada movimiento que hacía el féretro flotante se sacudía con mayor violencia. Una vez en posición vertical, Swann se dispuso a deshacerse de su visitante, hundiéndole el tacón en los nudillos. Harry miró a Swann, suplicándole que parara.
El Gran Simulador era todo un espectáculo digno de verse. Tenía los ojos desorbitados, llevaba la camisa rota y abierta para mostrar la herida de salida del pecho. Volvía a sangrar. Una lluvia de fría sangre cayó sobre el rostro vuelto hacia arriba de Harry. Y el tacón continuaba hundiéndose en sus manos. Harry sintió que comenzaba a soltarse. Al comprobar que se aproximaba el triunfo, Swann comenzó a sonreír.
—¡Cae, muchacho! —le ordenó—. ¡Cae!
Harry no aguantaba más. En un enloquecido esfuerzo por salvarse, soltó el asa que aferraba con la derecha y procuró agarrar a Swann por la pernera del pantalón. Sus dedos encontraron el dobladillo y tiró. El ilusionista dejó de sonreír al sentir que perdía el equilibrio. Buscó detrás de él, para sujetarse en la tapa de féretro, pero el ademán lo inclinó aún más. El cojín afelpado pasó por encima de la cabeza de Harry y le siguieron las flores.
Swann aulló enfurecido y le asestó una maligna patada en la mano. Fue un error. El féretro se dio la vuelta del todo y el muerto salió despedido. Harry tuvo tiempo de vislumbrar el rostro asombrado de Swann cuando el ilusionista pasó junto a él en su caída. Luego, él también perdió asidero y cayó tras el ilusionista.
El aire oscuro gimió junto a sus orejas. Debajo de él, el abismo le tendió sus vacíos brazos. Entonces, además del rumor que sentía en la cabeza, le llegó otro sonido: una voz humana.
—¿Está muerto? —preguntó.
—No —repuso otra voz—, creo que no. ¿Cómo se llama, Dorothea?
—D'Amour.
—¿Señor D'Amour? ¿Señor D'Amour?
La caída de Harry aminoró un tanto. Debajo de él, el abismo rugía enfurecido.
Oyó otra vez la voz, cultivada pero sin melodías. —Señor D'Amour.
—Harry —dijo Dorothea.
Al oír su nombre, pronunciado por aquella voz, dejó de caer y se sintió impulsado hacia arriba. Abrió los ojos. Yacía sobre un suelo sólido con la cabeza a unos centímetros de la pantalla sin imagen del televisor. Las flores estaban todas en su sitio, repartidas por la habitación, Swann en su féretro y Dios —si había que hacer caso de los rumores— en los Cielos.
—Estoy vivo —dijo.
Su resurrección contaba con bastante público. Dorothea, por supuesto, y dos extraños. Uno, el dueño de la voz que había oído en primer término, estaba de pie, junto a la puerta. Sus facciones no tenían nada de notable, a excepción de las cejas y las pestañas, pálidas hasta el punto de resultar invisibles. La mujer que acompañaba al hombre se encontraba cerca. Compartía con él esa inquietante banalidad, despojada de toda característica que pudiera servir de pista para descifrar su naturaleza.
—Ayúdalo, ángel mío —ordenó el hombre, y la mujer se inclinó para obedecerlo.
Era más fuerte de lo que parecía; ayudó a Harry a ponerse en pie. Durante su extraño sueño había vomitado. Se sintió sucio y ridículo.
—¿Qué diablos pasó? —inquirió, mientras la mujer lo acompañaba hasta la silla y le ayudaba a sentarse.
—Intentó envenenarle —le dijo el hombre.
—¿Quién?
—Valentín, por supuesto.
—¿Valentín?
—Se ha ido —le informó Dorothea—. Desapareció. —Temblaba—. Le oí gritar, y cuando vine lo encontré en el suelo. Creí que iba a ahogarse.
—Ya está bien —dijo el hombre—, todo está en orden.
—Sí —dijo Dorothea, tranquilizada por su insulsa sonrisa—. Éste es el abogado del que le hablé, Harry. El señor Butterfield.
—Encantado —dijo Harry limpiándose la boca.
—¿Por qué no bajamos? —sugirió Butterfield—. Así podré pagarle al señor D'Amour lo que le debemos.
—No se preocupe —dijo Harry—, no suelo cobrar hasta haber terminado el trabajo.
—Pero ya está —dijo Butterfield—. Sus servicios ya no son necesarios.
Harry lanzó una mirada a Dorothea. Arrancaba un
anthurium
marchito de una rama que, por lo demás, estaba bien verde.
—Me contrataron para acompañar el cuerpo…
—Ya se han hecho los arreglos para disponer del cuerpo de Swann —le informó Butterfield. Su cortesía era perfecta—. ¿No es así, Dorothea?
—Estamos en plena noche —protestó Harry—. No conseguirán quemarlo hasta mañana por la mañana.
—Gracias por su ayuda —le dijo Dorothea—. Pero estoy segura de que todo estará en orden ahora que ha llegado el señor Butterfield.
