Ella agitó un lápiz con impaciencia, sin levantar los ojos. Tenía pelo de ratón; su piel grasienta brillaba con la fatiga de los trasnochadores y de los que se alimentan de patatas fritas. Guillam aguardó un momento, preguntándose cuánto tardaría en encontrar una solución a aquella jungla de números de araña que tenía que cuadrar con el montón de billetes y monedas que había en la caja abierta a su lado.
–Escuche -apremió-, soy un funcionario de la policía. Ahí arriba hay un par de héroes que quieren su dinero. ¿Me deja usar ahora ese teléfono?
–¡Ah, Dios mío! -dijo ella con voz cansada, y le miró por primera vez.
Llevaba gafas y era muy fea. No se alarmó ni se impresionó.
–Ojalá se llevaran de una vez ese dinero. Me está fastidiando.
Echando a un lado las cuentas, abrió una puerta lateral de su garita y Guillam se deslizó en el interior.
–No es nada decente, ¿eh? -dijo la chica, con una sonrisa.
Tenía una voz casi bien educada: probablemente una estudiante de la Universidad de Londres que ganaba algún dinero para sus gastos, pensó Guillam. Llamó al «Clarendon», y preguntó por el señor Savage. Casi inmediatamente oyó la voz de Smiley.
–Está aquí -dijo Guillam-. Estaba aquí desde el principio. Debe de haber reservado otra entrada: estaba en las filas de delante. Mendel lo vio que subía de repente renqueando por el pasillo.
–¿Renqueando?
–Sí, no es Mundt. Es el otro, Dieter.
Smiley no contestó, y un momento después dijo Guillam:
–George, ¿sigues ahí?
–Me temo que nos hemos engañado, Peter. No tenemos nada contra Dieter Frey. Despide a los agentes: no encontrarán a Mundt esta noche. ¿Ha terminado el primer acto?
–Debe faltar muy poco para el entreacto.
–Estaré ahí dentro de veinte minutos. Pégate a Elsa como su sombra. Si se marchan y se separan, que Mendel siga a Dieter. En el último acto, quédate en el vestíbulo por si se fueran antes de terminar el espectáculo.
Guillam colgó y se volvió hacia la muchacha.
–Gracias -dijo, y le puso cuatro peniques en la mesa.
Ella los reunió a toda prisa y los apretó fuertemente en su mano.
–Por el amor de Dios -dijo-, no me cree más problemas.
Guillam salió a la calle y habló con un agente de paisano que vagaba por la acera. Luego volvió apresuradamente y se sentó junto a Mendel mientras caía el telón del primer acto.
Elsa y Dieter estaban sentados juntos. Hablaban contentos, Dieter risueño y Elsa animada y elocuente como un muñeco que ha cobrado vida por obra de su dueño. Mendel les observaba con fascinación. Ella se reía de algo que le decía Dieter, se inclinaba hacia delante y le ponía la mano en el brazo. Vio sus delgados dedos sobre su smoking, vio que Dieter inclinaba la cabeza y le susurraba algo, haciéndola reír otra vez. Mientras Mendel observaba, las luces del teatro se oscurecieron, disminuyó el ruido de las conversaciones y el público se preparaba rápidamente para el segundo acto.
Smiley salió, del «Clarendon» y avanzó lentamente por la acera hacia el teatro. Pensándolo ahora, se dio cuenta de que era bastante lógico que fuera Dieter, y que habría sido una locura enviar a Mundt. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que Elsa y Dieter descubrieran que no era Dieter quien la había citado a ella, que no era Dieter quien había mandado la postal con un mensajero de confianza. Pensó que sería un momento interesante. Todo lo que ahora ansiaba era la oportunidad de una nueva entrevista con Elsa Fennan.
Minutos después, se deslizó silenciosamente en el asiento vacío junto a Guillam. Hacía mucho tiempo que no veía a Dieter.
