Lo que ocurría más tarde —cuando el mago, después de haber hechizado al tigre enjaulado y tirado del cordón con borlas que soltaba una docena de espadas sobre su cabeza— era objeto de una acalorada discusión tanto en el bar del teatro como luego, en la acera de la calle Cincuenta y Uno, una vez concluida la actuación de Swann. Algunos sostenían haber visto abrirse el fondo de la jaula en la fracción de segundo en que todos los ojos miraban caer las espadas, y que el tigre desaparecía para dar paso a la mujer del vestido rojo, detrás de las barras lacadas. Otros sostenían, con igual obstinación, que para empezar el animal nunca había estado en la jaula, y que su presencia no era más que una proyección extinguida mientras un mecanismo subía a la mujer desde debajo del escenario, todo ello a una velocidad tal que engañaba los ojos de todos, menos los de aquellos que eran lo bastante rápidos y escépticos como para captarlo. ¿Y las espadas? La naturaleza del truco que, en los escasos segundos de su brillante descenso, las transformaba de acero en pétalos de rosa, alimentaba ulteriores debates. Las explicaciones iban de lo prosaico a lo elaborado, pero muy pocos de los que abandonaban el teatro carecían de algún tipo de teoría. Y las discusiones no terminaban allí, en la acera. Continuaban sin duda, en los apartamentos y restaurantes de Nueva York.
El placer producido por las ilusiones de Swann era, al parecer, doble. Primero: el espectáculo del truco en sí —en el pasmado instante en que la incredulidad quedaba, si no suspendida, al menos puesta sobre aviso—. Y segundo: concluido el momento y restituida la lógica, en el debate sobre cómo se había realizado el truco.
—¿Cómo lo hace, señor Swann? —inquirió Barbara Bernstein, ansiosa.
—Es magia —repuso Swann.
La había invitado a pasar entre bambalinas para que examinase la jaula del tigre y comprobara si había alguna trampa en su construcción; no había encontrado ninguna. Había examinado las espadas; eran letales. Y los pétalos, fragantes. Pero la muchacha insistió:
—Sí, pero de verdad… —dijo, y se acercó más a él—. Puede contármelo, le prometo que de mí no saldrá.
Le devolvió una tranquila sonrisa por toda respuesta.
— Ah, ya sé… —dijo ella—, me dirá que ha firmado una especie de juramento.
—Eso es —repuso Swann.
—… y que tiene prohibido revelar secretos profesionales.
—La intención es darle placer al público —le dijo—. ¿He fallado en eso?
—Oh, no —replicó la muchacha, sin dudarlo un instante — . Todo el mundo habla del espectáculo. Es usted la admiración de Nueva York.
—No —protestó él.
—De veras —insistió ella—, conozco a algunos que beben los vientos por entrar en este teatro. Y por hacer una visita guiada entre bambalinas… Seré la envidia de todo el mundo.
—Me halaga —le dijo, y le acarició la cara.
Estaba claro que ella esperaba que lo hiciera. Algo más de qué vanagloriarse: seducida por el hombre que la crítica había dado en llamar el Mago de Manhattan.
—Me gustaría hacer el amor contigo —le susurró él.
—¿Aquí? —preguntó ella.
—No. Aquí nos oirían los tigres.
La muchacha se echó a reír. Prefería a sus amantes veinte años más jóvenes que Swann; alguien había hecho notar que, por su perfil, parecía un hombre de luto, pero su caricia prometía el ingenio que ningún muchacho podía ofrecerle. Le gustaba el toque disoluto que presentía bajo su caballerosa fachada. Swann era un hombre peligroso. Si lo rechazaba, posiblemente no volvería a encontrar otro. — Podríamos ir a un hotel — sugirió ella.
—Un hotel, buena idea —dijo él.
Un asomo de duda surcó el rostro de la muchacha.
—¿Y tu esposa? Podrían vernos.
—¿Seremos invisibles, entonces? —inquirió él, tomándola de la mano.
—Hablo en serio.
—Yo también —insistió él—. Te lo digo yo, ver no es creer. Y de esto sé algo. Es la piedra angular de mi profesión. —Ella no pareció muy segura—. Si alguien nos reconoce —le dijo—, simplemente les diré que están viendo visiones.
Sonrió al oírlo, y él la besó. La muchacha le devolvió el beso con un fervor incuestionable.
—Milagroso —dijo él, cuando sus bocas se separaron—. ¿Nos vamos antes de que los tigres se pongan a cotillear?
La escoltó a través del escenario. Los limpiadores todavía no habían comenzado su tarea, y allí, esparcidos sobre las tablas, había un montón de capullos de rosa. Algunos pisoteados, otros intactos. Swann soltó la mano de la joven y se dirigió hasta donde yacían las flores.