Butterfield se volvió hacia su compañera.
—¿Por qué no sales a buscarle un taxi al señor D'Amour? —le sugirió. Luego, dirigiéndose a Harry, añadió—: No queremos que tenga que andar por ahí, dando vueltas.
Mientras bajaba la escalera, y en el pasillo, mientras Butterfield le pagaba, Harry deseó que Dorothea contradijese al abogado y le pidiera que se quedara. Pero ni siquiera le ofreció una palabra de despedida cuando lo acompañaron a la puerta principal. Los doscientos dólares que le habían dado eran, por supuesto, una recompensa más que adecuada por las pocas horas ociosas que había pasado allí, pero hubiera quemado felizmente los billetes porque Dorothea le hiciera al menos una señal que le indicara que lamentaba la separación. Pero, por supuesto, no hizo nada. Por sus experiencias pasadas, sabía que su magullado ego tardaría veinticuatro horas en recuperarse de semejante indiferencia.
Se bajó del taxi en la Tercera, cerca de la Ochenta y Tres, y caminó hasta un bar de Lexington, donde sabía que podría poner media botella de bourbon entre él y los sueños que había tenido.
Era bastante más tarde de la una de la mañana. La calle estaba desierta, sólo ocupada por él y por el eco de sus pasos. Dobló la esquina, entró en Lexington y esperó. Momentos después, Valentín dobló la misma esquina. Harry lo agarró de la corbata.
—No está mal el nudo —le dijo, levantando al hombre del suelo.
Valentín no intentó soltarse y se limitó a decirle:
—Gracias a Dios que está vivo.
—No iba a ser gracias a usted —le comentó Harry—. ¿Qué me puso en la bebida?
—Nada —insistió Valentín—. ¿Por qué habría de ponerle alguna cosa?
—¿Cómo es que me encontré en el suelo? ¿Y cómo es que tuve esos malos sueños?
—Ha sido Butterfield —le indicó Valentín — . Lo que haya soñado fue obra suya, créame. Reconozco que en cuanto lo oí entrar en la casa, me entró el pánico. Sé que debí advertírselo, pero también sabía que si no me iba de allí rápidamente, no lograría salir nunca.
— ¿Me está diciendo que le habría matado? —Personalmente, no; pero sí, me habría matado. —Harry parecía incrédulo—. Lo nuestro viene de lejos.
—Pues se lo dejo —le informó Harry, soltando la corbata—. Estoy demasiado cansado como para aguantar más mierda de ésta.
Se apartó de Valentín y comenzó a caminar.
—Espere —le dijo el otro—, sé que no fui amable con usted, allá en la casa, pero tiene que comprenderme, las cosas se pondrán mal. Para los dos.
—Me pareció haberle oído comentar que todo se había acabado, excepto los gritos.
—Eso pensaba yo. Creí que lo teníamos todo atado. Y cuando llegó Butterfield me di cuenta de lo ingenuo que había sido. No dejarán que Swann descanse en paz. Ni ahora ni nunca. Tenemos que salvarlo, D'Amour.
Harry se detuvo y estudió la cara del hombre. Si se lo hubiera encontrado por la calle, no lo habría tomado por un loco.
—¿Subió Butterfield al piso de arriba? —preguntó Valentín.
—Sí. ¿Porqué?
—¿Recuerda si se acercó al féretro? Harry negó con la cabeza.
—Bien —dijo Valentín — . Entonces, las defensas aguantan, y eso nos da un poco de tiempo. Swann era un estupendo táctico, ¿sabe? Pero a veces llegaba a ser descuidado. Por eso lo atraparon. Por puro descuido. Sabía que iban tras él. Se lo dije desde el principio, le dije que debíamos cancelar el resto de las actuaciones e irnos a casa. Al menos allí tenía una especie de santuario.
—¿Cree que lo asesinaron?
—Cristo santo —murmuró Valentín, casi sin esperanza de hacer entrar en razón a Harry—, por supuesto que lo asesinaron.
—De modo que ya nadie puede salvarlo, ¿verdad? El tío está muerto.
—Muerto, sí. Pero no es cierto que nadie pueda salvarlo.
—¿A todo el mundo le habla en clave?
Valentín le puso la mano en el hombro y le dijo con sinceridad no fingida:
—Claro que no. De nadie me fío tanto como de usted.
—Es muy repentino. ¿Puedo preguntar por qué?
—Porque está usted metido en esto hasta el cuello, igual que yo —repuso Valentín.
—Ni hablar —dijo Harry.
Pero Valentín no prestó atención a su negativa y prosiguió su discurso.
—Por el momento no sabemos cuántos son, claro. Quizá sólo hayan enviado a Butterfield, pero no lo creo probable.
—¿Con quién está Butterfield? ¿Con la mafia?
—Ojalá tuviéramos tanta suerte —replicó Valentín. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel—. Ésta es la mujer con la que estaba Swann esa noche, en el teatro. Quizá ella sepa la fuerza que tienen.