No había cambiado. Era el mismo romántico inverosímil con la magia de un charlatán: la misma figura inolvidable que se había abierto paso sobre las ruinas de Alemania, implacable en su propósito satánico en el cumplimiento, oscuro y veloz como los dioses del Norte. Smiley les había mentido aquella noche en el club: Dieter estaba fuera de toda comparación, con su astucia, su vanidad, su energía y sus sueños. Todo superaba el tamaño natural, sin que hubiese sufrido la influencia moderadora de la experiencia. Era hombre que pensaba y actuaba en términos absolutos, sin paciencia ni compromiso.
Aquella noche, al sentarse en el teatro oscuro y ver a Dieter a través de una masa de caras inmóviles, los recuerdos volvieron a Smiley, recuerdos de peligros compartidos, de confianza mutua, cuando cada cual tenía en sus manos la vida del otro… Por un momento Smiley se preguntó si Dieter le habría visto. Tuvo la sensación de que tenía sobre él la mirada de los ojos de Dieter, observándole en la penumbra.
Smiley se levantó cuando el segundo acto se acercaba a su término. Al caer el telón, se dirigió rápido a la salida lateral y esperó discretamente en el pasillo hasta que sonó el timbre para el último acto. Mendel se reunió con él antes de que finalizara el entreacto, y Guillam se deslizó a su lado para asumir su puesto de vigilancia en el vestíbulo.
–Han surgido dificultades -dijo Mendel-. Están discutiendo. Ella parece asustada. No hace más que repetir algo, y él solamente mueve la cabeza. Creo que ella tiene pánico, y Dieter parece preocupado. Ha empezado a mirar a su alrededor por el teatro como si hubiera caído en una trampa, tomando medidas al sitio, haciendo planes. Ha lanzado una mirada al lugar donde estaba usted sentado.
–No la dejará sola -dijo Smiley-. Esperará y saldrá con la gente. No se marcharán antes del final. Probablemente supone que está rodeado. Tratará de esquivarnos separándose de ella de repente en medio de la multitud…, perdiéndola simplemente.
–¿A qué jugamos? ¿Por qué no podemos bajar ahí y cazarlos?
–Estamos esperando no sé exactamente qué. No tenemos pruebas. No hay pruebas de asesinato ni de espionaje, hasta que Maston decida hacer algo. Pero recuerde lo que le digo: Dieter no sabe esto. Si Elsa está nerviosa y Dieter preocupado, harán algo… Eso es seguro. Mientras piensen que el juego está en marcha, tenemos una probabilidad. Que se disparen, que tengan pánico, cualquier cosa. Lo importante es que hagan algo…
El teatro estaba a oscuras, pero, con el rabillo del ojo, Smiley vio que Dieter se inclinaba sobre Elsa y le susurraba algo. Con su mano izquierda, la había cogido del brazo, y su actitud era la de una persona que trata apremiantemente de convencer y tranquilizar.
La obra avanzaba lentamente. Los gritos de los soldados y los chillidos del rey enloquecido llenaban el teatro, hasta el terrible momento de su turbia muerte, en el que un suspiro audible subió del patio de butacas. Dieter tenía ahora el brazo en torno de los hombros de ella. Le había envuelto el cuello con pliegues de su fino chal y la protegía como si fuera un niño dormido. Siguieron así hasta que cayó el telón final. No aplaudieron. Dieter miró buscando el bolso de Elsa, le dijo algo tranquilizador y se lo puso en el regazo. Ella inclinó la cabeza muy ligeramente. Un redoble de tambores anunció el himno nacional y el público se puso de pie. Smiley se levantó instintivamente y notó con sorpresa que Mendel se había desvanecido. Dieter se levantó lentamente y entonces Smiley comprendió que había ocurrido algo. Elsa seguía sentada y aunque Dieter intentaba amablemente que se levantara, ella no reaccionaba. Había algo extrañamente dislocado en su forma de estar sentada, en el modo en que la cabeza se apoyaba sobre su hombro…
Comenzaba el último verso del himno cuando Smiley se precipitó hacia la puerta, corrió por el pasillo y bajó los escalones de piedra hasta el vestíbulo. Llegaba tarde por un instante: encontró la primera multitud de ansiosos espectadores que se precipitaban a la calle en busca del taxi. Miró locamente entre la multitud en busca de Dieter y comprendió que ya no había esperanza, que Dieter había hecho lo que hubiese hecho él mismo, eligiendo una de entre la docena de salidas de incendio que llevaban a la calle y a la seguridad. Poco a poco, hizo avanzar su gruesa figura entre la multitud hasta la entrada al patio de butacas. Al ir de un lado a otro, incrustándose a la fuerza entre los cuerpos que salían, observó a Guillam, en el borde de la corriente, buscando desesperadamente a Dieter y a Elsa. Le gritó y Guillam se volvió de prisa.