Ella lo observó mientras se agachaba para arrancar una rosa del suelo, encantada por el ademán, pero antes de que lograra incorporarse otra vez, vio una hoja de plata que caía sobre él. Intentó advertirle, pero la espada fue más rápida que la lengua de la muchacha. En el último instante, él pareció presentir el peligro en que se encontraba y se volvió, con el pimpollo en la mano, justo cuando la punta de la espada se encontró con su espalda. El impulso del arma blanca hizo que se le hundiera hasta la empuñadura. La sangre le saltó del pecho y salpicó el suelo. No hizo ningún ruido; cayó hacia adelante, y al golpear el escenario dos terceras partes de la espada se le salieron del cuerpo.
La muchacha habría gritado, pero el traqueteo de los aparatos mágicos dispuestos entre bastidores, detrás de ella, y un gruñido apagado que era sin duda la voz del tigre le llamaron la atención. Quedó paralizada. Con toda probabilidad, existirían instrucciones sobre el mejor modo de mirar fijamente a los tigres embravecidos, pero como era una muchacha nacida y criada en Manhattan, aquéllas eran técnicas con las que no estaba familiarizada.
—¿Swann? —dijo, con la esperanza de que se tratara de una ilusión de mal gusto representada puramente en su beneficio—. Swann, por favor, levántate.
Pero el mago continuó tirado donde había caído; el charco iba extendiéndose debajo de él.
—Si es una broma… —dijo, irritada—, no me parece divertida. —Al comprobar que el tono empleado, no había surtido efecto, ensayó una táctica más dulce—. Swann, cariño, quisiera irme, si no te importa.
Volvió a llegarle el gruñido. No quería darse la vuelta para buscar la fuente de donde provenía, pero tampoco quería que la bestia le saltara encima por la espalda.
Cautelosamente miró hacía atrás. Los bastidores se encontraban a oscuras. La batahola de trastos le impidió descifrar la ubicación exacta del animal. Sin embargo, continuaba oyéndolo: sus pisadas, sus gruñidos. Poco a poco, se retiró hacia el proscenio. El telón la separaba del auditorio, pero abrigó la esperanza de poder escabullirse por debajo de él antes de que el tigre la alcanzara.
Mientras se apoyaba contra la pesada tela, una de las sombras que había entre bambalinas perdió su ambigüedad y apareció el animal. No era hermoso, como le había parecido cuando se encontraba detrás de los barrotes. Era enorme y letal, y estaba hambriento. Se agachó y buscó el dobladillo del telón. La tela llevaba unas pesas, y tuvo más dificultad en levantarla de la esperada; había logrado deslizar medio cuerpo debajo del telón y tenía la cabeza y las manos apoyadas contra las tablas cuando oyó las pisadas del tigre al avanzar. Un instante después, sintió su húmedo aliento en la espalda desnuda. La muchacha lanzó un grito cuando la bestia le enterró las garras en el cuerpo y la arrastró desde la salvación hacia sus fauces humeantes.
Ni siquiera entonces quiso entregarle la vida. Pateó al animal, le arrancó el pelaje a manojos y le asestó una andanada de puñetazos en el hocico. Pero, enfrentada a tal autoridad, su resistencia fue insignificante: el asalto de la muchacha, a pesar de su ferocidad, no detuvo a la bestia ni un ápice. Le abrió el cuerpo de un solo golpe casual. Misericordiosamente, con esa primera herida sus sentidos abandonaron todo asomo de verosimilitud y se dedicaron en cambio a la invención descabellada. Le pareció oír unos aplausos, y el rugido de un público enfervorecido, y en lugar de la sangre que sin duda manaría de su cuerpo, salían fuentes de luz rutilante. La agonía padecida por sus terminaciones nerviosas no la alcanzaban en absoluto. Incluso cuando el animal la hubo dividido en tres o cuatro trozos, su cabeza yacía de lado al borde del escenario y observaba cómo la bestia laceraba su torso y devoraba sus miembros.
Y durante todo el tiempo, mientras se preguntaba cómo podía ocurrir aquello —que sus ojos pudieran vivir para presenciar esa última cena—, la única respuesta que se le ocurría era la misma que Swann le había dado:
—Es magia.
En realidad, pensaba justamente eso, que aquello tenía que ser magia, cuando el tigre se acercó a su cabeza con tranquilidad y se la tragó de un solo bocado.
Cuando se encontraba con un determinado tipo de gente, Harry D'Amour gustaba de creer que gozaba de una cierta reputación —un círculo que lamentablemente no incluía a su ex mujer, a sus acreedores o a esos críticos anónimos que regularmente le enviaban excrementos de perro por el buzón de la oficina—. Pero la mujer que tenía al teléfono en ese momento, su voz tan cargada de pena que muy bien podía haber estado llorando medio año y que se iba a echar a llorar otra vez, ella sabía que él era un dechado de perfección.
—Necesito su ayuda, señor D'Amour, desesperadamente. —En estos momentos estoy ocupado con varios casos —le dijo—. ¿Podría venir a mi oficina, quizá?
—No puedo salir de casa —le comunicó la mujer—. Se lo explicaré todo, por favor, venga.
Se sintió muy tentado de hacerlo. Pero lo cierto es que tenía varios casos pendientes, uno de los cuales, si no lo resolvía pronto, podía acabar en fratricidio. Le sugirió que acudiera a otro.