—¿Hubo una testigo?
—No se presentó, pero sí, la hubo. Yo era su alcahuete. Concertaba sus adulterios, para que nadie lo molestara. Procure ver si puede llegar hasta ella…
Se interrumpió abruptamente. En alguna parte, muy cerca, se oyó una música. Sonaba como una banda de jazz compuesta por músicos borrachos que improvisaran con las flautas: una cacofonía asmática y errabunda. La cara de Valentín se convirtió instantáneamente en el vivo retrato del dolor.
—Dios nos ampare —dijo en voz muy baja, y comenzó a alejarse de Harry.
—¿Qué pasa?
—¿Sabe rezar? —inquirió Valentín mientras se retiraba por la calle Ochenta y Tres.
El volumen de la música subía a cada intervalo.
—Hace veinte años que no rezo —repuso Harry. —Entonces, aprenda —le dijo Valentín.
Se dio media vuelta y echó a correr.
Al hacerlo, desde el norte fue avanzando por la calle una especie de oscuridad que le quitó brillo a los letreros de los bares y a las farolas. Los anuncios de neón comenzaron a fallar y se apagaron; en los pisos superiores se oyeron protestas al irse las luces y, como animada por las blasfemias, la música adquirió un ritmo más fresco y movido. Por encima de su cabeza, Harry oyó como un lamento, alzó la vista y vio una silueta irregular recortada contra las nubes. De ella pendían como unos zarcillos; parecía un buque de guerra que descendiera sobre la calle, dejando atrás un hedor de pescado podrido. Estaba claro que su objetivo era Valentín. Harry gritó por encima del lamento, la música, el pánico y la negrura, pero en cuanto hubo gritado oyó a Valentín aullar en la oscuridad; era un grito suplicante que fue crudamente interrumpido.
Permaneció en las sombras; sus pies se negaban a avanzar hacia el lugar desde donde había provenido la súplica. El hedor seguía llenándole la nariz; al aspirarlo le volvió la náusea. Y entonces regresaron también las luces; fue una ola de potencia que encendió las farolas y los letreros de los bares mientras cubría toda la calle. Alcanzó a Harry y siguió adelante, hasta el lugar donde había visto a Valentín por última vez. Estaba desierto; para ser más exactos, la acera estaba vacía hasta llegar a la siguiente intersección.
La machacona música de jazz había cesado.
Con los ojos alerta, esperando descubrir a un hombre, una bestia o los restos de cualquiera de ellos, Harry deambuló por la acera. A unos diez metros de donde había estado, el cemento aparecía húmedo. Se alegró de comprobar que no era sangre: el fluido era de color de la bilis y olía como mil demonios. Entre las salpicaduras se encontraban varias tiras de lo que podía haber sido tejido humano. Al parecer, Valentín había luchado y había logrado herir a su atacante. Había más rastros de aquella sangre más adelante, en la acera, como si aquella cosa herida se hubiera arrastrado antes de reemprender el vuelo. Con toda probabilidad, llevándose a Valentín. Ante semejantes fuerzas, Harry sabía que sus escasos poderes no le servían de nada, pero de todos modos se sintió culpable. Había oído el grito, había visto al agresor lanzarse en picado; sin embargo, el miedo le había pegado al suelo la suela de los zapatos.
Experimentó un terror parecido a éste en la calle Wyckoff, cuando el diablo amante de Mimi Lomax había abandonado finalmente toda simulación de humanidad. El cuarto se había llenado de olor a éter y a mugre humana, y el demonio se había erguido en toda su asombrosa desnudez para mostrarle unas escenas que le revolvieron las vísceras. Entonces, aquellas escenas regresaron con él. Lo acompañarían para siempre.
Bajó la vista y miró el trozo de papel que Valentín le había dado: había apuntado el nombre y la dirección a toda prisa, pero logró descifrarlos.
Un hombre en su sano juicio, se recordó Harry, rompería aquella nota y la arrojaría a la alcantarilla. Pero si los hechos acaecidos en la calle Wyckoff le habían enseñado algo, eso era que, una vez tocado por una maldad como la que había visto y soñado en las últimas horas, resultaba imposible deshacerse de ella de un modo casual. Tendría que seguirla hasta el origen por más que le repugnara la idea, y realizar con ella los pactos que la fuerza de su mano le permitiera.
La ocasión nunca era buena para hacer negocios de este tipo: así que tendría que aprovechar aquélla. Regresó hasta Lexington y fue en taxi hasta la dirección escrita en el papel. No recibió respuesta al llamar al timbre marcado con el nombre de Bernstein; despertó al portero y se enzarzó en una frustrante discusión con él a través de la puerta de cristales. El hombre estaba furioso porque le habían despertado a esa hora; insistía en que la señorita Bernstein no estaba en su apartamento, y permaneció inmutable cuando Harry adujo que podía tratarse de una emergencia de vida o muerte. Sólo cuando sacó la cartera el hombre mostró un ligero asomo de preocupación. Finalmente, dejó entrar a Harry.