Tras un largo esfuerzo, Smiley se encontró por fin junto a la baja división y pudo ver a Elsa Fennan, sentada inmóvil, mientras a su alrededor los hombres se levantaban y las mujeres buscaban sus bolsos y abrigos. Luego oyó el chillido. Fue repentino, breve, y mostraba totalmente el horror y la repugnancia. Una muchacha se había parado en el pasillo y miraba a Elsa. Era joven y muy bonita. Se había llevado a la boca los dedos de la mano derecha y tenía la cara mortalmente pálida. Su padre, un hombre alto y de color cadavérico, se detuvo detrás de ella. La agarró por los hombros y la hizo retroceder en seguida al observar aquel horror que tenía delante.
El chal de Elsa había resbalado de sus hombros y tenía la cabeza caída sobre el pecho.
Smiley había tenido razón. «Que se disparen, que tengan pánico, cualquier cosa… Lo importante es que hagan algo…» Y eso era lo que habían hecho: aquel cuerpo roto era testigo de su pánico.
–Mejor será que llames a la policía, Peter. Me voy a casa. Déjame al margen de esto, si puedes. Ya sabes dónde encontrarme. -Asintió con la cabeza, como para sí mismo-. Me voy a casa.
Había niebla y caía una fina lluvia cuando Mendel salió disparado a través de Fulham Palace Road en persecución de Dieter. Los faros de los coches surgían súbitamente de la húmeda neblina a veinte pasos de él: el ruido de la circulación era intenso y nervioso, y él avanzaba a tientas por su inseguro camino.
No tenía más remedio que seguir a Dieter, a una docena de pasos todo lo más, detrás de él. Cafés y cines habían cerrado, pero los bares y los cabarets seguían atrayendo a ruidosos grupos que se agolpaban en las aceras. Dieter avanzaba renqueando delante de Mendel, que observaba su avance de farola en farola, viendo perfilarse de repente su silueta cada vez que entraba en el siguiente haz de luz.
Dieter avanzaba de prisa, a pesar de su pierna. Al alargar el paso, su cojera se hacía más pronunciada, de modo que parecía echar la pierna izquierda hacia adelante mediante un súbito esfuerzo de sus anchos hombros.
Había una curiosa expresión en la cara de Mendel, no de odio ni de propósito férreo, sino de franca repugnancia. Para Mendel no significaban nada las emociones de la profesión de Dieter. No veía sino el crimen, la miseria de un delincuente, la cobardía de un hombre que pagaba a otros para que cometieran por él sus asesinatos. Cuando Dieter se apartó suavemente del público y se dirigió a la salida lateral, Mendel vio lo que esperaba: el acto furtivo de un vulgar criminal. Era algo que adivinaba y comprendía. Para Mendel sólo había una clase delincuente, desde el carterista y el ladronzuelo hasta el empresario industrial que hace malabarismos con las leyes sobre sociedades anónimas. Estaban fuera de la ley y su vocación, desagradable, pero necesaria, era ponerlos a buen recaudo. Este daba la casualidad de que era alemán.
La niebla se espesó y se volvió amarilla. Ninguno de los dos llevaba abrigo. Mendel se preguntó qué haría ahora la señora Fennan. Guillam se ocuparía de ella. La mujer ni siquiera había mirado a Dieter cuando se escurrió. Era muy rara, hecha toda ella de piel y huesos y buenas obras, a juzgar por su aspecto. Viviría de tostadas secas y jugo de carne.