—Es que no puedo acudir a cualquiera —insistió la mujer. — ¿Por qué yo?
—He leído sobre usted. Sobre lo que pasó en Brooklyn. El mencionar uno de sus más estrepitosos fracasos no era el método más seguro para conseguir sus servicios, pensó Harry, pero sin duda logró llamarle la atención. Lo que había ocurrido en la calle Wyckoff había comenzado de un modo inocente; un marido había contratado sus servicios para seguir a una esposa adúltera, y todo había acabado en el último piso de la casa Lomax; el mundo que creyó conocer se volvió patas arriba. Cuando se hizo el recuento de cadáveres y se despachó a los sacerdotes supervivientes, él se quedó con un pavor a las escaleras y con más preguntas de las que lograría contestar antes de ir a la tumba. No le producía ningún placer que le recordaran aquellos terrores.
—No me gusta hablar de Brooklyn —dijo.
—Perdóneme —repuso la mujer—, pero necesito a alguien que tenga experiencia con…, con lo oculto.
Por un momento dejó de hablar. Al otro extremo de la línea, logró oír su respiración, suave pero errática.
—Lo necesito —dijo ella.
En la pausa en la que sólo se había oído el temor de la mujer. D'Amour ya había decidido qué respuesta le daría.
—Voy para allá.
—Le estoy agradecida. Mi casa está en la calle Sesenta y Uno Este. —Harry apuntó los detalles. Las últimas palabras de la mujer fueron — : Por favor, dese prisa.
Después colgó.
Harry hizo unas cuantas llamadas, con la vana esperanza de aplacar a dos de sus clientes más irascibles, luego se puso la americana, cerró con llave la oficina y bajó la escalera. En el rellano y el vestíbulo había un olor penetrante. Al llegar a la puerta principal sorprendió a Chaplin. el portero, cuando salía del sótano.
—Este lugar apesta —le dijo al hombre.
—Es desinfectante.
—Es pis de gato —repuso Harry—. Haga algo para quitarlo, ¿quiere? Tengo una reputación que proteger.
Cuando Harry se marchó, el portero aún seguía riendo.
La casa de tres pisos de la calle Sesenta y Uno Este se encontraba en una condición prístina. Se detuvo en la limpia entrada, sudoroso y con mal aliento, y se sintió desaliñado. La expresión del rostro que le recibió al abrirse la puerta no logró borrarle esa opinión.
—¿Sí? —inquirió.
—Soy Harry D'Amour —dijo—. Recibí una llamada. El hombre asintió y dijo sin entusiasmo:
—Será mejor que pase.
El interior estaba más fresco, y tenía una atmósfera más dulzona. Olía a perfume. Harry siguió a aquel rostro censurador por el pasillo, hasta una habitación espaciosa donde —después de la alfombra oriental en cuyo estampado habían urdido de todo, menos el precio— se encontraba sentada la viuda. No vestía de negro, ni mostraba sus lágrimas. Se puso de píe y le tendió la mano.
—¿Señor D'Amour? — Sí.
—Valentín le traerá algo de beber, si le apetece. —Sí, gracias. Leche, si tiene.
Durante la última hora había tenido el estómago revuelto, desde que ella le hablara de la calle Wyckoff, para ser exactos.
Valentín se retiró de la habitación, sin dejar de mirar a Harry con aquellos ojos como cuentas de collar hasta el último momento.
— Ha muerto alguien —dijo Harry. una vez que el hombre se hubo marchado.
—Efectivamente —repuso la viuda, volviendo a sentarse. Harry aceptó su invitación de tomar asiento y ocupó un lugar delante de ella, entre cojines suficientes como para tapizar un harén. —Mi esposo —aclaró ella.
—Lo siento.
—No hay tiempo para sentirlo —replicó.
Pero su mirada y sus gestos traicionaron sus palabras. Harry se alegró de su pena; las manchas de las lágrimas y la fatiga empañaban una belleza que. de haberse mantenido incólume, lo habría hecho enmudecer de admiración.
—Dicen que la muerte de mi esposo fue un accidente —le informó ella—. Sé que no es así.
—¿Puedo preguntarle cómo se llama?
—Perdone. Me llamo Swann, señor D'Amour. Dorothea Swann. Quizá haya oído hablar de mi esposo.
—¿El Mago?
—Ilusionista —le corrigió ella.
—Lo he leído, sí. Una tragedia.
—¿Alguna vez vio su actuación?
—No puedo permitirme el lujo de ir a Broadway, señora Swann —repuso Harry. negando con la cabeza.
—Sólo íbamos a estar aquí durante tres meses, lo que durara su espectáculo. En septiembre íbamos a volver… — ¿Volver?
—A Hamburgo —dijo ella—. No me gusta esta ciudad. Hace demasiado calor. Y es demasiado cruel.
—Nueva York no tiene la culpa de ser como es.
—Puede ser —repuso, con un gesto afirmativo—. Tal vez lo que le pasó a Swann le habría ocurrido de todos modos, dondequiera que hubiese estado. La gente me dice que fue un accidente. Sólo eso: un accidente.