Dieter dobló de repente por una bocacalle de la derecha, y luego por otra de la izquierda. Llevaba casi una hora andando y no daba señal de decidirse a acortar el paso. La calle parecía vacía. Ciertamente, Mendel no podía oír más pasos que los suyos, tensos y breves, con el eco distorsionado por la niebla. Estaban en una estrecha calle de casas victorianas con fachadas estilo Regencia levantadas a toda prisa, macizos pórticos y ventanas de guillotina. Mendel supuso que estarían cerca de Fulham Broadway, quizá más allá y más cerca de King’s Road. Sin embargo, Dieter no aflojaba el paso, con la sombra encorvada hacia delante en la niebla, confiada en su camino, apremiante en su propósito.
Al acercarse a una calle principal, Mendel volvió a oír el quejumbroso gemido del tráfico, casi obstruido por la niebla. Luego, en lo alto, una farola amarilla lanzó un fulgor pálido, con el contorno claramente trazado, como el halo de un sol de invierno. Dieter vaciló un momento en la acera, y luego, arriesgándose al tráfico espectral que se abría paso ante ellos saliendo de la nada, cruzó la calle y se hundió de repente en una de las innumerables bocacalles que daban -Mendel estaba seguro- al río.
Mendel llevaba la ropa empapada, y la fina lluvia le corría por la cara. Debían de estar ya cerca del río. Por un momento creyó que Dieter se había esfumado. Avanzó rápidamente, casi tropezó en un bordillo, volvió a avanzar, y vio ante él las balaustradas de la orilla. Unos escalones subían a una verja de hierro de las barandas, que estaba ligeramente abierta. Se detuvo ante la verja y miró abajo, hacia el agua. Había una recia pasarela de madera y Mendel oyó el eco desigual de Dieter que, oculto por la niebla, seguía su extraño camino hacia el borde del agua. Mendel esperó, y luego, cauto y silencioso, bajó por la pasarela. Era una construcción permanente, con pesados pasamanos de pino a ambos lados. Mendel calculó que llevarla allí mucho tiempo. Junto al extremo inferior de la pasarela había una larga balsa hecha de latas de aceite y chapa de madera. Tres destartalados lanchones con vivienda se destacaban entre la hierba, meciéndose suavemente en sus amarras.
Evitando todo ruido, Mendel se deslizó hasta la balsa, y examinó uno por uno los lanchones. Dos estaban juntos, unidos por una tabla. El tercero había sido amarrado unos cinco metros más allá, y tenía una luz encendida en la cabina delantera. Mendel volvió a la orilla y cerró cuidadosamente detrás de él la verja de hierro.
Caminó lentamente por la calle, todavía inseguro de su paradero. Al cabo de cinco minutos, la acera dobló bruscamente a la derecha y el suelo se elevó poco a poco. Comprendió que estaba en un puente. Sacó el encendedor, y su larga llama lanzó un fulgor sobre la pared de piedra de su derecha. Moviendo de un lado a otro el encendedor, encontró por fin una placa de metal, mojada y sucia, con las palabras «Puente de Battersea». Volvió a la verja y se quedó inmóvil un momento, orientándose con precisión a la luz de ese dato.
En algún sitio, por encima de él y a la derecha, se escondían en la niebla las cuatro enormes chimeneas de la planta térmica de Fulham. A su izquierda estaba Cheyne Walk, con su fila de elegantes y pequeñas embarcaciones, que llegaban al puente de Battersea. El sitio donde se encontraba ahora era la línea de división entre lo elegante y lo mísero, donde Cheyne Walk se encuentra con Lots Road, una de las calles más feas de Londres. El lado sur de esa calle consiste en enormes almacenes, muelles y fábricas, y el lado norte presenta una línea ininterrumpida de casas sucias, típicas de las bocacalles de Fulham.